Sábado, 10 de mayo de 2008 | Hoy
TEATRO › LUCIANO SUARDI HABLA DE SU VERSIóN DE TRES HERMANAS, DE ANTON CHEJOV
Según el actor y director, ése es el núcleo conceptual alrededor del cual gira este clásico del teatro universal, que ahora vuelve a escena en la sala del Regio. “Chejov pide que seamos tan complejos y tan simples como la vida misma”, recuerda Suardi.
Por Hilda Cabrera
“Ensayar todos los días un texto aprendido para mostrar otras vidas puede parecer un disparate, pero después, cuando uno se encuentra con un espectador de su obra que le dice que se conmovió, aparece el sentido, y el entusiasmo se renueva.” Luciano Suardi, actor y director, atraviesa periódicamente momentos como éstos, acaso por esa costumbre de plantarse ante el propio trabajo y medirlo en relación con su entorno. Recuerda que actuaba en una pieza de August Strindberg, dirigido por Alejandro Tantanian, mientras el país estaba en llamas. Se sucedían los saqueos, pero aun así, aspiraba a que su trabajo, y el de sus compañeros, tuviese el peso de lo necesario. Ahora acaba de estrenar una versión suya de Tres hermanas, en el teatro Regio. Esta obra del escritor ruso Anton Chejov (que nació en Taganrog, en 1860, y murió en la alemana Badenweiler, en 1904) ha inspirado cantidad de versiones para la escena y el cine. Entre las últimas, y en el ámbito local, está Un hombre que se ahoga, de Daniel Veronese, cuyo elenco integró Suardi. “Amo a Chejov desde mi época de estudiante. Es mi compañero”, sostiene este artista, en diálogo con Página/12. Su apuesta es darles voz a todos los personajes y recrear todas las situaciones imaginadas por el autor, salvo –dice– las que se refieren a aspectos marginales de la época, y aquellos parlamentos que exigen hoy otro ritmo. “La obra posee una estructura perfecta, todas las escenas tienen su razón de ser. No me interesa volarlas. Por algo están allí”, señala.
–¿Es una forma de respetar al autor?
–Siempre fui de la idea de escuchar el material, naturalmente a través de un filtro, el mío. No me interesa correrme de mi subjetividad.
–¿Qué descubrió en los personajes de las hermanas?
–En eso sigo a Chejov. El decía que un artista debía presentar el material y no resolverlo. Las hermanas están allí, se las puede criticar, porque tengo mis ideas sobre ellas, pero me las guardo. Prefiero mostrar otro aspecto. Chejov –que era médico y muy crítico de su época– escribió que la enfermedad que trataba en su literatura era el desgaste del alma por la vida. En el caso de Tres hermanas, yo sería más específico y hablaría del desgaste del alma por el tiempo. Ese tiempo que pasa y devasta la existencia de unos personajes llenos de ilusiones y deseos de realización. Esto me conmueve, porque también yo enfrenté momentos en los que me preguntaba qué hice bien y qué hice mal, o directamente por qué no hice. Ellos saben el motivo de su infelicidad, pero no pueden tomar decisiones para mejorar su vida.
–¿Una opción sería recomenzar sin repetirse?
–En una carta a un amigo, Chejov escribió algo que para mí es clave en su teatro. El pide que seamos tan complejos y tan simples como la vida misma, y habla de hombres y mujeres que en un acto sencillo como el de cenar pueden ser felices o destrozar su vida. Creo que esta visión de lo cotidiano es la obsesión de su teatro y de su literatura. Hay una imagen que me persigue, y que nos acompañó desde el primer día de ensayo. Surge de un párrafo de su cuento La mujer del boticario. Es la figura de una mujer de una ciudad de provincias (“la pequeña ciudad de B...”), que en la noche, mientras su marido duerme, se acerca a una ventana y llora sin saber por qué. Siente ahogo, desazón. Abre la ventana y mira desolada hacia la calle. Es de madrugada y no puede dormir. Esa inquietud está en todo su teatro, y yo la relaciono con otras obras que dirigí: La espuma y Teresa R, donde la protagonista necesitaba aire fresco, y como no teníamos ventana, utilizamos un ventilador. Digamos que puedo encontrarme con Chejov a través de mis obsesiones.
–¿Necesita de este tipo de conexiones en su trabajo?
–Me pasa en general, porque todo tiene que ver con quién es uno, aunque trato de no forzar imágenes y no encapricharme.
–¿Cómo es eso?
–No utilizar lo que me sirvió para otras puestas. Pero lo fundamental en Chejov es para mí –en este momento y a un siglo de distancia– la dificultad de sus personajes de no poder pensar en un futuro.
–¿O no atreverse a pensar por sí mismos, dando la impresión de estar muertos?
–Es cierto que para ellos “la felicidad es el destino de nuestros lejanos descendientes”; sin embargo, perciben un cambio, que llegó, a Rusia y al resto del mundo. No quiero ser pesimista, pero esto lo dice Vershinin a Masha cuando se habla de Moscú: la situación quizá no cambie viviendo en la ciudad, porque “la felicidad no existe, sólo existe el deseo de alcanzarla”.
–Pero el deseo es real, aunque la felicidad dure un instante.
–Esto se relaciona, creo, con la pregunta de cómo pensarnos hoy y qué cosas podemos hacer para tomar el timón de nuestra vida cuando todo parece vacío de sentido.
–¿Se considera un escéptico?
–Creo en el trabajo en grupo, sigo deseando la felicidad y luchando a mi manera contra el vacío. Me siento bien con este espectáculo, me gusta ver a estas hermanas con faldas largas. Algunos me preguntaron por qué no introduje en esta historia de 1901 menciones al sida, en lugar de la tuberculosis, que era la enfermedad de aquella época. No me hizo falta esa “puesta al día”. Este es mi punto de vista, lo que no quiere decir que no me interesen otras versiones.
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