ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
En general los migrantes dejan sus países de origen en busca de una vida mejor. Lo lógico, entonces, es que los flujos migratorios se dirijan de los países menos desarrollados a los más. El migrante forma parte, además, de una categoría especial de la población: la de quienes no se resignan a una existencia insatisfactoria. Para el mundo capitalista de la producción, los valores y los deseos de progreso que traen los migrantes resultan altamente deseables. Los datos de la EPH muestran, por ejemplo, que la tasa de actividad de los migrantes es 2,5 puntos superior a la media. Por estas razones, entre muchas otras, las migraciones dinamizan la estructura de las sociedades receptoras. En América latina, Argentina resulta un ejemplo paradigmático. La inmigración de la primera mitad del siglo XX dio origen transgeneracional a la clase media más importante de la región. Un contraejemplo es Chile, país que no recibió estos flujos y cuya sociedad permaneció mucho más estratificada.
Sin embargo, desde los picos previos al primer centenario, el fenómeno inmigratorio se encuentra en retroceso. El censo de 1914 mostraba que un 30 por ciento de la población local había nacido en el extranjero. Los migrantes eran además casi la mitad de la fuerza de trabajo. La Argentina de las primeras décadas del siglo XX llamaba, no con su desarrollo, pero sí con salarios reales más altos que los europeos y competía de igual a igual con otros polos de atracción de la época, como Estados Unidos, Canadá o Australia. Ya antes de la Segunda Guerra Mundial las condiciones cambiaron, situación que se consolidó en la posguerra. El censo de 1947 mostró que la proporción de extranjeros se había reducido a menos de la mitad (15,4 por ciento). Desde entonces, la declinación de los inmigrantes fue constante, hasta reducirse al 4,2 por ciento de la población total en el censo de 2001.
Sin embargo, aunque el país dejó el podio de los destinos mundiales más deseados, por su desarrollo relativo continuó atrayendo a los migrantes de la propia región. “Continuó”, no “comenzó”: la inmigración desde los vecinos regionales no es un fenómeno nuevo. Se trata de flujos que, desde el comienzo de los tiempos censales, se mantuvieron relativamente estables. El 2,6 por ciento de la población en 1914 y el 2,8 en 2001 eran nacidos en países limítrofes y Perú. En otras palabras, el stock de extranjeros se redujo notablemente, pero el flujo proveniente de la propia región se mantuvo constante.
El dato nuevo, entonces, no es la cantidad, sino que, especialmente en las últimas dos décadas, la inmigración de los vecinos se visibilizó al acrecentarse su proporción en el total de extranjeros. De alrededor del 10 por ciento en 1947 pasaron a más del 66. Y al visibilizarse, los migrantes comenzaron a ser percibidos por algunos actores como una amenaza para los mercados de trabajo y para la provisión de servicios públicos y asistencia estatal. Esta competencia, real o presunta, por los recursos “propios” de los nacionales no es otra cosa que el sustrato económico de la xenofobia, por ello el sentimiento suele germinar con más potencia en los períodos de crisis.
El presente de la economía local, no obstante, está lejos de toda crisis y, además, los inmigrantes no representan una competencia con los locales, ni por trabajos ni por servicios educativos y de salud. Esto lo saben bien muchos de los empresarios que los contratan, formal o informalmente. En el 46 Coloquio de Idea del pasado octubre se presentó un completo repaso sobre el impacto de esta inmigración. La investigación, realizada por el economista Ernesto Kritz, presenta indicios para interpretar por qué los recelos contra los inmigrantes son más perceptibles entre las clases medias bajas y bajas del Area Metropolitana de Buenos Aires (AMBA: Capital más conurbano). Aquí los inmigrantes que provienen de países limítrofes y Perú pasaron del 5,4 por ciento de la población en 2003 al 6,3 en 2009, un crecimiento del 24 por ciento. En otras grandes ciudades, en cambio, estos inmigrantes sólo representaban el 1,8 por ciento en 2003 y el 1,9 en 2009. Un dato complementario para la visibilidad es que en el AMBA el 35 por ciento de estos migrantes se concentra en 4 barrios: Villa Lugano, Flores, Balvanera y Nueva Pompeya.
En términos de empleo, quienes llegan de países limítrofes más Perú ocupan el 5 por ciento del total de puestos de trabajo existentes, con un pico del 8,5 en el sector informal. Sus retribuciones se ubican, en promedio, 30 por ciento por debajo de los locales. Seis de cada diez migrantes trabajan en la construcción, el servicio doméstico y el comercio. Mirando la evolución del período de fuerte crecimiento del empleo 2003-2009, este universo ocupó el 7 por ciento de los nuevos empleos informales y el 3 de los formales. Los números reflejan las limitaciones de acceso a los puestos de mayor calificación, un poco por formación, pero también por limitaciones de documentación y, muy probablemente, por discriminación.
En general, puede concluirse que los migrantes de países limítrofes y Perú no constituyen una competencia para los trabajadores nacidos en el país, incluso para los de menores ingresos, quienes, sin embargo, los ven más cerca.
En cuanto a la competencia por los servicios del Estado, la otra supuesta amenaza, sólo el 5 por ciento de los asistentes a escuelas públicas provienen de hogares inmigrantes. Se observa también que el porcentaje de menores de entre 4 y 19 años que asisten a la escuela es más bajo que el de la población local, lo que en parte se explica por un ingreso más temprano al mercado de trabajo. De todas maneras, el nivel educativo de los hijos es mayor al alcanzado por los padres.
Respecto de la demanda de servicios de salud, el trabajo de Kritz sostiene que “no es determinante, pero tampoco marginal”. El universo de migrantes bajo análisis representa a nivel nacional el 10 por ciento del total de hogares sin cobertura de salud, pero el 12 por ciento en el AMBA, fundamentalmente porque son los más afectados por la pobreza, aunque aun así son menos del 8 por ciento del total de pobres.
Una primera conclusión de los números es que la “amenaza extranjera” no existe y no hay sustrato económico real. ¿Por qué entonces las recientes manifestaciones xenófobas? Aquí se entra a una dimensión ajena a la economía. Quizá la de quienes vacacionan por el mundo y trasvasan “soluciones europeas para los problemas argentinos” (¡Perdón Barcelona!), o la de quienes no toleran el lento progreso del vecino laborioso. Pero nada de esto alcanza. El odio al extranjero necesita también de la degradación simbólica del otro, de un sustrato racista. El nazismo es el ejemplo más acabado. En la propaganda nazi, el envidiado judío rico no sólo se apropiaba de la riqueza de los “verdaderos” alemanes, sino que, por las dudas, se lo presentaba como un ser humano degradado y abyecto. Gitanos delincuentes, musulmanes terroristas, chicanos narcos, sudacas, “chinos”, bolitas, paraguas, perucas; siempre la amenaza del otro, del diferente. Visto en perspectiva histórica, lo más doloroso es que la excrecencia ideológica de la xenofobia se manifieste en un país donde los flujos migratorios forman parte de sus rasgos constitutivos. Quienes hoy discriminan son los descendientes de los discriminados de ayer. En tiempos de fiestas es posible, sin embargo, ensayar una respuesta más optimista: en ausencia de su principal sustrato, el económico, la excrecencia podría ser sólo una pústula pasajera, el resultado transitorio de la manipulación política de acuerdo a fines de algunas de las peores dimensiones del alma humana
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