Domingo, 16 de octubre de 2016 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
El Presupuesto no es una ley de leyes ni un documento normativo de la relevancia de la que se lo inviste. Si sirve, en cambio, de hoja de ruta para saber la dirección en la que pretende avanzar un gobierno. Si los números para 2017 son o no un dibujo, más allá de la gran confianza que despertaron en algunos legisladores opoficialistas, se verá. Aunque existan cientos de economistas haciendo predicciones auspiciosas para el próximo año, la “verdad verdadera” es que las cartas aún no están sobre la mesa. A modo de ejemplo, agosto fue presentado con fórceps como el mes de los brotes verdes, pero en septiembre todos los indicadores relevantes de actividad volvieron a caer y para octubre se esperan resultados peores y un nuevo sobresalto inflacionario. Salvo las exportaciones agrarias, ninguno de los motores de la demanda parecen encenderse.
Los creadores de expectativas falsas ya comenzaron a corregir las predicciones de 2016 y el futuro más lejano, 2017, sigue siendo predicho sobre la base de variables que aún no sucedieron, como el shock de obra pública y la ya legendaria lluvia de inversiones. A ello se sumó el dato político de que el oficialismo no puede perder las elecciones de medio término en la estratégica provincia de Buenos Aires, lo que lleva a suponer que por la vía del gasto el gobierno será capaz de pausar o revertir la recesión inducida.
La gran esperanza, como se dijo, es la inversión, pero los números del Presupuesto no son precisamente alentadores. La proyección de inversión 2017 alcanza a 14,4 por ciento del PIB, pero se trata de una estimación, la única inversión definida con certeza en el Presupuesto es la pública, que será del 2,4 por ciento del PIB contra un consumo cuya participación en el Producto permanecerá –en el mejor de los casos, es decir, si se cumplen las proyecciones de crecimiento del 3,5 por ciento– estancado.
Sin embargo no hay que caer en la trampa de las discusiones cuasi bizantinas sobre si un punto más o un punto menos de crecimiento. ¿El gobierno tendrá éxito si cumple con su pauta imaginaria del 3,5 por ciento el año que viene y fracasará si crece al 1,5? No es ésta la pregunta. Los datos verdaderamente preocupantes del Presupuesto 2017 son los más evidentes y, notablemente, los menos discutidos y los que a nadie parecen preocupar: los que reflejan el sostenido déficit estructural de la economía.
A algunos lectores podrá parecerles repetido, pero es necesario insistir: La única restricción real de la política económica en países como la Argentina está dada por su solvencia en divisas. Crecer significa que aumente la magnitud del PIB, desarrollarse, en cambio, es transformar la estructura productiva para evitar la escasez de dólares y poder crecer con recursos propios. Dicho de otra manera: la economía podría crecer durante un período acotado y al mismo tiempo retroceder en su desarrollo. Ya sucedió en los ‘90. La convertibilidad no fracasó porque sobrevaluó el tipo de cambio, sino porque necesitaba de una constante entrada de dólares para funcionar, la que primero se cubrió con privatizaciones y luego con deuda.
Regresando al presente, a partir de 2011-2012 la economía comenzó a frenarse no sólo por el cambio del ciclo externo, que ayudó, sino por la escasez de divisas emergente de una transformación incompleta de la estructura productiva. El desafío a fines de 2015 era entonces profundizar el desarrollo. En su lugar, la nueva administración sólo avanzó en mejorar la rentabilidad empresaria a costa de los salarios y de tomar deuda desaforadamente gracias a las condiciones heredadas.
Tomar deuda para desarrollarse forma parte de la lógica del capitalismo y es un proceso que puede resultar virtuoso. Tomar deuda en dólares para financiar gastos corrientes es un absurdo económico incomprensible en tanto los gastos corrientes no son en dólares. Y más incomprensible aun si primero se tomaron decisiones de bajas de impuestos a los sectores más acomodados que desfinanciaron al erario.
El Presupuesto 2017 es una foto de esta nueva realidad. Para 2016 se espera un déficit comercial, exportaciones menos importaciones, de 646 millones de dólares. Esto podría entenderse como el “costo de la transformación”, por ejemplo debido a la importación de bienes de capital para importar menos al año siguiente, o un resultado transitorio emergente de las malas condiciones externas. Nada de eso, para 2017 el déficit proyectado del comercio exterior es aún mayor: 1866 millones, que saltarán a 3800 millones en 2018 y a 4900 millones en 2019, siempre de dólares.
Para encontrar semejantes niveles de déficit comercial es necesario remontarse a los momentos de auge de la convertibilidad. Para no abrumar con números piense el lector que la actual administración necesitará dólares no solamente para financiar el déficit comercial, sino también los intereses de la deuda, vieja y nueva, y dada su particular visión de la economía, también para cubrir déficit fiscal, que en 2017, siempre dando por ciertas las predicciones, sería del 2,4 por ciento (primario) con un resultado financiero negativo de 5 puntos del PIB. La suma para financiar todos los ítems demandaría una emisión de deuda en divisas de cerca de 30 mil millones de dólares, pero el Presupuesto 2017 prevé, por las dudas, 47 mil millones.
No hace falta hacer un ejercicio detallado de sustentabilidad financiera para saber adónde conduce un escenario como el que se proyecta. Una economía deficitaria en dólares, que toma descontroladamente deuda en divisas, lleva inexorablemente al aumento intertemporal de la dependencia y asegura por décadas la extracción colonial del excedente.
En la lucha ideológica por la significación teórica expresiones como “dependencia” o “colonial” fueron estigmatizadas y relegadas a los márgenes del mainstream político y económico. Sin embargo esto es lo que vuelve a suceder con la economía local: la recreación de la dependencia para la extracción colonial del excedente, la vuelta a la normalidad en la división internacional del trabajo, todo ello con el entusiasmo y las felicitaciones de Estados Unidos, Europa y los organismos financieros internacionales y dinamitando las alianzas regionales construidas en la década pasada.
Una economía como ésta, manejada por un puñado de multinacionales asentadas en los sectores con ventajas comparativas estáticas, no necesita nuevas industrias. Tampoco desarrollar su complejo científico tecnológico, lo que explica el fuerte recorte presupuestario, poda que el ministro del área consideró apenas un acto de mayor prolijidad.
Los problemas más evidentes del nuevo modelo continúan siendo dos; la sustentabilidad financiera de largo plazo y la por ahora latente resistencia de las mayorías; la sustentabilidad social. La primera aguanta unos años. La segunda es un misterio.
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