Domingo, 10 de julio de 2005 | Hoy
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Por Marcelo Zlotogwiazda
El Proyecto del Milenio de las Naciones Unidas se plantea objetivos para el año 2015 que permitirían reducir el número de pobres en 500 millones, sacar de la hambruna a unos 250 millones de personas y evitar la muerte de alrededor de 30 millones de niños. Sin embargo, pese a la chapa de la ONU, a la presión de los mega-recitales de rock como Live 8, y a miles de bienintencionados como Bono, las grandes potencias se resisten a incrementar sustancialmente la ayuda destinada a los países más pobres de Africa y América latina, y el escaso desprendimiento lo condicionan a sus propios intereses. Como ejemplo de las limitaciones señaladas basta tener en cuenta que el proyecto del gobierno de George Bush consiste en destinar, a lo largo de los próximos cinco años, 1200 millones de dólares adicionales a la erradicación de la malaria en Africa, 400 millones a la educación y 55 millones al combate del abuso sexual, lo que equivale respectivamente al 0,009, 0,003 y 0,0004 por ciento del presupuesto de ese país; y que traducido a números africanos representa un total de 57 centavos per cápita por año. Si no fuera para llorar, una risa.
La resistencia no está planteada como caprichos malditos ni los condicionamientos como avaricia. Las grandes potencias tienen bien articulado un discurso que las justifica, y que como no podría ser de otra manera tiene entre sus principales ideólogos a los del Fondo Monetario Internacional. Entre las piezas que fundamentan la mezquindad sobresale una que acaba de publicar el economista jefe del organismo, Raghuram Rajan, en colaboración con Arvind Subramanian, titulada Factores que socavan los efectos de la ayuda sobre el crecimiento. Entre sus conclusiones el documento señala que “hemos encontrado que los flujos de ayuda tienen efectos sistemáticos adversos sobre el crecimiento en los países receptores... aunque no hemos podido establecer si esos efectos adversos son mayores o menores que los efectos positivos que tiene la ayuda internacional”.
El principal efecto negativo sobre el que enfoca el trabajo es el que opera sobre la competitividad del país ¿beneficiario? de la ayuda. La lógica es la siguiente: “En economías con regímenes de tipo de cambio flexible, el influjo de dólares de ayuda externa empuja hacia arriba el valor de la moneda local, lo que afecta la competitividad de las exportaciones si los salarios del sector transable no se ajustan hacia abajo”. Y en países con tipo de cambio fijo, “el ingreso de divisas amplía la demanda interna, lo que eleva el nivel de precios de recursos con oferta limitada (como por ejemplo el trabajo calificado o tierras costeñas productivas), y de esa manera se perjudica a las industrias que enfrentan competencia internacional o que utilizan el recurso que deja de ser competitivo”. El paper apoya esas conclusiones con mediciones econométricas.
El documento del Fondo señala como otro elemento que neutraliza los efectos positivos de la ayuda a los denominados factores institucionales, entre los que sobresalen la corrupción, el despilfarro y la mala asignación de las donaciones. Ese es el eje de otro reciente trabajo, esta vez del Banco Mundial, titulado Ayuda, política y crecimiento: revisando la evidencia, cuyos autores son Craig Burnside y David Dollar. Concluyen que “hay fuerte evidencia de que la ayuda contribuye al crecimiento sólo en determinadas condiciones institucionales”; y hasta llegan a advertir que “en base al análisis estadístico no podemos rechazar la hipótesis de que la ayuda no funcione en ningún caso”. Textual.
Uno de los elementos que toma el estudio es una encuesta según la cual, en los países del Africa subsahariana, el 84 por ciento de los formadores de opinión acordó con que “por culpa de la corrupción, la asistencia internacional a los países en desarrollo se desperdicia en su mayoría”.Pero el tipo de ayuda al desarrollo que plantean muchos desde el Primer Mundo con buenas intenciones es también cuestionado por gente de ideas progresistas. Un buen ejemplo es la columna que George Monbiot publicó el martes pasado en el diario inglés The Guardian con el irónico título de “Los nuevos amigos de Africa”. El autor opina que el reclamo que se enarboló en los recitales “fue tomado por los líderes del G-8 con ambas manos” porque es una oportunidad para que las multinacionales se hagan cargo de la tarea. Monbiot cuenta que toda la política estadounidense para el caso está plasmada en el Acta para el crecimiento de Africa, que fija como condición para que un país resulte elegible para la ayuda “la aplicación de políticas económicas de mercado, la protección de los derechos de propiedad privada y la eliminación de las barreras al comercio con los Estados Unidos”. Es decir, la misma receta del FMI y del Banco Mundial, pero en este caso a cargo directamente de un Consejo de Corporaciones para el Africa formado por las principales multinacionales de los Estados Unidos.
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