Dom 15.09.2013
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ENFOQUE

Dibujos y exotismo

› Por Claudio Scaletta

Cuando, en años recientes, el Gobierno presentaba presupuestos que sostenían un crecimiento más bajo al esperado por “el mercado”, toda la oposición, de todos los signos, sostenía que lo hacía para apropiarse de la diferencia. La vía era la libre disponibilidad sobre los mayores impuestos recaudados, dado un PIB final real más grande. Ahora, cuando a muchos economistas les gustaría esperar para 2014 un crecimiento inferior al 6,2 por ciento y menor al 5,1 para 2013, se vuelve a acusar al Gobierno de dibujar los números, pero en este caso por sobreestimación.

Frente a las perspectivas oficializadas esta semana, se pueden decir muchas cosas. Lo primero es que resulta predecible que los opositores se opongan. Esa es su tarea al margen de la coherencia histórica. Lo segundo, más importante, es que la fallida intervención del Indec, sólo explicada circunstancialmente y sotto voce, brindó efectivamente una herramienta para el descreimiento general en los números públicos, los que ofrecen una certeza similar a la del “IPC Congreso”.

Haber perdido la credibilidad del instrumento de medición, tanto de la inflación como de otros indicadores, es un verdadero engorro. Para los economistas, la sencilla tarea de obtener una radiografía de la marcha de las cuentas nacionales a través del análisis de los números públicos se volvió azarosa. En el balance de época el caso Indec se ubicará en el debe.

Luego están los efectos reales. Como los números públicos perdieron credibilidad entre los actores de la sociedad civil, los efectos de subestimar la evolución de los precios fueron limitados. A partir de la intervención estadística, los indicadores oficiales dejaron de usarse, por ejemplo, para negociar salarios en paritarias. Así, la manipulación no influyó en la puja distributiva, es decir, en la principal causa de la inflación real. La segunda causa, el derrame de la inflación internacional, es exógena por antonomasia.

El resultado también fue negativo desde la visión más tradicional de las “expectativas inflacionarias”, pues asumir la subestimación como un hecho es exactamente lo mismo que tener expectativas por un número mayor. Para los monetaristas “a la Argentina”, los únicos en el mundo que siguen creyendo que la cantidad de dinero depende fundamentalmente de la emisión (cuando en realidad el grueso del dinero es creado por los bancos y la variable fundamental es la tasa de interés), el dato oficial indica a lo sumo el ocultamiento de los efectos de una “emisión descontrolada”.

En este marco, sorprendió el diagnóstico de campaña de parte de la oposición, el Frente Renovador, que como Plan Antiinflacionario desde un futuro Congreso presentó tres proyectos de ley. Uno fue la creación de un nuevo Indec, pero con otro nombre, Agencia en vez de Instituto, y el contenido de rigor para garantizar independencia: dirigencia ingresada por concurso y autarquía financiera. Seguramente, cualquier gobierno que reemplace al actual deberá hacer algo con el Indec, pero la pregunta es otra: ¿Cuál es el diagnóstico que lleva a creer que la solución de la credibilidad en el número sirve para combatir la inflación? Sincerarse es un buen punto de partida, pero nada más.

La segunda ley presentada es la creación de un “área de reducción de la inflación en el ámbito de la Defensoría del Pueblo”. Se trata de una propuesta exótica. Los defensores del pueblo son elegidos por las legislaturas, en el caso de la nacional, por el Congreso. Su tarea fundamental es la protección de derechos. Y si bien entre los derechos humanos de segunda generación están los económicos, la política antiinflacionaria es una tarea del Ejecutivo: en concreto, de la política económica, monetaria y fiscal, en sentido amplio. Consciente de su propio desvío, el proyecto sostiene en su último artículo que todas las propuestas, sugerencias y recomendaciones a generar “no son vinculantes”. Lo notable, para los que buscan ideología, es el apartado d) del artículo 2: “Aplicar medidas y corregir distorsiones en materia de incentivo a la cadena de producción agropecuaria, de manera de compatibilizar el incremento de la producción presente y futura con los equilibrios de precios en el mercado interno”, todo un guiño para la oligarquía agraria.

La tercera ley sigue el tono de los aportes de propuestas, pero con explicitación de metas. Se trata de la creación de un consejo de inversión y desarrollo para la “coordinación de las diversas ramas de la política macroeconómica”. Estaría integrado por los ministros de Economía, Trabajo, Agricultura, Industria y Planificación, más el titular del Banco Central. Su tarea sería fijar metas de crecimiento, inflación, gasto e inversión pública, “presión” tributaria y pautas salariales. También “formular y planificar una política monetaria tendiente a garantizar la estabilidad de la moneda y del crédito”. Un punto clave es que el consejo debe “presentar sus objetivos ante ambas Cámaras del Congreso de la Nación y explicar cualquier desvío que se produzca, junto con propuestas de medidas correctivas”.

De la lectura de los proyectos surgen dos datos centrales: desde el punto de vista económico se trata de un “no plan”, por ausencia de diagnóstico sobre las causas de la inflación y por ausencia de medidas de política macroeconómica para combatirla. Desde el punto de vista político, en tanto, emerge la voluntad de condicionar al Ejecutivo desde el Legislativo, lo que entraña imaginar una mayoría propia en el Congreso; vender la piel del oso antes de cazarlo. Una segunda lectura política es la voluntad de no atarse ideológicamente a ningún plan, una tónica de campaña. El problema es que de la lectura detenida de los proyectos emerge clara su ideología

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