Lunes, 14 de julio de 2008 | Hoy
TEATRO › ROSE, DE MARTIN SHERMAN, CON DIRECCIóN DE AGUSTíN ALEZZO
La actriz Beatriz Spelzini encarna a una anciana judía arrinconada en un mundo que no reconoce como propio. Con humor negro, establece una ceremonia personal de duelo, que le permite exorcizar el desarraigo y las ausencias.
Por Hilda Cabrera
El relato de Rose es el de una vida condicionada por la Shoá, el desarraigo y las ausencias. La mujer dispara palabras mientras oficia una ceremonia personal de duelo que alivia bebiendo agua a intervalos cortos para controlar –dice– su problema respiratorio. Se la ve lúcida a sus ochenta años, locuaz, dispuesta a la broma y libre del escepticismo característico de quienes por haber vivido intensamente creen estar de vuelta de todo. Su relato sorprende y atrapa en el ámbito de café concert del Maipo Club. Esta mujer que se impone practicar la tradicional shivá en recuerdo de sus muertos queridos cuenta historias propias y ajenas, y se interna por lo real y fantasioso. Confiesa no distinguir claramente la realidad de “las descripciones de la realidad”, abrumada tal vez por la crudeza de las experiencias pasadas. Así, se imagina niña en el pueblito de Yultishka, gritando y llorando al ver a los cosacos entrar a caballo en el shtetl, un hecho que ahora, siendo anciana, se le antoja parecido a una incursión de miembros del Ku Klux Klan en un pueblo del sur de Estados Unidos.
Y esto por la fascinación que sobre ella ejerce el cine, acaso más estimulante que el aprendizaje de una filosofía de vida y tan prometedor como esa leyenda judía del dibbuk que le permite soñar con la reencarnación del amado muerto. Fantasía que por otra parte multiplica la ancestral creencia de que los muertos están en todas partes, sólo que en secreto. En cuanto a los recuerdos “no bienvenidos”, sabe tomar distancia sin ignorarlos, porque están ahí presionando, haciéndola sentir extraña en un ámbito que “no es de vida sino de apariencia de vida”.
Personificando a esta judía memoriosa, Beatriz Spelzini se adueña de un tiempo en suspenso (como lo es toda ceremonia), intercambia creativamente lenguaje y movimiento e inaugura una coreografía del cuerpo y de la palabra que revaloriza el texto. Su Rose –convertida con el paso del tiempo en próspera empresaria de un hotel en Miami Beach– se quiebra y rearma en su shivá. Descubre zonas de equilibrio incluso en el desgarro y el enojo que le provoca el discurso belicista. “Había una nueva guerra y a los judíos otra vez los estaban matando, pero esta vez los judíos también mataban, y no estábamos realmente seguros de que lo hicieran en defensa propia”, critica.
Ella es en varios aspectos prototipo de la eterna emigrada que un día abrazó la esperanza de establecerse en Palestina, travesía que concretó sólo esporádicamente y a destiempo. No sucedió así con su hijo Abbie, quien aún adolescente se transformó en soldado. Pero el idioma de Rose siguió siendo el idish y no el hebreo de los sabras, como se denomina a los nacidos antes de 1948 en Palestina, y por traslación a los nacidos en el Estado de Israel. Claro que su entrañable idish es el lenguaje de las víctimas, y además un “híbrido” que en los nuevos tiempos se rechaza. De ahí que en la etapa final de su vida, le toca a Rose sentirse arrinconada en un mundo del cual se dice que ya fue. Pequeño gran detalle sobre el que insiste el autor Martin Sherman. Se entiende entonces la conmoción de la mujer que en sus periódicas visitas al kibutz, donde viven su hijo y su nieto, observa cómo en una función de cine un grupo de chicos se burla del personaje de una abuela que habla idish. El “chiste” allí es la pregunta de Rose: ¿será ésa la victoria final de Hitler?
Siempre habrá argumentos a favor o en contra de este tipo de obras, pero en el caso de la pieza de Sherman las discrepancias que pueda suscitar no opacan un relato que atiende al renacimiento de los deseos y al rescate de una visión apasionada, barroca y contradictoria del amor, como la que Rose profesa por el Yussel amado y muerto. El autor destaca en principio los aspectos más positivos del personaje, como el humor para rastrear lo disperso y la fortaleza para proponer lo que le dicta la fantasía. En síntesis, una historia torrencial que llega clara y directa al espectador a través de la singular actuación de Spelzini y de una traducción competente. El director Agustín Alezzo, también a cargo de la adaptación, orienta la narración con sutileza, plasmando una obra que tiende a rehacer un presente conflictivo y rescatar seres que al igual que Rose parecen encontrar refugio sólo en la huida.
9-ROSE
De Martin Sherman
Intérprete: Beatriz Spelzini.
Traducción: Cristina Piña.
Adaptación: Agustín Alezzo.
Música: Diego Vainer.
Escenografía y vestuario: Marta Albertinazzi.
Dirección: Agustín Alezzo.
Producción general: David Masajnik y Lino Patalano.
Lugar: Maipo Club, Esmeralda 443, 2º piso. Funciones: de jueves a sábado a las 20; y domingo a las 18. Entradas (50 y 35 pesos) en boletería y Platea Net (5236-3000).
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