Domingo, 20 de agosto de 2006 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL › EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
A partir de mayo de 1810 la Argentina debió darse instituciones, normas, personal especializado, etc., consistentes con su nuevo status de país independiente. Tuvo que organizar un sistema tributario, que permitiera sostener al nuevo Estado. Luego de la anarquía de 1820, el 5 de octubre el gobierno de Buenos Aires quedó en manos de Martín Rodríguez. Bajo el mismo se encaró una amplia reforma económica, basada en gran parte en la Memoria escrita por Santiago Wilde, conocida como “Plan Wilde”. Wilde, nacido en Inglaterra, redactó ese escrito como integrante de una Comisión de Hacienda nombrada por la Honorable Junta de Representantes, de la que también formaron parte Antonio de Dorna, Juan Bernabé y Madero, Manuel José de la Valle y Sebastián Lezica. El 28 de agosto de 1821 Wilde fue nombrado por Manuel José García en el más alto puesto del Ministerio de Hacienda, Contador de Cálculo; y dos años después publicó su traducción del libro de James Mill, Elementos de Economía Política, con el que Bernardino Rivadavia creó la enseñanza de economía en la Universidad de Buenos Aires, por decreto del 28 de noviembre de 1823. El Plan Wilde introducía la contribución directa en el Río de la Plata, con el fin de sustituir el régimen tributario colonial basado en la recaudación aduanera. Pero también proponía otras reformas, como una emisión controlada de papel moneda, que reemplazaría a la circulación de metálico. Sus razones tienen vigencia hoy, en que en el marco del Mercosur se estudia la posibilidad de pagos en la moneda de los propios países. Hoy los pagos se realizan en moneda “internacional”, es decir, oro o divisas, las que se restan de las reservas internacionales. El pago en la propia moneda permitiría conservar esas reservas, y ya sabemos cuánto cuesta reconstituirlas. Wilde se refería a los pagos internos del país, que no tenían por qué hacerse en oro, la moneda internacional por excelencia. Así decía: “Como el oro y la plata tienen valor muy grande independientemente de su uso como dinero, el introducir otra cosa de poco o ningún valor que haga en parte sus veces de circulación, es una ganancia neta para el Estado. Si fuera preciso roturar y labrar la tierra con palas y arados de oro y plata, tendría el agricultor otro tanto capital de menos para emplear en edificios, bueyes, plantíos, etc., y esto es lo que sucede a un Estado en que el papel no tiene circulación”.
Fue certero Platón al cifrar las necesidades de cada persona en “alimentación, vivienda e indumentaria”. De lo que se olvidó de aclarar aquel ateniense es que los bienes que satisfacen las tres necesidades básicas se compran por dinero. Por lo tanto, la satisfacción posible depende del ingreso de los compradores. Para que la satisfacción potencial se haga efectiva, tal ingreso debería tener un nivel tal que permita adquirir las cantidades adecuadas de los distintos bienes. Si, por el contrario, el nivel de ingreso no es suficiente, para satisfacer determinada necesidad más o menos satisfactoriamente, no queda otra que sacrificar algo de las demás. Lo último que se sacrificaría, naturalmente, es la alimentación. Si no se desea perecer por inanición, acaso habrá que renunciar a pagar por el uso de una vivienda, y continuar usando siempre la misma ropa. Esto no es una hipótesis, sino una posibilidad que está aconteciendo hoy y aquí, en que las clases menos favorecidas del sistema económico gastan un 50 por ciento de su ingreso en alimentación. En las clases medias, por su parte, el porciento destinado a alimentación es menor, pero aun así no les alcanza para pagar el alquiler de una vivienda, luego de la reciente estampida de aumentos. Es claro que el problema de poder alquilar una vivienda es un reflejo de los bajos ingresos, o bien, de la extrema desigualdad de ingresos, y no tanto de la buena voluntad de los bancos para financiar la compra de vivienda, o de la voracidad de los propietarios a la hora de renovar contratos o celebrar contratos nuevos. El Estado no está en condiciones de obligar a los empleadores privados a pagar mejores salarios a sus trabajadores y empleados, pero puede abstenerse de gravar aquellos bienes de consumo que compran sobre todo dichos asalariados. Al respecto, podemos de nuevo hacer nuestra una consideración del “Plan Wilde” de 1821: “Los impuestos sobre los artículos de primera necesidad gravitan desigual, injusta e impolíticamente sobre las clases medianas y pobres; el impuesto sobre el pan, por ejemplo, es el peor de cuantos han podido imaginarse. El pan se consume no en razón de las facultades, sino de las bocas de las familias. Disminuye este impuesto la producción de trigo, y en consecuencia su consumo, y retarda asimismo la población del país, aumentando considerablemente el gasto de mantenimiento de las familias”.
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