Domingo, 10 de julio de 2016 | Hoy
1816-2016
Por Mario Rapoport
Doscientos años no son nada para el resto del mundo
y tampoco para la tierra que dibuja nuestra geografía
gracias a un meteorito caído por azar desde la cruz del sur.
Sí lo son para el comienzo de nuestra vida independiente
un nueve de julio de 1816 cuando San Martín la urgía
desde Mendoza mientras preparaba su expedición libertadora
en Europa surgía amenazante la Santa Alianza
y en Tucumán se dibujaba la voluntad política
de las provincias unidas
separadas pronto por cruentas guerras civiles.
Una tierra de fértiles campos
sin otro límite que el horizonte esquivo
y altas montañas que atraviesan las nubes como jirafas
mientras en sus laderas brota por las tardes el vino del ocaso.
Una tierra con un río tan ancho que le basta una sola orilla
y un largo contorno de costas de mar
donde el sol del amanecer acaricia la espuma de las olas .
De sierras talladas por la edad y los vientos
y lagos profundos cuyas gotas salpican
el centro de la tierra.
Paisajes cuya belleza ocultan múltiples riquezas y tesoros,
alimentos, petróleo, agua y minerales
que convocan codicias propias y ajenas.
Esa extensión se pobló con un reguero
de ciudades dispersas entre enormes distancias
y una megalópolis gigante que succiona todo lo demás.
Doscientos años importan por su pueblo y su historia
con un mapa genético en el que corre la sangre
de generaciones enteras
primero de indígenas, mestizos, gente de color y criollos
luego de pobres inmigrantes
venidos de orillas e idiomas lejanos
pensando que llegaron al país de sus sueños
donde debieron trabajar duramente
día y noche regados por sus propios sudores
mientras sus hijos estudiaban
para tener un porvenir distinto.
En ese mapa genético circula también
la savia de una élite que trató en vano de sacudirse
el polvo de sus latifundios
creyendo que la civilización vendría
de afuera para reemplazar
la barbarie que según ellos debían soportar
y no pensaban en crear más bienes que los
que proveía la pródiga naturaleza
porque su aspiración principal era
la de convertirse en una colonia próspera
de Europa y el capital británico.
No concordaban plenamente con ello
los principales próceres de la independencia
a los que se desplazó, se los dejó abandonados
a su suerte o se los empujó al exilio
mientras prevalecían la luchas
por el poder y las guerras civiles
aunque luego se necesitó
poner sus nombres y sus figuras
en calles, pueblos y monumentos
para justificar un pasado menos oprobioso.
Desde el empréstito Baring sucesivos gobiernos
vivieron con un endeudamiento
externo que produjo repetidas crisis
enriqueciendo a unos pocos e incubando
el huevo de la serpiente
de la corrupción y el despilfarro.
Doscientos años pesan también si los medimos
con la vara de hombres y mujeres, políticos, intelectuales
y simples ciudadanos que se opusieron
a este destino, en medio de pasiones y odios viscerales,
golpes de estado y medidas de gobierno
que llevan como marca la entrega
de nuestra soberanía jurídica, política y económica
en un país condenado al éxito por sus riquezas
que una y otra vez fueron apropiadas
por muy pocos y se fugaron al exterior
dejándonos al borde del precipicio.
Por eso debemos recobrar nuevamente
el verdadero sentido del nueve de julio.
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