Domingo, 23 de noviembre de 2014 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
Tres factores; 1) los resultados dispares de la política industrial de la última década, 2) la disputa al interior de las clases dominantes locales por el modelo de desarrollo y 3) la reaparición de la restricción externa facilitaron el contexto para que, en los últimos meses, reaparezca en el debate público la recurrente temática de si Argentina podría disfrutar de una economía similar a la de Canadá o Australia. Al revuelto de ofertas modélicas también se sumaron algunos países nórdicos, como Noruega. El lector entrenado sabe que estas representaciones son apriorísticas. Su clave interpretativa reside en el factor dos, la irresolución en la elección del modelo de desarrollo. Lo que se quiere decir, en general, es que no hay necesidad de enmarañarse en quijotadas “estalinistas” como el desarrollo industrial y su conflictividad, si se tiene a disposición, sin mayores esfuerzos, al floreciente sector agropecuario complementado, a lo sumo, con minería y energía. En esta línea, países como Australia, en el que el 60 por ciento de sus exportaciones son productos primarios y casi un 20 por ciento servicios, pero que a la vez disfrutan de un elevado ingreso per cápita, lucirían como un paraíso posible. La prosa superficial sintetizó estas ideas en un axioma ontológico: “Ser canguro”. Debe reconocerse que la idea es atractiva, pues sería posible pasar al Primer Mundo evitándose el complejo catch up tecnológico y concentrándose en el campo y los servicios. Finalmente también el modelo noruego tiene poca industria y mucho de aprovechamiento de recursos naturales. Quizá se pueda ser canguro y casarse con una nórdica.
Generalmente las respuestas que reciben este tipo de razonamientos son de raíz prebischiana, es decir: se sostiene que el desarrollo industrial es necesario porque no se puede quedar expuesto al deterioro de largo plazo en los términos del intercambio y se necesita producir bienes con una mayor elasticidad ingreso en los mercados mundiales. Otros argumentos se concentran en el tamaño de la población, pues la actividad de base primaria no alcanzaría para sostener un ingreso per cápita alto en un país populoso, o en razones distributivas: la industria como generadora de empleos de calidad. Todas estas respuestas son atendibles y también sujeto de debate. Sin embargo, ninguna ataca el problema fundamental de por qué el país no podría disfrutar jamás de las condiciones de Canadá o Australia. Contra muchas explicaciones tradicionales, como la cultura, las instituciones y el sistema político, la respuesta está en razones económicas más triviales y concretas fuertemente determinadas por la geopolítica y la historia, sendos detalles ignorados por la argumentación ontocanguril.
Un trabajo presentado recientemente en la Universidad Nacional de Moreno por los economistas Eduardo Crespo y Nicolás Bertholet, “El desarrollo económico de Argentina, Australia y Canadá a la luz del contexto internacional”, destaca que los últimos dos países pertenecen a la órbita anglosajona en general y al Commonwealth en particular. Hasta la Segunda Guerra fueron socios privilegiados del imperio británico y en el presente, un dato significativo más, son parte del sistema de seguridad planetaria liderado por Estados Unidos. “Este rol dentro del sistema interestatal, señalan los autores, les garantiza condiciones financieras y militares muy distintas a las que debe afrontar un país en la posición geopolítica de Argentina. Pertenecer tiene sus privilegios también en materia de desarrollo económico.”
Las consecuencias económicas de esta pertenencia son especialmente comprensibles desde la perspectiva local: se trata de países que no tienen problemas de balanza de pagos. Australia, por ejemplo, tiene déficit de cuenta corriente desde la década del ’60. Solo tuvo un breve superávit de un trienio durante los ’70 y jamás tuvo problema para financiarlo. El caso de Canadá no es tan marcado, pero también tuvo largos períodos de déficit durante la etapa. Se trata de situaciones similares a las de Estados Unidos, con déficit externo permanente desde los ’80 o del Reino Unido también en déficit crónico desde entonces. Estos países pueden darse este lujo porque, en distinta medida, son emisores de moneda internacional y sus títulos de deuda se colocan fácilmente en los mercados, no precisamente por el estado de sus “fundamentales” o sus instituciones, sino por su posición relativa en el escenario global. En concreto, en el ranking de monedas utilizadas como reservas internacionales por los bancos centrales de todo el mundo, el dólar canadiense ocupa el quinto lugar y el australiano el sexto. En cuanto a su uso en el comercio mundial, la moneda australiana ocupa el quinto lugar y la canadiense, el séptimo.
En diálogo con Cash, Crespo, una de las mentes más lúcidas de la heterodoxia latinoamericana, explicó que desde la década del ’50 del siglo pasado al presente, sólo catorce países entonces subdesarrollados se consideran hoy dentro del grupo de los desarrollados. “Podemos decir que hay que sustituir más importaciones, que hace falta más industria, que en el sector energético las cosas podrían haberse hecho mejor, o que se necesita más entrada de capitales, pero los números y la experiencia internacional indican que conseguir el desarrollo no es, como mínimo, tarea fácil; depende de muchos factores, desde la geopolítica hasta un poco de suerte. Pero en la comparación típica con Canadá o Australia alcanza con hacerse una sola pregunta: ¿cómo sería la economía argentina si desde tiempos de Arturo Frondizi, por ejemplo, nunca hubiese tenido que asumir las consecuencias paralizantes, de interrupción de procesos, de un déficit de cuenta corriente?”.
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