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Otra vez el mundo financiero ha provocado fuertes desavenencias entre naciones. Inglaterra, país que integra la Unión Europea, pero que no ha adoptado al euro como moneda, ha jugado fuerte contra el proyecto impulsado por Alemania y Francia de avanzar hacia una mayor integración regional. De los 27 países que integran la Unión Europea, sólo los británicos se han opuesto a los acuerdos propuestos en el seno del Consejo Europeo. La negativa inglesa de avanzar hacia una integración fiscal sustentada en el control de los déficit y de los niveles de deuda no se ha basado en el hecho de que los británicos se opongan a ajustes, sino en su rechazo a aceptar nuevas medidas que afecten a Londres como principal centro financiero europeo.

El gobierno inglés ha impugnado tres iniciativas europeas. En primer lugar, se ha negado a introducir un impuesto a las transacciones financieras que afectaría especialmente a las operaciones de compra y venta de acciones, de bonos y de otros productos financieros sofisticados denominados derivados. En segundo término, rechazó la introducción de restricciones para efectuar operaciones financieras especulativas, tales como la venta de activos financieros en descubierto, conocidas en la jerga como ventas en corto. Por último, los ingleses ven con preocupación la propuesta del Banco Central Europeo que apunta a que todas las operaciones financieras que se negocien en euros se efectivicen en países de la Eurozona; iniciativa que de plasmarse trasladaría esa voluminosa operatoria que hoy se realiza en Londres a los centros financieros de París o Frankfurt.

Estas tres medidas integran un pelotón de más de 50 normativas europeas que los ingleses catalogan como dañinas para Londres, por lo que el gobierno británico pretende se le otorgue a su país poder de veto sobre todas las regulaciones europeas que afecten al mundo financiero, dada la relevancia que esta industria tiene en la economía británica. Los ingleses razonan que debería seguirse un temperamento análogo al consagrado para la política agraria común, donde Francia cuenta con poder de veto para las normas agrícolas justificando esa prerrogativa en el elevado peso que la agricultura francesa tiene dentro de Europa.

El negocio que subyace a esta discusión no es pequeño. El sector financiero inglés representa un 10 por ciento del Producto de ese país. En términos de financiamiento al comercio internacional, la City concentra el 50 por ciento de las transacciones relacionadas con el transporte marítimo de mercancías en el mundo, acaparando cerca del 20 por ciento de las operaciones globales en acciones y un porcentaje aún mayor en la negociación de los productos derivados.

Sin embargo, estas discusiones financieras tienen raíces en cuestiones políticas domésticas. La negativa del primer ministro británico David Cameron a apoyar la reforma propuesta de los tratados europeos representa una señal clara hacia el interior de la coalición gobernante, donde quienes se oponen a la integración con Europa representan una porción importante de su partido. Por su parte, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, busca ser protagonista de un acuerdo europeo que le permita llegar con más aire a las elecciones presidenciales del año que viene.

Los posicionamientos políticos internos han dado lugar a un intercambio de declaraciones descalificadoras entre funcionarios de ambos países que rozan el chauvinismo. El ministro de economía galo, François Baroin, afirmó orgulloso que en estas circunstancias “es preferible ser francés que británico”, respondiendo a declaraciones del ministro británico George Osborne que hace unos días señaló despectivamente que Francia tiene “el mismo predicamento que Grecia en cuestiones económicas.”

En esta discusión entre franceses y británicos, el tuerto parece tratar de burlarse del ciego. Los datos macroeconómicos de Gran Bretaña son tan preocupantes como los de Francia

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