Domingo, 31 de julio de 2011 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
En el ajetreado verano de 2010, la Presidenta echó al por entonces presidente del Banco Central, Hernán M. Pérez Redrado. Entre las contradicciones iniciales de la administración de Néstor Kirchner se contaba el haber nombrado, en el temprano 2004, al Golden Boy de Domingo Cavallo al frente de la autoridad monetaria. El lobbista del sector financiero supo ajustarse al cambio de época por algunos años pero, aparentemente, nadie deja de ser lo que siempre fue. A partir de la embestida del bloque agromediático tras la 125, que la actual administración respondió con un vuelco progresista y, en particular, luego del sacudón de las elecciones de 2009, Redrado creyó entrever un nuevo cambio de época e intentó enjugarse de lo que, advertía, sería un inconveniente pasado kirchnerista. Necesitaba adelantarse a futuros reproches de los sectores más rancios del establishment y decidió convertirse en el adalid de una presunta defensa del patrimonio público: las reservas del Banco Central. La historia es conocida, pero el enredo generado por Redrado seguramente sumará a la colección de relatos insólitos de la historia económica local aunque, por suerte, uno de esos cuyo desenlace ruinoso no pudo ser.
Escudado en la presunta intangibilidad formal de las reservas, el lobbista pretendía impedir el uso de las divisas públicas para el pago de la deuda pública. Desde la perspectiva de la política económica, seguir este camino suponía, inevitablemente, tres opciones o un mix de ellas: 1) un innecesario default parcial de la deuda; 2) restringir el gasto público en un momento en que era necesario superar los efectos recesivos de la crisis internacional o 3) recurrir a nuevo endeudamiento.
Quienes privilegian las intenciones personales a los hechos económicos sugieren, con alguna evidencia, que esta última era la verdadera intención del ex Golden Boy, pero el hecho ya es anecdótico. La realidad es que cualquiera de las tres opciones habría sido desastrosa para la economía: nada menos que aplicar un innecesario ajuste recesivo en un momento de baja del ciclo, la pérdida de grados de libertad de la política económica y volver a subordinarse a la lógica de los poderes financieros. Quizá por las tres razones, la siempre constructiva oposición a pleno repitió hasta el hartazgo el sonsonete de la “apropiación de las reservas” y apoyó hasta donde pudo al funcionario despedido, que hasta incluyó la mise en scène de atrincherarse en las oficinas del Central, todo ello con el empujoncito cautelar de la “Justicia” exprés.
Finalmente, el vaticinio apocalíptico del vaciamiento de las reservas jamás se produjo, sino todo lo contrario: tras el pago de deuda, las reservas internacionales son hoy más altas que entonces.
Desde el presente la síntesis es sucinta: el bloqueo a la política económica intentado por el lobbista bancario y la banda que todavía lideraba, en los diarios, la ex estrella mediática Julio Cobos carecía absolutamente de razones económicas. Las razones eran estrictamente políticas: si no hacer negocios, poner palos en la rueda, lo que entre el gorilismo enfebrecido se imaginaba como estocada final.
Desde la rigurosa actualidad toda esta saga resulta asombrosamente similar al presente estadounidense.
A primera vista es extraño escuchar que Estados Unidos puede entrar en default. Se supone que un país cae en cesación de pagos cuando ya no es capaz de refinanciar sus pasivos. De ninguna manera es el caso. Para empezar, Estados Unidos tiene una posibilidad que no tiene ningún país del mundo, la de emitir dólares para pagar sus deudas. Adicionalmente, los Bonos del Tesoro son un refugio de valor para inversores de todo el planeta y no dejaron de colocarse a tasas bajísimas, incluso negativas (menos de 1,5 por ciento nominal anual a 5 años), aun entre los pronósticos más sombríos durante la crisis de 2008-2009. El margen de Estados Unidos para seguir colocando deuda es, sin exagerar, inconmensurable. Sin embargo, “el gran país del Norte” también tiene sus Redrados y sus Cobos. Y también existen allí algunas cláusulas formales para justificar una lucha política a todo o nada.
El dato formal es que el Tesoro enfrenta un techo o límite en la relación deuda/PIB determinado por el Congreso. La última relación establecida de 14,3 millones de millones de dólares, alrededor del 100 por ciento del PIB, ya fue superada y, en algún día entre el 2 y el 10 de agosto, el Tesoro debería emitir nueva deuda para refinanciar pagos. Pero sucede que el Congreso es actualmente controlado por la oposición republicana, deseosa de golpear al desangelado gobierno demócrata a cualquier costo, aun al más insólito. Allí también se propone a la administración de Barack Obama la alternativa del ajuste en un momento de declinación del ciclo económico, con acompañamiento del FMI y amenazas de baja de notas de las incalificables calificadoras de riesgo, finalmente; un poco de la propia medicina que en el pasado supieron imponer al resto del mundo.
No se trata de mirarse el ombligo, pero después de las recientes historias sobre los PIIGs europeos, invitados a verse en el espejo argentino, la oposición estadounidense también debería verse en el espejo de sus pares del sur. A partir del affaire de las reservas del Central primero y del intento posterior de desfinanciar a la Anses vía el 82 por ciento móvil, la oposición argentina perdió rápidamente credibilidad entre los sectores informados de la población, que dejaron de verla como alternativa de gobierno. Quizá los republicanos estadounidenses podrían aprender de los repúblicos argentinos que la pelea a todo o nada, cuando llega al extremo de prescindir de los intereses de la Nación, puede tener costos concretos en términos electorales
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