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Domingo, 19 de agosto de 2007

EL BAúL DE MANUEL

 Por Manuel Fernández López

Lamentaciones

Hace años, con motivo de inaugurarse un puente entre Argentina y Uruguay, se emitió una estampilla con la leyenda “Todo nos une, nada nos separa”. El puente era el trait-d’union entre las costas, ya de suyo muy cercanas, que permitía consumar una unión más perfecta, casi matrimonial, y brindaba una vía más para la circulación de personas entre oriente y occidente, que había logrado que los mejores argentinos fueran uruguayos –China Zorrilla, Gardel, Leguizamo, Julio Sosa, Walter Gómez, Walter Vidarte, Tincho Zabala, Washington Rivera, Matos Rodríguez, Florencio Sánchez–; que la mejor playa argentina fuera Punta del Este; tomar mate en termo, etc. Pero, como suele acaecer en los connubios, la repetida frecuentación llevó al hastío y a desear otros amores. Cuál engañaría al otro era sólo cuestión de oportunidad. Les tocó primero a los orientales, y hacerlo con la impoluta Finlandia. Y eso convirtió a la Reina del Plata en algo más bajo y menos soberano: una especie de virreina o, para decirlo mejor, en un cornudo. Y como se ha notado desde tiempo inmemorial, el consorte engañado también aquí fue el último en enterarse. La SIDE y demás servicios, tan rápidos y exactos para identificar a elementos opositores a los gobiernos de turno, ¿no sospecharon que cuando en Pontevedra bramaban por los olores a podrido que infectaban los aires de Galicia, a la larga llevarían a mudar las papeleras a suelos más amistosos? ¿No entendieron que cuando Uruguay sembraba cientos de hectáreas de árboles para elaborar pasta de celulosa, ello suponía una planta ubicada en la costa del río? Con seguridad, quienes hacían “inteligencia” hace una o dos décadas, tenían en menos la opinión de los economistas, en particular la de aquellos especializados en economía ambiental o en localización industrial, que les podrían haber medido la magnitud del daño ecológico y la localización exacta de una planta de fabricación de pasta de celulosa. Hoy, gracias a estos “inteligentes” y a su desprecio del conocimiento, se está ante un hecho irreversible y el país debe prepararse para pagar altísmos costos ecológicos y lamentarse inculpando a los vecinos de “localización unilateral” de un “emprendimiento ilícito, autorizado y desarrollado sobre un recurso fluvial compartido, en violación de un tratado bilateral”. La cultura popular denomina a tales quejas “lamentos del cornudo”.

Inestabilidad

Cuando uno estudia la carrera de Economía aprende que algunos teoremas no se cumplen cuando los mercados no son competitivos, y que sí lo hacen cuando lo son. ¿Y cuáles lo son? Se dice: los mercados agropecuarios, el mercado cambiario, las bolsas de valores. Pero la historia dice que las bolsas fueron el escenario preferido de las burbujas financieras: la Bolsa de París (1720); la de Buenos Aires (1890); la de Nueva York (1929). El nombre de “burbuja” viene de “burbuja de la Mar del Sud”, como se llamó a un caso de especulación. Esto pasó: en Gran Bretaña, desde 1711, operó la Compañía del Mar del Sur, beneficiaria del monopolio del comercio con América del Sur e islas del Pacífico. En 1719 sus directores propusieron al gobierno un plan: a cambio de futuras concesiones, la compañía ofrecía hacerse cargo de toda la deuda nacional, y pagar a cambio 3,5 millones por el privilegio. Los directores buscaban convencer a los tenedores de deuda pública que la canjearan por acciones de la Mar del Sur; las acciones se emitirían con un premio elevado y así se compraría una cantidad de títulos de la deuda pública, que quedarían extinguidos con la emisión de una cantidad pequeña de acciones. Además, cuando este proceso se hubiera concretado la compañía todavía recibiría del gobierno la suma de 1,5 millón de libras por año como interés. El plan se aceptó en 1720, y la compañía licitó por 7,567 millones. En pocas semanas la Compañía convenció a la mitad de tenedores de deuda pública a hacerse accionistas de la Mar del Sur. Entre tanto el valor de las acciones de la Compañía se apreció constantemente, y al lanzarse el nuevo plan el público comenzó a comprarlas frenéticamente. De 128,5 a principios de año, el precio en julio tocó las 1000 libras. A este premio los directores vendieron cinco millones de acciones. “En cada café de Londres –escribió Churchill– hombres y mujeres invertían sus ahorros en una empresa que se llevaría su dinero. La credulidad del público no tenía límite.” En agosto empezó la baja de las acciones de la Mar del Sur. En noviembre cayeron a 135 y en cuatro meses más las acciones del Banco de Inglaterra bajaron de 263 a 145 libras. Miles se arruinaron y muchos que adeudaban gruesas sumas debieron huir del país. “Las fuerzas ciegas del mercado no llevan la economía al servicio del hombre –escribió Francisco Valsecchi en 1979– por su falla congénita, la inestabilidad.”

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