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Martes, 15 de julio de 2008

TEATRO › RAFAEL SPREGELBURD Y EL ESTRENO MUNDIAL DE LA TERQUEDAD

“Suelo presentar lo absurdo como una situación natural”

Luego de llevar su nueva obra sobre la Guerra Civil Española a Alemania, junto a la ya conocida El pánico, el actor, director y dramaturgo ofrece un balance del panorama encontrado. “La cultura es allí una cuestión de Estado”, sintetiza.

 Por Cecilia Hopkins

Alemania es uno de los países europeos que manifiesta más interés por las obras traducidas de Rafael Spregelburd. Hace pocos días, el autor asistió al doble estreno de El pánico –la pieza subió a escena en la ciudad alemana de Karlsruhe y también en Lucerna, Suiza–, y al estreno mundial (en dos salas) de La terquedad, en Frankfurt y Mannheim. Autor de La paranoia, Acassuso y Lúcido –todas obras en cartel en este momento, ver recuadro–, Spregelburd mantiene un ritmo de trabajo incesante: con su grupo El Patrón Vázquez estrenará en marzo próximo una producción para la Schaubühne de Berlín, como parte del festival Zusammenbrechende Ideologien (“Ideologías que colapsan”, según apunta el autor), del que sólo participarán, además del grupo argentino, elencos de Polonia, Alemania y el Reino Unido.

Por otra parte, el dramaturgo, quien ha participado como actor en La ronda, ópera prima de Inés Braun, espera en breve hacerse cargo de uno de los talleres de la flamante Maestría en Dramaturgia del IUNA, junto a Mauricio Kartún, Ariel Barchilón y Alejandro Tantanian. En la entrevista con PáginaI12, Spregelburd habla de la recepción de las puestas de sus obras en Alemania y explica, además, las diferencias de éstas con sus propios montajes, considerando que todos sus textos presentan una estructura de una gran complejidad, especialmente, a los efectos de que otro director que no sea él mismo conduzca la puesta. En el caso de El pánico, uno de los objetivos que se había planteado el autor fue trabajar el argumento como una película de terror clase B, a partir de un conjunto de situaciones paradójicas, obviando todo intento de resolución: “La obra es francamente cómica, errática, llena de desvíos”, detallaba el autor en el momento de su escritura. “No tiene síntesis porque la realidad misma no es sintética: los mundos simples no me interesan, me atraen los mundos que no tienen una orientación clara.” Además de referirse a su nueva obra La terquedad, otro tema sobre el que Spregelburd se explaya es el apoyo que otorga el gobierno alemán a la actividad escénica y la diferencia radical que existe respecto de las subvenciones locales al teatro.

–¿Por qué piensa que Alemania representa un modelo de cultura estatal?

–Comparado con el desamparo de nuestro entorno, Alemania es un modelo de cultura estatal. Me refiero a que la cultura es allí una cuestión de Estado. Los artistas que tienen trabajo fijo son empleados del Estado, en sus diversas instituciones. Cada ciudad alemana importante cuenta con no sólo uno sino un puñado de teatros oficiales que pueden, así, diversificar su producción, adjudicándose un perfil determinado dentro del vasto panorama teatral. Por más conservador que pueda ser el público de la ciudad de Hamburgo, hay allí un Deutsches Schauspielhaus (que se comporta un poco como blasón de familia, un teatro de matriz clásica y calidad más o menos diseñada ad hoc del gusto burgués) y un Kampnagel, donde se financian la experimentación y el riesgo. El mismo espectador suele ir a ambos lugares, de acuerdo con sus intenciones, y puede acceder a producciones muy diversas. El Estado se encarga entonces no sólo de producir sino también de garantizar de alguna manera esa diversidad. Podríamos decir que ése es el aspecto positivo. Del aspecto negativo, creo que ni hace falta hablar: imaginemos lo que ocurre con los artistas que –por fuerza– devienen productores de mercancías de un mercado estatal. Aun así, el Estado subsidia (y de verdad) otro tipo de producciones en salas no necesariamente administradas por él.

–¿Cómo fue recibida El pánico en sus dos puestas?

–El pánico es una obra capaz de resumir todos los malentendidos de trasladar teatro de un lugar a otro. A mi manera de ver, se trata de un texto tremendamente local, que cuenta en clave de film de horror clase B algunos aspectos de la crisis socio-económica argentina sempiterna, si bien sus referentes más precisos son los de 2001. Curiosamente, esta obra es una de las más estrenadas en el exterior: tres veces en Santiago de Chile, una vez en Bogotá, Nueva York, México, Munich, Lucerna, Karlsruhe... ¿Qué ven otras culturas de esta pieza con bordes tan irregulares? A veces ponen el foco en la relación bizarra entre narración teatral versus convención cinematográfica. Entonces la puesta es una suerte de experimento más bien formal. A veces les parece que resume temas que son más globales: la imposibilidad de vislumbrar, más allá de las preocupaciones monetarias, la existencia de un mundo más sublime, más trascendente. Estos son los casos más interesantes. Mis obras devienen allí manifiestos pop: son sumamente populares, rehúyen de modelos clásicos, se alejan de la solemnidad que suele reinar en los espacios culturales oficiales.

–¿Qué dice la prensa de sus obras?

–La recepción es mixta y desorienta un poco, si bien el cálculo es, al final de cuentas, muy previsible. Los diarios de derecha suelen no entender nada (están preparados para servir al gusto de una clase que sostiene con mucha claridad ciertos postulados de corrección, entretenimiento y belleza) y los diarios más progresistas las aman: se regodean en sus irregularidades y sus salvajadas, y suelen darles la bienvenida como modelos necesarios para desenajenar la mirada que los teatros alemanes tienen de su propia manera de producir.

–¿Qué diferencias notó en relación con la puesta de El pánico que realizó aquí en 2003?

–Las diferencias son abismales. Cuando dirijo, yo suelo presentar situaciones muy absurdas como si fueran lo más natural del mundo. Allá es al revés. Todo está extrañado. Los actores tienen pruritos de involucrar, por ejemplo, sus emociones reales. En general eso suena a muy viejo. En estas puestas alemanas suele privilegiarse el diseño (envidiable, si se quiere) por sobre la comprensión de las situaciones. Y los resultados son tremendamente otros. Y buscan otro grado de efectividad. Cuando yo me permito no ser obvio, porque toda una comunidad de sentido (la nuestra) ya habla de determinados temas, ellos en cambio pueden permitirse tanto las obviedades más extremas como las excentricidades más imaginativas. Como si el diálogo que establecieran con sus espectadores fuera otro.

–¿Un ejemplo de esto?

–En Lucerna, la escenografía consistía en un gigantesco globo plástico, que se inflaba como una caminata lunar, y los actores debían hacer las escenas (que son casi de índole costumbrista) tratando de no caerse de cinco metros de altura. Tan fascinante como aberrante. Por suerte yo voy siempre muy desprejuiciado: abro los ojos, miro, trato de entender. Y vuelvo a casa.

–¿En qué términos le comisionaron La terquedad?

–La obra formó parte de la bienal Frankfurter Positionen 2008, que este año estaba dedicada al tema “Inventar la vida”. El eje de la convocatoria (que se hace a artistas plásticos, cineastas y dramaturgos) giraba alrededor de la siguiente pregunta: ¿por qué se producen tantas innovaciones tecnológicas que tienden a querer garantizar más vida, mientras que no parece haber ninguna mejora en el ámbito de la ética? Los artistas indagaron libremente en esta descomunal relación entre las tecnologías aplicadas al cuerpo y las tecnologías aplicables al alma.

–¿Cuál fue su elección?

–Mi obra está ambientada durante la Guerra Civil Española. En vez de irme hacia el futuro, decidí retroceder a un pasado muy específico del cual nosotros, hoy, somos futuro. Somos su consecuencia. Uno de los personajes principales, el comisario del pueblo valenciano de Turís, ha inventado una “herramienta fundamental para el alma”: una lengua artificial, universal y misteriosa, que será capaz de borrar las diferencias entre grupos disidentes. El invento es –en realidad– muy parecido a una computadora, pero nadie en 1939 está en posición de darse cuenta. Ni falta hace decirlo: la obra es de una tristeza agobiante. El cruce entre la complejidad política del fin de esa guerra y el tiempo arbitrario de lo privado, de lo personal, determinan, creo yo, la gran mayoría de los problemas de nuestro presente. Ideología, propiedad, marginación, reforma agraria, lucha de clases.

–Sus obras suelen estructurarse en base a ciertas estrategias compositivas. ¿Cómo fue en este caso?

–La estructura de la obra es demencial. Fiel a mis lecturas sobre el campo de la física y la matemática, el tiempo de la obra no marcha en una sola dirección. La obra dura tres horas; cada hora de la obra ocupa el mismo lapso histórico, y narra lo mismo, pero en diferentes habitaciones de la casa y cada vez desde información nueva. Lo que en una primera versión es extraño e incomprensible, se torna clarísimo y evidente en la segunda, y probablemente otra vez muy misterioso en la tercera. La obra tiene muchos personajes, pero todos deben ser encarnados por sólo cinco actores, que corren tras los modestos decorados como en el más ramplón de los vodeviles. Yo creo que ésa es una de las claves para poder producir en condiciones alemanas buen teatro: ofrecerles a los actores un bocado tan apetitoso, si bien difícil de digerir, para que ellos se pongan inmediatamente del lado de la obra. Es la garantía para que estos mecanismos tan delirantes, tan especulativos, se humanicen completamente y generen una rara máquina de despertar las emociones más extrañas. En este sentido, sus ojos y mis ojos vemos cosas muy distintas, pero probablemente, en lo profundo, el mismo drama.

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Rafael Spregelburd dice que el Estado alemán no sólo produce, sino que garantiza la diversidad.
Imagen: Pablo Piovano
 
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