Viernes, 4 de julio de 2008 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA AL DRAMATURGO ROBERTO PERINELLI, CON DOS OBRAS EN CARTEL
“El espectador tiene que reconstruir el argumento a partir de indicios que le fui dando”, dice el autor de Desdichado deleite del destino, que se ve los domingos en Anfitrión, y Boca del ratón, los viernes en el Teatro del Pueblo.
Al dramaturgo Roberto Perinelli suelen interesarle los climas cotidianos que se enrarecen de golpe a causa de sucesos que tal vez nunca terminan de aclararse. Pero cuando da comienzo la acción de Desdichado deleite del destino, la calma ya no existe. Porque don Pancho no soporta la visión de sus rosales depredados y entiende que hay que hacer algo al respecto. Director técnico de convicciones firmes, padre y esposo autoritario, el hombre pone su mal genio a trabajar en pro de una solución. Su hija lo ayuda hasta que los acontecimientos giran inesperadamente. Para no arruinar el suspenso que propone esta obra de Perinelli, poco más se puede decir de su desarrollo. Interpretada por Belén Brito, Nelson Rueda y Nacho Vavassori, bajo la dirección de Corina Fiorillo, la pieza puede verse los domingos en el teatro Anfitrión (Venezuela 3340). El título –que no es una invención del autor, sino que fue tomado de la novela que miente haber leído la ingenua protagonista de Sweet Charity– no es el único de Perinelli que figura en la cartelera. Recientemente, en el Teatro del Pueblo (Avda. Roque Sáenz Peña 943) se estrenó Boca del ratón, espectáculo compuesto por dos obras, una de Perinelli (Boca Ratón) y otra de Andrés Binetti (Ratones en la boca), dirigido por el mismo Binetti y Paula Andrea López. En este caso, el título de la obra de Perinelli hace mención a la ciudad norteamericana ubicada en el estado de Florida: un llamado recibido desde esa localidad interrumpe los cotidianos preparativos para la cena en familia. Interpretada por Ana María Castel, Ana Luz Kallsten y Viviana Suraniti, la obra puede verse los viernes.
–¿Cómo surgen las historias que desarrollan sus obras?
–En el caso de Desdichado... fue a través de una imagen: un jardín iluminado por el sol en una mañana implacable de verano y un hombre entristecido que se asoma a mirar sus rosales pelados por las hormigas. A esta altura de mi vida hay muchas imágenes que me vienen de muy lejos, y ésta responde a mi adolescencia sanisidrense, donde una mañana así era una bendición, el anuncio de un día que parecía no tener fin, que nunca llegaría a la noche. Boca Ratón, en cambio, surgió de una idea que luego se llenó de imágenes: la necesidad de los padres de salvar su fracaso a través del triunfo deportivo de sus hijos. Yo, que soy hombre de club, asistí a patéticas escenas, donde vi a más de un padre zamarreando a una criatura de no más de un metro de altura porque había perdido un partido de tenis o de cualquier otra cosa. A los gritos le marcaba los errores que, con seguridad, él también habría cometido si hubiera pisado la cancha.
–¿Es por una cuestión de contraste que este personaje que gusta someter a quienes lo rodean se pierde por la belleza de sus rosales?
–Sí, un contraste que se da con tanta frecuencia, como en gente que ama a su perro y desprecia a los humanos. Los hay miles y ya se hizo mucha literatura y mucho cine con eso. En el caso de Desdichado... son las rosas. Para quien alguna vez tuvo un jardín y se sintió en la obligación, o en el placer, de cuidarlo, sabe lo que es la lucha con las “robustas e incansables” hormigas, ese enemigo casi invisible.
–El asesinato es una cuestión que le interesa especialmente, ¿verdad?
–Me interesan el asesinato, la intención de asesinato, las ganas de matar que de algún modo alguna vez nos aparece, siquiera por un incidente trivial. Y lo que más me preocupa es la muerte de los inocentes en medio de la matanza. En una obra anterior mía, Mil años de paz, con la cual creo que me gané el premio municipal (digo creo porque todavía, a un año de la decisión del jurado, todavía no cobré), muere también un inocente. Sin ponerme demasiado trascendente, me abisma el hecho de que el paso de la vida a la muerte depende de un factor a veces muy débil.
–¿Hay concesiones que se permite hacerle al espectador?
–No le hago concesiones, le hago regalos. Le hago el regalo de armar la historia que falta, porque yo no cuento todo, muestro sólo la punta del iceberg. Esto, creo, es una característica de todas mis obras y ya estrené, creo, 25 o más. El espectador tiene que reconstruir el argumento a partir de indicios que le fui dando. Estos indicios a veces son ambiguos (pretendo que nunca confusos) y que haya dos o tres maneras de explicar lo que ha pasado.
–Salvando los casos de Rafael Spregelburd y Javier Daulte, ya no se escriben obras de larga duración, ¿cuál cree que es la razón de esto?
–Supongo que hay razones de mercado, en el mejor sentido de la palabra, que explican eso. Así, un teatro puede hacer una programación de hasta tres obras por noche. Contra los que dicen que se parecen a supermercados, a mí me alegra que, para seguir usando la jerga comercial, haya tantas bocas de expendio.
–Tampoco hay demasiadas obras con muchos personajes, salvando los autores mencionados...
–Hoy aceptamos que ninguna obra puede superar los cinco o seis personajes. ¿Quién escribe para veinte actores? De todos modos, sería condenable marcarse el límite de la brevedad cuando el material está pidiendo desarrollo. Sería mutilarlo en sus posibilidades.
–¿Cómo surgió Boca del ratón?
–Creo que tiene un valor agregado porque reúne a un autor muy joven y a otro que no lo es tanto. Acaso esto sirva, en sus modestos términos, para terminar con esas estúpidas competencias de jóvenes y de viejos que hace un tiempo alentó cierta crítica y cierta teoría teatral. El tiempo fue acercando poéticas, el costumbrismo que se les achacaba a los viejos (por caduco e ingenuo) ahora también es un procedimiento poético de los llamados jóvenes. Cierto que es un costumbrismo distinto, al cual, por fortuna, le falta ese fatal ingrediente didáctico, reemplazado por una ironía inteligente, siempre sutil. En Boca del ratón nos pusimos de acuerdo con Binetti en trabajar dos situaciones costumbristas, cargadas con la tensión de que algo se va a romper porque algo late ahí adentro, un conflicto, una angustia, que debe escapar por algún lado.
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