Domingo, 24 de junio de 2007 | Hoy
CONTADO
Por Marcelo Zlotogwiazda
“Voy a tomar todas las medidas que sean necesarias para que la Argentina tenga abastecimiento de gas y electricidad y pueda superar este 2004, estabilizarse en el 2005 y tener un horizonte claro en el 2006”, prometió el presidente Kirchner. No era un día cualquiera. Fue el 11 de mayo de hace tres años, durante la presentación del Plan Energético Nacional 2004-2008. Es verdad que se superó el 2004; incluso podría concedérsele que el 2005 no fue traumático. De hecho, pese a la estrechez energética en ese bienio, la economía siguió creciendo fuertemente. También creció, y mucho, el año pasado, pero llegado ese momento lejos se estuvo de tener el “horizonte claro” como vaticinaba Kirchner un par de años antes. Más bien, el panorama en 2006 era más preocupante que en los años previos. Peor aún ahora, donde ya no sólo es cuestión de horizontes más o menos despejados, sino directamente de un presente con racionamiento energético bien concreto. Si bien es imposible de precisar, no hay ninguna duda de que, por ejemplo, la desaceleración de la actividad industrial tiene como una de sus causas la escasez de gas y electricidad. Es cierto que así como falta energía sobran exageraciones, como las de la prestigiosa revista The Economist, que describe la situación como “caótica”, afirma que los sistemas de electricidad y gas “colapsaron” y cuenta que dos de los barrios más ricos de Buenos Aires quedaron “a oscuras”, sin aclarar que fue por poco tiempo. En el otro extremo, el ministro Aníbal Fernández, que habla de problemas “nimios”.
El problema existe, es serio, y el Gobierno tiene una parte considerable de responsabilidad. De culpa, bah. Para empezar, no sólo en el discurso de Kirchner sino en el eje mismo del plan que presentó hace ya tres años quedaba claro que resultaba imperioso actuar rápido para evitar lo que se veía venir. En particular, se ponía énfasis en el objetivo de “asegurar el abastecimiento de aquellos usuarios que, como las industrias, ven incrementadas sus necesidades de energía como consecuencia del crecimiento del nivel de actividad económica”. A tal efecto, el plan contemplaba una serie de obras para el “corto y mediano plazo” que totalizaban una inversión de 11.150 millones de pesos. Pero la realidad de hoy marca que una parte considerable de esa energía adicional no está disponible porque se demoró en ejecutarlas, en concebirlas o en ambas cosas. Los únicos dos proyectos para expandir la capacidad de generación eléctrica que incluía el plan –finalizar Atucha II y elevar la cota de Yacyretá– no resolvían la inmediatez, al margen de que en ambos se registran atrasos en el cronograma. Y las dos centrales térmicas (Manuel Belgrano en Campana y San Martín en Timbres, Santa Fe) que están en construcción no figuraban en el plan anunciado en 2004, recién fueron licitadas en abril del año pasado y adjudicadas por completo en octubre. Si se hubieran comenzado a instalar cuando la crisis ya era un escenario que se daba por descontado, hoy habría un 10 por ciento de capacidad adicional de generación y menos problemas.
Al Gobierno también se le pueden reprochar determinadas decisiones que han exacerbado la demanda. La más obvia es el haber mantenido congelado todo el cuadro tarifario residencial, lo que es injusto porque implica un subsidio que abarca a decenas de miles de usuarios de clase alta, y es económicamente irracional en un contexto de escasez.
Un aumento en la electricidad para los hogares más acomodados no necesariamente es sinónimo de mayor rentabilidad para las compañías privadas del sector. Puede ser capturado como fuente de financiamiento para las tan necesarias inversiones, o usado como contrapartida de mayores compromisos por parte de las empresas. Pero, además, quitarles el subsidio a los ricos contribuiría en alguna medida a moderar su demanda, que es uno de los segmentos de mayor crecimiento. A menos que uno descrea por completo de la variable precio como señal microeconómica.
A propósito, habría que analizar si el fracaso del plan PURE no se debe en parte a que el monto del castigo por el sobreconsumo se neutraliza por el bajo nivel de las tarifas.
Así como The Economist distorsiona la magnitud del problema que se padece, acierta más al reflejar las críticas que se le hacen a lo que el 23 de julio de 2006 esta columna denominó “tarifas Hood Robin”. Sostiene la revista inglesa que “hay un amplio acuerdo entre ejecutivos de las empresas, consultores y economistas, de que el actual esquema de control de precios que desincentiva la inversión y empuja hacia arriba la demanda tiene que ser reemplazado por un sistema de tarifas controladas por los hogares de bajos ingresos y precios de mercado para el resto”. Hablar de “precio de mercado” en un servicio monopólico y regulado es claramente un error de concepto. Pero salvado el error, el planteo es correcto.
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