Domingo, 18 de enero de 2009 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA AL NOTABLE TEATRISTA AGUSTIN ALEZZO
Acaba de estrenar Cena entre amigos y de reponer la multipremiada Rose. El prestigioso maestro, que tiene una experiencia de cuarenta años como director, no reniega de la creación colectiva, pero define su posición: “el autor sigue siendo esencial en el teatro”.
Por Carolina Prieto
La casa es un verdadero remanso a pocas cuadras de la avenida Córdoba, allí donde Palermo Soho extiende sus tentáculos modernos y bulliciosos. Un silencio casi absoluto, apenas interrumpido por los ladridos de Negra y por el sonido de un reloj de pared. Un jardín verde lleno de flores y un living cálido que atrapan la mirada del visitante. Sobre una mesa ratona descansa la novela del japonés Haruki Murakami Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. “Es fascinante, tiene una mezcla de sensualidad y violencia”, asegura el reconocido director cuyos últimos trabajos coinciden en su origen anglosajón. Es que en los últimos años, dirigió varias obras escritas en inglés. Al exitoso unipersonal Yo soy mi propia mujer, de Doug Wright, protagonizado por Julio Chávez, siguieron Otros tiempos de vivir, en base a tres obras cortas de Thornton Wilder; Rose, de Martin Sherman, en cartel en el Teatro del Nudo; y Cena entre amigos, de Donald Margulies, que viene de estrenar en su estudio-teatro El Duende. “Dirigí obras de autores alemanes, suecos, franceses, españoles pero es cierto que últimamente me volqué a la dramaturgia en lengua inglesa. Para mí es la más importante de todas. Ha dado escritores extraordinarios; el último grande que murió fue Harold Pinter”, advierte Alezzo, que trabajó con popes de la escena local como Norma Aleandro (Master Class) y Alfredo Alcón (Ricardo III), además de ser un prestigioso maestro.
Con una experiencia vastísima que suma más de setenta montajes, Alezzo vuelve a codirigir, una aventura que sólo encaró antes junto a su maestra Hedy Crilla. Ahora lo hace con Lizardo Laphitz, con quien trabaja hace más de treinta años y comparte la dirección del estudio. “Yo conocía la obra y como él iba a dirigir y actuar, le ofrecí hacerlo juntos. En parte porque sé muy bien cómo enfoca las puestas a pesar de que tenemos personalidades muy distintas”, señala. Premiada en el 2000 con el Pullitzer al mejor drama, la pieza enfoca los cambios de dos parejas muy amigas desde el momento en que uno de los matrimonios se separa, y termina con un futuro común de amistad y entendimiento.
–¿Cómo encararon el proyecto y qué lo sedujo del planteo de Margulies?
–Yo dirijo en las tres escenas en las que Lizardo actúa y en las otras lo hace él. Funciona porque hay un mismo criterio, una organicidad, que hace que quien no lo sabe, no perciba las distintas manos. Lo interesante del texto es que si bien se centra en dos parejas muy amigas, propone una reflexión sobre la complejidad de las relaciones, sobre modos opuestos de encarar la vida. ¿Qué pasa cuando se producen fracturas, cuando el espejo en el que nos miramos nos devuelve una imagen inesperada? No hay buenos y malos, cada punto de vista tiene sus razones. Y tiene un humor no forzado, no hay gags que buscan un efecto sino que surge espontáneamente de las situaciones.
Otro tipo de comicidad es el de Rose, el unipersonal en el que Beatriz Spelzini encarna a una anciana judía que padeció el Holocausto, el desarraigo y la pérdida del amor, pero que aun así conserva un espíritu jovial, entrañable, y hasta buenas dosis de humor negro. Ganadora de dos premios ACE y tres premios Clarín en dirección y actuación, la pieza ilumina el horror pero también la fortaleza de una mujer. “En este caso, el humor es una forma de abordar las zonas más duras de la existencia, como fueron el horror del nazismo y la miseria de la posguerra”, explica el teatrista, que descubrió la magia del escenario en su infancia, cuando su madre y sus tíos lo llevaban a ver obras para adultos en una época en que no existía el teatro para chicos. “Me atraía tanto lo que sucedía en escena...”, recuerda. Al salir del secundario estudió Derecho más por presión materna que por deseo propio, y en paralelo empezó su formación teatral. Ingresó a Nuevo Teatro, donde conoció a Alejandra Boero y Pedro Asquini, y finalmente dejó la facultad después de tres años de carrera para volcarse de lleno a la actuación. Se empapó de las ideas del gran maestro ruso Konstantin Stanislavsky y tomó contacto con la actriz y también maestra Hedy Crilla, de origen austríaco. Este sería el comienzo de una etapa esencial de su trayectoria, marcada por una intensa formación y por el descubrimiento de la tarea de dirección. “Ella fue mi gran maestra. Trabajamos juntos durante casi treinta años.”
–¿Cómo fue ese vínculo?
–Hedy tenía un ojo tremendo. Le bastaba ver actuar a alguien apenas unos minutos y ya le sacaba una radiografía y sabía por qué caminos llevarlo. Como maestra era igual, y en este sentido, no hubo hasta ahora nadie como ella. Se formó en Alemania, trabajó en París y emigró para la Argentina. Recién acá, empieza a leer a Stanislavsky y a bucear profundamente en su enfoque con toda la experiencia que ella ya traía a sus cuarenta años. Su objetivo siempre fue acercarse a la verdad del personaje y no actuar de manera externa. Por eso, para mí, el trabajo del actor es sumamente atractivo: en un punto, deja de representar para de algún modo vivir lo que le pasa al personaje. Hay en punto en el que los tantos se mezclan. Y es una forma de autoconocimiento: el actor se descubre en territorios que nunca habría imaginado. Y eso requiere coraje.
–¿Su debut como director?
–Hedy y Augusto Fernandes me insistieron mucho, confiados en que tenía condiciones. Me acerqué a Francisco Javier para que me sugiriera textos. Me propuso dos: La mentira, de Natalie Sarraute, y La música, de Marguerite Duras. Me puse a trabajar con los dos materiales con la idea de hacer un estreno doble. Pero cuando estaba a punto de estrenar, me di cuenta de que La música no funcionaba. Lo que veía en el escenario no era lo que yo había imaginado. Estrené sólo la pieza de Sarraute. Fue en el Teatro Payró, en 1968.
–¿Y cómo le fue?
–Era un texto extraño, con un planteo nada realista que buceaba en el subconsciente de los personajes. Yo producía el espectáculo y quedé lleno de deudas. No nos fue bien a nivel del público, pero sinceramente creo que fue mi mejor trabajo hasta hoy.
Al poco tiempo la suerte cambiaría con Ejecución, espectáculo devenido en suceso que estrenó también el Payró y que hizo que Alcón lo llamara para trabajar juntos. Lo dirigió en Romance de lobos, de Valle Inclán. Desde ese momento no paró: hubo años en que estrenó hasta tres o cuatro títulos consecutivos. ¿Una constante? Su inclinación por el teatro de texto. “No sabría cómo hacer otra cosa. Además pienso que el autor es esencial en el teatro, que no se lo puede reemplazar, sin por ello despreciar la creación colectiva que dio experiencias teatrales muy significativas. Pero así y todo, creo que adolecen de la ausencia de un buen autor, de su pensamiento, de su forma de expresarlo. Para mí, los actores actúan pero no son autores”, aclara.
–¿A esta altura maneja un método para dirigir?
–Cada proyecto tiene sus particularidades. No tengo una manera única de encarar cada obra, pero hay dos elementos que me ayudan a determinar la forma de hacerlo: el material dramático en sí mismo y el elenco. Yo intento adaptarme a los actores, siempre sabiendo a dónde quiero llegar. Los caminos pueden ser muchos. Nunca fuerzo a los intérpretes a trabajar de determinada manera. Obviamente no es lo mismo hacerlo con actores jóvenes que con Aleandro, Alcón o Chávez. Pero siempre el desafío es dar vida a un texto. Y en general me gusta trabajar durante tres o cuatro meses para preparar bien una obra.
–Hoy pareciera que cualquiera puede actuar, que el teatro sería –en relación con las demás artes– la que menos formación y disciplina requiere. ¿Por qué?
–Y ahí salen las cosas. La televisión tiene mucho que ver, privilegiando las caras y los físicos.
–¿Qué proyectos le gustaría abordar en un futuro?
–Hay varias obras que me interesan mucho, tengo un par de ideas para este año pero aún nada concreto. Encarar una obra es siempre una aventura, nunca sabés qué va a pasar. La verdad, prefiero guardar silencio.
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