Domingo, 5 de noviembre de 2006 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL › EL BAUL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
“Primero se le suprimieron los zapatos: no se le podían seguir comprando, al no ajustarse el salario según el alza de las cosas. Luego se le suprimió el guardapolvos, al no subir el salario como el costo de la vida. Después se le suprimieron los libros y útiles, por la misma razón. Ahora se promete ajustar los salarios al alza de los precios: pero es tarde, el chico ya salió del sistema escolar para ganarse su sustento en la calle.” Las alzas de precios no compensadas por mayores ingresos nominales, necesariamente reducen el campo de posibles adquisiciones del consumidor. En ese achicamiento, de algunos bienes se reducen parte o todas las unidades adquiridas, otros se reemplazan por bienes sucedáneos más baratos. Por caso, en el último medio siglo, en el país del cuero, las restricciones impuestas al crecimiento de los salarios nominales llevaron a que un artículo de fabricación nacional como los zapatos dejara de demandarse, hasta provocar el cierre de reconocidas fábricas y convertir al zapato común en objeto de importación. En esa dinámica de salarios y precios, estos últimos forman el ingreso (bruto) de la clase empresaria y los costos unitarios de la canasta familiar; y los primeros el ingreso (neto) de la clase trabajadora y parte de los costos de producción de las empresas. En la puja salarios-precios, la empresa busca precios altos y salarios bajos, y los trabajadores salarios altos y precios bajos. Las características del contrato laboral (pocos empleadores, dueños de algún capital; muchos trabajadores, carentes de capital) hacen que el empresario pueda fijar (en gran medida) a la vez precios y salarios. El Estado, responsable de la justicia social, por la que protege a los más débiles, se orienta a limitar las aspiraciones de aquéllos. Los poderosos, a su vez, le dictan la agenda al Estado: “Que los incrementos de sueldos no superen el aumento porcentual de los precios”, se dijo en Mar del Plata. Lo que es igual a mantener constante la relación precios/salarios, y ello es igual, para las empresas, a mantener igual la cantidad de trabajo que pueden comprar con los bienes que producen, y para los trabajadores, a mantener igual las cantidades de bienes que compran con su trabajo, no a recomponer las cantidades de bienes que el mismo trabajo les permitía adquirir antes de los sucesivos golpes a sus bolsillos. ¿Y la justicia social? ¡Eso era antes!
La relación entre la calidad de vida y la distribución del ingreso es bastante evidente. No lo es tanto la relación entre un aspecto de la calidad de vida –su duración– y los aspectos distributivos. Tenemos que remontarnos a los clásicos para encontrar observaciones y comentarios acerca de la pobreza y la expectativa de vida al nacer. James Mill (1773-1836), escocés, amigo y discípulo de David Ricardo, publicó en 1821 unos Elementos de Economía Política que Rivadavia hizo traducir e imprimir en Buenos Aires en 1823 y sobre los cuales se fundó la cátedra de Economía Política de la UBA (el 28 de noviembre de ese año). Mill presentaba un mundo ricardiano, con tierra escasa y capital y población abundantes, circunstancias que les habrán sabido muy extrañas a los estudiantes porteños. En ese mundo, de opulentos e indigentes, se nacía en circunstancias favorables o desfavorables, respectivamente. “La mortalidad entre los hijos de los indigentes –decía Mill– es inevitable por la falta de los medios necesarios para la conservación de la salud” (p. 27). En otro pasaje sugiere que el empobrecimiento es causa de mortandad general: “los salarios bajarán tanto que una porción de la población morirá regularmente por las consecuencias de la miseria” (p. 35). Hoy, para ver un indigente, no necesitamos leer un libro europeo, basta con salir a la calle. La inmensa mayoría de los jubilados es indigente. Una gran proporción de los niños y jóvenes son indigentes. Cerca de la mitad de las mujeres son indigentes. En esos grupos sociales, el gasto en salud implicaría privarse de comer. Se ha aprobado una vacuna para el cáncer de útero, que costará 250 dólares. ¿Qué mujer indigente, y acaso con prole a cargo, sacrificará llenar las necesidades mínimas de los suyos para evitar una enfermedad de aparición eventual? Aunque si aparece, tiene una mortalidad que llega al 99 por ciento. Otro tanto puede decirse de los abortos de ricos y de indigentes, o de los embarazos y partos no controlados y asistidos, en lo que respecta a la letalidad. En la actual sociedad argentina, en la que todos parecen estar contra todos, y los ricos contra los pobres, sólo el Estado tiene en sus manos la facultad de despegar la muerte evitable del infortunio distributivo. Podría no actuar así y usar el infortunio para eliminar pobres, como ya hizo un gobernador militar tucumano. Pero no son ejemplos a imitar.
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