ENFOQUE
› Por Alejandro Otero *
La crisis global va dando lugar a una recomposición sistémica que dista mucho de acercarse siquiera a las entusiastas esperanzas de reforma del capitalismo financiero que se desataron en sus inicios. Con los primeros estertores de las hipotecas de baja calidad y con el colapso de algunos de los gigantes del mercado, muchas voces clamaban por nuevas formas de regulación y coordinación internacional del capital financiero. Se miraba al FMI como uno de los grandes responsables del desastre y los foros de mandatarios internacionales (G-20) debatían posibles nuevos rumbos. El Estado volvía a ser visto como parte de la solución. Hasta la tasa Tobin comenzó a ser considerada. Sin embargo, algunos advertían que las formas de intervención que empezaban a insinuarse no necesariamente eran virtuosas. Que podían no conducir a una nueva articulación progresista entre Estado y mercado. Que, por el contrario, podían incubar una recomposición de esa articulación en condiciones semejantes a la preexistente con un mayor nivel de concentración económica, desigualdad social e inestabilidad creciente. Se asiste hoy a una inversión de términos. La crítica a los mercados ha sido sustituida por una nueva cantinela disciplinadora, orientada a disminuir las coberturas sociales, reducir el gasto público, asegurar el alivio fiscal del capital y desentenderse del nivel de empleo. Grecia, España, Portugal e Islandia encabezan el experimento. La crisis una vez más se desnuda como instrumento de disciplinamiento social y los avances en la calidad de vida de los sectores populares se ven amenazados por la contraofensiva de quienes a despecho de cualquier idea de progreso desplazan sobre los más débiles los costos de su propio accionar.
Una vez más, el Estado se encarga de socializar los costos del desatino de los actores del mercado.
Nuestras experiencias latinoamericanas de confrontación y superación del neoliberalismo, con sus más y sus menos, perseveran y resisten en favor de recuperar una mayor autonomía del Estado en el diseño y conducción de la política económica. Evitando el camino del ajuste, nuestras experiencias preservan una esperanza para la política como vehículo útil hacia una vida mejor.
En ese contexto, entre las contradicciones manifiestas del proceso político social que vive la Argentina se destaca la ausencia de una construcción política acorde con las políticas de transformación y superación de la era neoliberal que se vienen impulsando. De modo menos evidente se hace notar la demora en la generación de un Estado consistente con el nuevo modelo de acumulación que se viene intentando gestar. Sin dudas, una y otra cuestión, construcción política y adecuación del Estado, pueden ser vistas como dos caras de una misma moneda. La reciente crisis por el uso de las reservas puso una vez más sobre el tapete la necesidad de contar con competencias, cuadros políticos técnicos y articulaciones sociales e institucionales capaces de viabilizar políticas contrarias al legado neoliberal.
En los tempranos ’90, la arremetida neoconservadora introdujo un concepto de reforma del Estado que rápidamente tornó en hechos: privatización, desregulación, alivio fiscal al capital, retiros voluntarios y descentralización resultaron las vías de esta reforma. La misma implicó la adaptación pasiva del Estado a las nuevas condiciones de la acumulación capitalista. Sus resultados son más conocidos en términos macroeconómicos que en materia de capacidad de gestión estatal. De hecho, es notorio y ampliamente difundido el aumento de la concentración del capital, la transnacionalización de la economía, la “primarización” de la actividad económica, la expansión inédita del desempleo, la pobreza y la exclusión de las mayorías populares que acompañaron estas reformas. Por su parte, las consecuencias de la pérdida de incumbencia en la economía, del desuso de la capacidad de regulación, del deterioro de la capacidad de gerenciamiento público y de la fragmentación de servicios estatales han sido menos consideradas. Sin embargo, al momento de “torcer” la inercia estatal de la década de 1990, a la hora de desafiar la pasividad del Estado frente al mercado, al requerir la capacidad de gestión de las organizaciones públicas, los resultados de aquellas reformas se manifiestan en todo su esplendor como eterno reaseguro para la continuidad de un tipo de acumulación que, necesariamente, demanda un Estado ausente. Existe la posibilidad de enfrentar con políticas públicas exitosas cuestiones pendientes como la inflación, la reforma del rol del Banco Central y la regulación del sistema financiero, la reforma tributaria, la integración en el Mercosur, entre otras.
La conformación del Estado actual, fundamentalmente su falta de hábito para problematizar y resolver los padecimientos de las mayorías populares por fuera de los paradigmas dominantes, constituye una debilidad relevante para acompañar políticas de sesgo progresista... El país parece necesitar, para asumir con oportunidades de éxito la tarea de revisar la distribución del ingreso, una transformación (o reforma) del Estado casi revolucionaria en condiciones no revolucionarias. He ahí la cuestión.
Un núcleo duro del legado neoliberal al interior del Estado se expresó en el Banco Central. Pero situaciones semejantes pueden encontrarse en distintas áreas del sector público. Ese núcleo duro, que en el límite suele operar como un verdadero cancerbero del neoliberalismo, se reproduce en varios de los países de la región y no se limita a un determinado marco legal. Se trata de una burocracia afín a un ideario conservador, con prácticas y competencias suficientes para retardar u obstruir cambios. Vencer ese núcleo duro implica algo más que intentar conducirlo.
De hecho, puede hasta resultar ingenuo pensar que el tema se resuelve posicionando al frente de estos organismos a una conducción comprometida con el proyecto nacional. Esa es una condición necesaria. Vencerlo supone asumir un plan de transformaciones que por lo general demandan tiempo y perseverancia. Cuanto antes empecemos, mejor.
Hoy se trata de incorporar las instituciones, los actores, las formas organizacionales y las competencias que permitan resolver las cuestiones actuales de acuerdo con los intereses de las mayorías populares en el marco del asentamiento sustentable de un modelo de desarrollo productivo con inclusión social. Una tarea indispensable en la defensa de las conquistas logradas al presente y las transformaciones pendientes a futuro
* Ex titular de Rentas de la Ciudad de Buenos Aires y presidente del Frente Grande - Capital.
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