Adelantar o no la hora en primavera y verano implica una opción entre el interés privado y el social. Si el huso horario no se acomoda al máximo aprovechamiento de la luz natural, las compañías eléctricas venderán más kilovatios, la gente pagará facturas más abultadas y se sacrificará el ahorro de energía, que es un objetivo valioso para la sociedad en su conjunto pero no para los intereses que ganan con su producción y venta. Cuando durante el menemismo se optó por dejar quieta la hora, esa decisión implicó un triunfo de lo privado por sobre lo colectivo. Ahora la idea es invertir la prioridad.
Otro caso ilustrativo es el del peaje. Tiempo atrás, el economista Federico Sturzenegger explicaba que, siendo el principal gasto de una ruta la inversión necesaria para construirla, una vez que la obra está hecha lo lógico es que, para asegurarse una utilización máxima de la inversión, no se cobre por usarla. De modo que la manera de optimizar el aprovechamiento de esa inversión consiste en solventarla mediante impuestos generales, en lugar de cargarle el costo a los usuarios directos. Aquí, de nuevo, chocan dos lógicas opuestas.
En la realidad, sin embargo, también pueden filtrarse otras cuestiones no tan diáfanas. En el caso de la luz, hoy está influyendo el temor a una crisis eléctrica, provocada por la falta de inversiones. Se querría bajar la demanda para que alcance la oferta, mientras se rediscuten con las privatizadas contratos y tarifas. En cuanto a las rutas y otras infraestructuras, sujetar las inversiones a los fluctuantes recursos fiscales puede ponerlas en peligro, como ocurrió históricamente en el país.
No hay, por tanto, situaciones puras. Con adoptar los criterios más razonables desde lo social y económico no se ha hecho todo lo necesario. Quedan también otras cuestiones a asegurar, que suelen desdeñarse en las épocas en que un golpe de péndulo ideológico desacredita todo lo opuesto e instala un nuevo paradigma.