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Martes, 14 de octubre de 2008

TEATRO › LA PICARDíA CRIOLLA COMO REFUGIO

La picardía criolla como refugio

Al frente de su grupo Mascarazul, acaba de estrenar una versión de la obra escrita por Bernardo Canal-Feijóo. “Son mitos y leyendas rurales que abordan la temática de la explotación, la solidaridad y las estrategias de supervivencia de los más débiles”, dice Alvarez.

 Por Cecilia Hopkins

Presente en la literatura folklórica argentina, al igual que en todo el mundo, la figura del zorro, “el más afamado personaje de la zoología”, según el poeta catamarqueño Luis Franco, también recibe el nombre de don Juan, por su picardía incurable. No obstante, su ingenio es burlado cada vez que intenta sacar provecho de los más débiles y de esto dan cuenta los “casos” o cuentos breves que describen los encuentros del zorro con otros animales, como el tigre (don Simón) o el ñandú (don Cruz). Atento a las expresiones populares de Santiago del Estero, su provincia natal, Bernardo Canal-Feijóo (1897-1982) reunió en los años ‘40 un ciclo de ejemplos de la picardía criolla y les dio formato teatral para la obra que llamó Los casos de Juan. Su primer puesta en escena estuvo a cargo del grupo Fray Mocho, colectivo independiente liderado por el actor Oscar Ferrigno, famoso por su concepción vanguardista para el teatro de su época. Vestidos con mallas negras y sin escenografía, los actores interpretaban a los diferentes animales del relato a partir de la sugerencia del lenguaje corporal.

Estos relatos orales que Canal-Feijóo puso en formato teatral implican una visión crítica de la sociedad: no es posible que los menos favorecidos deban sobrevivir a fuerza de empeñar la picardía criolla. El texto sobreentiende que hace falta concebir un nuevo orden y una voluntad política para instituirlo. El actor y director Hugo Alvarez, al frente de su grupo Mascarazul, acaba de estrenar una versión de este texto dedicado a toda la familia, en la sala Corrientes Azul (Corrientes 5965), con un elenco integrado por Rodrigo Gosende, Fernando Alvarez, Juana Karsh, Julieta Bottino, Susana López, Alejandro Ochoa, Valeria Pontoriero, Evelina Vishnevskaya y Vanessa Nieto. Se trata de “una invitación para pensar en familia temas serios, abordados de una manera lúdica –explica el director en una entrevista con PáginaI12–; son mitos y leyendas rurales que abordan la temática de la explotación, la solidaridad, la amistad, el exilio, la muerte y las estrategias de supervivencia de los más débiles”. Formado como actor en el grupo Fray Mocho, Alvarez se dedicó también al cine: participó en Operación Masacre (1971) de Jorge Cedrón, Los traidores (1972) de Raymundo Gleyzer, El familiar (1973) de Osvaldo Gettino y Los hijos de Fierro (1973), de Pino Solanas, lo cual le valió el exilio en Suecia, donde continuó su carrera teatral. En Estocolmo, precisamente, realizó un montaje de esta misma obra, en 1982.

–¿Cómo fue su vida teatral en Suecia?

–Amenazado por la Triple A, en 1974 debí tomar el camino al exilio junto a mi familia. Primero fue Perú y luego, en 1976, Suecia, donde viví 21 años. Allí formé una escuela de teatro junto con actores chilenos y uruguayos. Paralelamente fundamos el TPL (Teatro Popular Latinoamericano) con el cual hice obras de autores como Roberto Cossa, Eduardo Pavlovsky, Armando Discépolo, Alberto Adellach, Mauricio Rosencof y Canal-Feijóo. También monté obras de autores suecos, como Lars Norén, Niclas Rådström y Suzanne Osten.

–¿Qué historia tiene el grupo Mascarazul?

–Ante mi imposibilidad de regresar al país, en un principio hice teatro en castellano para la extensa comunidad latinoamericana exiliada en toda Suecia. Pero con el tiempo, la comunidad latina se fue integrando a la sociedad que nos dio albergue, por lo que consideré que mi teatro debía marcar ese nuevo intento. Este grupo fue creado en 1991 con actores suecos para hacer teatro en la lengua del país en que vivíamos. Fue duro, pero gratificante, porque el público sueco y la crítica especializada empezaron a reconocer nuestro esfuerzo.

–¿En qué año se sumó al grupo Fray Mocho? ¿Qué recuerdos tiene de aquella primera puesta de la obra de Canal-Feijóo?

–Ingresé a Fray Mocho en 1956 y, aunque era una puesta anterior, conocí aquella versión. Como joven estudiante de teatro, me impactó la concepción moderna, diferente a lo que se veía por entonces. Un teatro estilizado, minimalista, absolutamente despojado de escenografía y vestuario. Sólo contaban con unos practicables, tenían un diseño de luces muy bello y actores que hacían un uso muy creativo de sus cuerpos.

–¿Conoció al autor?

–Lo conocía de haberlo visto en el teatro, y en oportunidad del montaje que hice de esta pieza en Estocolmo, le escribí solicitando, además de alguna información, sus derechos para hacerla. Canal-Feijóo era entonces el presidente de la Academia Argentina de Letras, y me contestó con diligencia y amabilidad que le alegraba que su obra fuese puesta en ese lejano mundo y que se comprometía cordialmente y sin reservas con nuestro propósito. Dos meses después, en octubre del ’82, falleció en Buenos Aires.

–¿Cuál es la visión adulta de un texto que frecuentemente es relacionado con el público infantil?

–Con sus personajes de animales, la obra de Canal-Feijóo habla en forma metafórica del hombre del norte argentino. Describe solidaridades y traiciones y realiza para nosotros un importante rescate cultural, porque es un material que está muy alejado del hombre de la ciudad. Trata sobre un mundo mítico, pero a la vez cercano, si existe la voluntad de reconocerlo e integrarlo. El adulto de hoy, y a través de éstos, los niños, deben rescatar este mundo.

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Alvarez debió exiliarse en 1974, perseguido por la Triple A.
Imagen: Jorge Larrosa
 
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