Viernes, 4 de julio de 2008 | Hoy
COMO FUE LA ENTREGA DE LOS MARTIN FIERRO, UN TRIBUTO A LOS DUEÑOS DE LA TV
Otro año de premios sirvió para que Marcelo Tinelli, Susana Giménez y los productos de la emisora América, organizadora de la cena, se quedaran con los principales premios, homenaje de Aptra a unos pocos feudos de la pantalla.
Por Julián Gorodischer
Año tras año se confirman los mitos y las sospechas: La Entrega hace tiempo perdió su carácter realista, como demuestran las toscas expresiones de sorpresa y derrota de los invitados. Se resignó credibilidad por presencias ilustres en la cena. La Entrega es un espacio promocional que se dedica al canal que organiza y a los dueños de la tele. Los famosos impostan arrebato y sonrisa de guasones cuando el plano los toma. En algunas decisiones, la Entrega deja ver los hilos de su provincianismo: la mejor vestida fue la del vestido importado (Natalia Oreiro by Oscar de la Renta). Esa elección, en un concurso paralelo, parecía redimir a la masa local. “Pregunté si había mi talle e hice una inversión”, dijo la internacional para marcar distancia.
Se ve una tenue obscenidad en las expresiones satisfechas de los equipos anfitriones (desde Lalola, que se quedó con el Oro, hasta el noticiero) cuando confirman más que enterarse, cuando acaparan. “Si José Hernández hubiese sabido que su Martín Fierro terminaría al lado de Guillermo Andino, seguramente se hubiera dedicado a la cría de chinchillas”, escribió por estos días el cronista Cicco, y no es chiste malo. Cualquiera que lo vio, se habrá dormido con la sensación de haber vivido un bluff: reinan casualidades como que Tinelli se lleve tres premios para Showmatch el día en que se decide a cenar en La Rural. Cada dueño de estancia impone condiciones para estar en la fiesta devaluada: Natalia Oreiro decide –y se lo aceptan– presentar la categoría de mejor actriz en que era segura perdedora, para salir con la frente alta. Mirtha perdió en su terna, pero se llevó el de la trayectoria. Susana se lleva uno para su programa; se les agradece la deferencia. Pasa como en El día de la marmota, la película de Bill Murray (1993) en la que los sucesos de un día, por hechizo, se repiten invariablemente, desafiando al protagonista a experimentar de nuevo para que salga bien y luego a dejarse devorar por la rutina siempre igual. La Entrega es el día de la marmota argentino y puede cambiar el hotel que hace de sede, pero están las mismas imágenes en pantalla: el viejito de Aptra que abraza a la superestrella como una amiga de toda la vida, la chimentera que le saca la naftalina a la boa símil cebra para acortar distancias entre ella y Moria.
Mientras, un micrófono queda toda la noche abierto: desde ahí se filtra la voz de Mirtha Legrand, como un error, subtitulando cada saludo de un ganador con sorna, como un inconsciente colectivo que ironiza sobre los canjes y los números puestos. Ese micrófono retumba en el salón (regido por el automarketing de la Señora “que dice lo que piensa”) y es como un moscardón cada vez que alguien sube a pasar la lista espantapúblico nunca tan eterna como con los quinientos de Patito feo. “¿Van a hablar todos?; una se asusta cuando los ve avanzar así”, dice la voz en el micrófono abierto cuando observa cómo viven su propia fiesta los de Showmatch y los de Lalola, como una doña gorila espantada ante mis grasitas que no hizo sino subrayar el falso glamour de vestido prestado.
“Frase comercial, leer textual. Esta noche nos acompaña la bodega Vila... ¿Les gusta el vino? La bodega es del dueño del canal”, delata escandalizada la voz desde el micrófono abierto para que el abaratamiento sea castigado como corresponde. La Señora recuerda las galas limitadas a una oligarquía de celebridades; luego empezaron a llegar los realities. ¿Y cómo se terminó en esto? No le queda sino escapar por la vía del siempre rendidor autohomenaje, autorreferencial hasta la parodia, y por momentos belicosa: “Y yo me gané catorce”, dice la voz en el micrófono abierto cuando un veterano de Torneos y Competencias alardea de sus dieciséis estatuillas.
Fundar un día de la marmota criollo significa congelarse y a-dherir a la ilusión de que el tiempo no pasa, de que “estás igual” (como decía con humor una cerveza). Pero La Entrega no admite el humor: la eternidad los encontrará solemnes, honrando a sus caídos y haciendo nacer a los nuevos valores entre los elencos de declamadores juveniles. Esta noche se concentra la riqueza, se extinguen las capas medias, se llena de bienes a unos pocos... Para la coronación el régimen elige cada temporada a su huracán..., y este año Lalola suma para un solo molino, así se deciden los líderes. Así se respeta a Marcelo, a Susana, a la Señora, una y otra vez desde hace décadas para demostrar que ningún cambio es bueno, que lo ya hecho tranquiliza; cambian los gobiernos, pero no cambia la tele y sus faunas estables.
Pero hay una cierta sorna en la Señora que funciona como punto de fuga y por momentos oxigena. Una impunidad que le da su promocionado estar de vuelta, puesta en cada mención a sí misma, en el modo en que –falsamente modesta– les pide que se sienten en vez de aplaudirla de pie en medio del aplauso de pie que puso como condición para conducir La Entrega. “No me hagan llorar, que soy llorona”, dice totalmente compuesta. “Vos viste lo que hacen en los cortes..., se cambian de mesa, se hablan”, se queja ante su colega. Visibiliza el circo: los que chupan habanos marcando su jerarquía económica, los amos que se sientan a la bebota en las rodillas, los de Aptra que se mueven frenéticamente de una mesa a la otra besando con ruido a su rey y su diva. “Quiero decirles que yo estoy excluida de la nómina”, para explicar por qué no se rebaja a la competencia con las gentiles por el puesto de mejor vestida. Su levantadita de cejas, su pedido de condiciones a las autoridades de América (“Que se me escuche, porque el año pasado no se escuchaba nada y la gente se iba”), corta con ese protocolo que canjea favores por presencias, que bloquea el reconocimiento a los nuevos talentos (que se fueron con las manos vacías) para consolidar la autoridad de los intocables.
El tributo a los dueños de la tele se exacerba, y apenas cede paso a un par de innovaciones en el reparto (el celebrado MF para Ver para leer para reinaugurar la categoría cultural, la presencia de Abuelas de Plaza de Mayo para agradecer los de Televisión por la Identidad) y unas escasas intervenciones contra la primacía de enlatados en Canal 9 (del representante del sindicato) y a favor de la Ley de Radiodifusión (de Cristina Banegas). La Señora está en otra: “Soy tan feliz, no sé si les importa mi felicidad”, se desmarca, llevándolo todo a la cuestión personal; dice estar en el libro Guinness por su trayectoria; se asombra de que “mirá vos, Luciano” cuando Luciano Castro se lleva el de mejor actor en la terna que compartía con Roberto Carnaghi. Entre incrédula y maliciosa, con la pasión por el chisme de una tilinga de vernissage, la Señora parece lo único al menos vivo, un ser que improvisa en ese mar de sonrisas impostadas (vistas en cada plano al perdedor) y palabras de compromiso tartamudeadas. El resto es un mundo de “estrellas” tensadas por los nervios o compulsionadas a hablar de más sin noción del timing. La Señora es pura condescendencia: los mira desde un escalón más arriba (literalmente más arriba, en una especie de podio) y avala entre maternal y piadosa: “Bueno, es día de gloria, hablen todos, dénse el gusto”, como quien dice: Ustedes no tienen la culpa de haber nacido así.
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