Dom 06.09.2015
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ENFOQUE

Relatos fantásticos

› Por Claudio Scaletta

Vistas en retrospectiva, las publicidades electorales dicen mucho sobre los deseos y la realidad de cada época. Hay una de Carlos Menem especialmente representativa. Es de 1999, sobre el final del ciclo de una década de políticas neoliberales duras. El spot es un verdadero sincericidio. Comienza con una “esposa joven”, morocha, buscando physique du rôle conurbano, diciendo que Menem “no le cae bien” porque “mi marido está sin trabajo” (dejemos de lado la cuestión de género para no abrumar) y “si él (Menem) quisiera, podría resolver el problema del desempleo”. Conocedora del entorno a pesar de su mala suerte, agregaba aquello que el menemismo consideraba sus logros: “Pero tenemos buenas rutas, teléfonos, puertos, no sólo no hay más inflación, sino todo lo contrario, hay estabilidad, una moneda fuerte, y hoy el país tiene respeto internacional. Por lo que yo sé, eso es lo que más atrae a las empresas, entonces vea si no tengo razón. ¿Qué estaba haciendo el presidente Menem durante todo este tiempo que no terminó con el desempleo?”. Con afán didáctico una voz en off, masculina y paternal, respondía y explicaba nuevamente: “Estaba, justamente, creando las condiciones para que la Argentina pueda generar los empleos que necesita. Y eso sólo sucede cuando el país no tiene inflación, cuando tiene estabilidad, una buena infraestructura, y una economía moderna. Es así que vamos a atraer más inversiones, garantizar el crecimiento y vencer definitivamente el desempleo”. Y terminaba: “El no hizo todo, pero que hizo mucho nadie puede negarlo”. El spot está en YouTube.

Traer a 2015 una publicidad de 1999 es útil porque en la escena están presentes los resultados reclamados hoy por quienes se dicen portadores del “cambio”. La utopía neoliberal parecía alcanzada, pero el desempleo seguía siendo un problema muy grave. El metamensaje para la esposa joven, advertida y preguntona, que seguramente contribuyó al triunfo del adversario, era terrible, como para despedir al publicista: seguí esperando la carroza que ya van a llegar las inversiones porque somos un país serio, estable, con una economía “moderna” y el imperio nos ama. Para colmo, la promesa era bastante añeja, venía desde fines de los ‘80. Ahora había baja inflación, pero no había trabajo, había una moneda “fuerte”, pero no podía traerse a la casa. Sin derivar en la sustancia de las verdades afirmadas por el spot, algo que demostraría la crisis de 2001-2002, la publicidad confesaba la falsedad de la teoría del derrame. Podían pasar muchas cosas presuntamente positivas como para publicitarlas, pero una parte importante de los trabajadores las veía pasar con la ñata contra el vidrio.

El spot, al igual que muchos en el presente, no distinguía causas de efectos. En 1999, una inflación relativamente baja era consecuencia de la ausencia de puja distributiva como contrapartida, precisamente, del alto desempleo, del inicio de la recesión que para entonces llevaba un año, y de una estabilidad cambiaria sostenida estrictamente con entrada de capitales vía endeudamiento. El “respeto internacional” era el eufemismo para las “relaciones carnales” con Estados Unidos y la subordinación a los organismos financieros.

Como si la historia no existiese, el discurso noventista todavía se repite en los medios frente a un espejo, sin cuestionamientos. Algunas columnas publicadas en La Nación, de consumo morboso, resultan paradigmáticas. No importan los nombre de los autores, algo cachivaches, porque no funcionan como voces propias, sino como notas de una melodía homogénea y sin sorpresas. Una música fácil de aprender, en la que los acordes son apenas tres o cuatro silogismos contables. Allí se cuenta, por ejemplo, que la Argentina está hoy sumergida en una crisis “peor que la de 2001” (sí, leyó bien), una crisis que está presente aunque “la gente no la perciba” (sí, también leyó bien). Pero si la debacle todavía no se manifestó y la gente no la percibe, por qué esta crisis invisible sería la peor de todas, la más profunda. La respuesta es porque se asiste a “la destrucción de ciertos valores”.

Aquí aparece un dato nuevo. Hasta avanzados los ‘90 los economistas del establishment reclamaban no hablar de política y limitarse al ámbito incontaminado de los modelos, a fines de aquella década sumaron el giro institucionalista y ahora se agrega la novedad del matiz conductista.

La dimensión institucionalista fue producto directo del fracaso de las políticas del Consenso de Washington. Una de sus manifestaciones fue el honestismo pre Alianza, que cuestionaba las formas, pero no el fondo. Los planes neoliberales no habían fracasado por sus limitaciones intrínsecas, sino porque se habían aplicado mal. Ya en tiempos de gobiernos populares se sumó la declamación republicana. No se trataba de un enraizado amor por las instituciones y la división de poderes. Si bien la posibilidad de respaldarse en un poder conservador como el Judicial forma parte del menú, la verdadera división a preservar es aquella que los tres poderes de la república cobijan, la que separa al Estado del mercado. La tirria no cambia, es siempre contra la interferencia estatal. Cualquier acción reguladora del Estado es “autoritaria” o, mejor, “inconstitucional”. Pero si además es en favor de los trabajadores y el consumo es “populista”. Las caricaturas republicanas son conocidas: las paritarias son fascistas, la Presidenta es una dictadora y si las elecciones se pierden por escándalo se denuncia fraude.

El matiz conductista quizá pueda leerse como manifestación de una nueva derrota cultural. Cual rugbiers, los ortodoxos suman a la oferta, la demanda y la república, los “valores”. “En estos 12 años –relata el columnista– se destruyeron ciertos valores básicos que deben imperar en una sociedad para que la economía pueda funcionar.” Los fundamentos microeconómicos de la nueva interpretación indican que “la calidad institucional es la que genera el contexto para atraer inversiones e inducir el crecimiento sostenido de un país, pero como esa calidad institucional se conforma de los valores que imperan en una sociedad, si se destruyen los valores se rompen los cimientos del crecimiento”. Como todo el mundo sabe el capital internacional sólo invierte en la península escandinava y allí donde todos los actores son buenos. Igual, el tono filosófico moral se modera enseguida: “Un país en el que se le ha hecho creer a una parte de la población que tiene derecho a vivir eternamente a costa del fruto del trabajo ajeno, es un país en el que se destruye la cultura del esfuerzo personal y el trabajo”. Tranquilos, no se trata de una crítica despiadada al capitalismo, lo nuevo no es tan radical. La cosa es al revés, quienes estarían chupándole la sangre a “los que trabajan” son los más pobres, todos aquellos que perciben algún aporte del Estado, devenido ahora en Robin Hood. “Si le hago creer a la gente que uno es pobre porque el otro es rico y, por lo tanto, hay que quitarle el fruto de su trabajo a los que invierten, se espantan las inversiones, no se crean puestos de trabajo y la pobreza, desocupación e indigencia se expanden a lo largo del territorio”. La morocha de la publicidad de 1999 seguro lo entendería. Pero si bien la crisis, aunque invisible para los no iniciados, es realmente grave, el giro conductista ofrece soluciones simples y breves: recuperar valores: “Volver a ser un país de personas decentes”. Ahí está

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