Domingo, 18 de enero de 2009 | Hoy
TEATRO › EL DIARIO DE UN ESPECTADOR ANTE EL ESTRENO DE ANTONIO GASALLA
En Más respeto que soy tu madre, el cómico produce el doble hito de adaptar el primer blog a teatro y debutar en un texto ajeno: el resultado es un tour de force actoral que lleva a extrañar la corrosiva liviandad de sus otras criaturas.
Por Julián Gorodischer
Como pasa siempre con Antonio Gasalla, el tema es la existencia gris: ninguna de sus hijas habría elegido ser lo que es. La participación en un clan nunca es deseada sino que se hereda como una fatalidad; se vive, en las casas bajas, como en jaulas voluntarias. El vínculo con la descendencia está regido por la frustración de no poder armar los hijos a medida. En este caso, en la primera obra teatral que adapta un blog (Más respeto que soy tu madre, de Hernán Casciari) la mujer gris se llama Mirta Bertotti, ama de casa de la localidad de Mercedes (provincia de Buenos Aires), y repite mandamientos heredados con determinación automática: “Tu hija se casará virgen”. “Tus hijos, a determinada edad, estarán obligados a financiarte la vida.” “Tu marido es tu enemigo.” “Tu mejor amiga es una puta.” “Tu hijo menor será la sombra del primogénito.” “Repudiarás la homosexualidad del primogénito cuando se anuncie.” “Odiarás a tu mejor amiga.” “Odiarás a tu marido y se lo harás saber a diario.”
Esta mujer reproduce en la sobremesa las verdades del noticiero, rinde tributo a una sacerdotisa pagana (Susana), se vincula con el marido como en una guerra de los Roses. Gasalla va a la médula del ser suburbano, le deshace sus rituales con observación de lince: lo que resulta es costumbrismo suburbano; están el chisme, la malaria, el prejuicio que rigen la vida en el pueblo y el barrio.
Como otras hijas de Gasalla, la vida de Mirta apunta a representar un conjunto, a cambiar singularidad por valor de arquetipo, a hacer parte a tantísimas vidas suburbanas regidas por la organización ritualista de la existencia. Pero se logra a medias: las intervenciones de “la vieja” o “la empleada pública” sí permitían que se desatase una catarsis: la masa era cacheteada por las bestias femeninas que le imputaban pasar la vida dormida. En Mirta se produce menos la interpelación a un colectivo “argentino” que la exhibición de “un caso” universalmente atípico.
Quizás el problema sea la propia escritura fragmentaria, por naturaleza, del género blog: Más respeto que soy tu madre, de Hernán Casciari, aporta el tenor y la cantidad de los temas: se pauta una agenda doméstica, aquí de una ama de casa en la menopausia. Como pasa con las “Entradas” de blog –que acumulan experiencias sin detenerse en cada anécdota en particular–, que avanzan como un folletín inconexo, con referencias múltiples a otros textos y fotografías, Más respeto... también elige narrar como una enumeración rápida: violencia familiar, contrabando de drogas, prostitución de menores, homosexualidad tapada en un mismo clan. Tarda y no llega el florecimiento de las situaciones cómicas. Todo lo contrario: las menciones cobran, sí, valor de escándalo; mucho “pija”, mucho “mierda”, mucho “tetitas”. La alusión soez se actúa acentuando las vocales.
La chanchada era más efectiva en los lejanos tiempos de El mundo de Antonio Gasalla, cuando Gasalla se revolcaba “en piso” con Urdapilleta y Tortonese. La alusión sexual era más revulsiva cuando la gorda manoseaba a su invitado de turno. Quizás el problema sea la escritura asociada indefectiblemente al soporte “Internet”: la ramificación inherente al lenguaje aquí se reduce a la acumulación de gags. El linkeo, esa posibilidad de construir un texto multidimensional, aquí cobra la forma más arcaica de la comedia de puertas que se abren y se cierran, con aplausos en el ingreso de los actores.
Las hijas de Gasalla son siempre mujeres “arruinadas por los medios masivos”. La alusión continua a la vida de estrellas también aparece en Bertotti, adicta al programa de Susana. Sus parámetros éticos están provistos por el conductor-formador de opinión. Su nacionalismo retrógrado convive con el homenaje al “hermano desaparecido”; las contradicciones no se explican más allá de la simple mención. Su monstruo interior (espiar a los hijos, odiar y envidiar en general...) no se manifiesta en situaciones dramáticas sino en referencias del largo monólogo, que no prevé interrupciones para Gasalla. Megalómano, quiso que esta vez fuera así: puso a prueba la dote actoral. Se cambia en escena, sin parar el monólogo; entonces entra y sale de personaje con igual presencia carismática (para reinar en el chalet mercedino o para putear a Sonido ante los problemas con un micrófono (“... hoy te ganás el Oscar, Sonido”).
El costumbrismo de la prosa efímera de blog quita hondura narrativa y sustancia. Mirta troca el autismo de la vieja de Esperando la carroza por la conectividad absoluta: desde el impulso materno a la prostitución vía web cam de “la nena” al carácter cibernético de su propia bitácora. Atrás quedó el encierro de otras hijas (desde Cora a Soledad). La conectividad (el aggiornamento) moldea la estructura: el larguísimo plano secuencia que constituye la obra lleva el ritmo que pauta Internet: nada se detiene nunca, todo es “ya”. La estructura ad infinitum de la secuencia actoral desafía lo humanamente posible (y fascina y adormece a la platea): la proliferación de males familiares (purgados a través de los tributos a la democracia y a Maradona), como en la red de redes, suprime cualquier amago de linealidad.
La hija tecnológica de Gasalla, Mirta, rompe la constante de sus antecesoras. Aporta el grado máximo de la identificación no sólo con la TV sino con el uso de Internet (chat y redes sociales). El ama de casa hipertextual aquí se engancha con los rasgos del espectador clásico de TV: vínculo apasionado con las estrellas, propensión a la declaración escandalosa, ritualización de la vida cotidiana cuyo devenir es una sucesión de ceremonias (el almuerzo de Mirtha Legrand, las vacaciones en familia, la cena, la paliza). La hija moderna de Gasalla hereda la condición pueblerina pero está hipererotizada, algo que en Cora –su alter ego naïf– aparecía sólo como una insinuación esporádica. La combinación de exabrupto erótico y candidez de comadrona le dan carácter contradictorio –y menos identificacional– a la flamante Mirta.
Mirta es atravesada por la locura informativa sobre la farándula. Sus nuevos rasgos (control detallado de vida de famosos y duelos mediáticos, inmensidad de datos sobre quién sale con quién) dan cuenta de la transformación vivida. El chisme ahora corresponde a la vida de las “estrellas” que se casan, cornean y litigan por la tele. El arte del retrato televisivo se plasmaba en la vieja con precisión literaria. Pero Mirta falla cuando intenta ponerse seria (la honra a Maradona, el festejo de la democracia) porque pretende un don que no tiene: no es –se dijo– representativa. Su signo es la ambigüedad; su voz es tan fuerte que imposibilita asumirla como propia. La abundancia de la referencia biográfica no ayuda a expandirla. La vieja, para ser universal, necesitó de familias varias, miembros intercambiables, y en una última etapa de la negación total del clan. Mirta tiene un anclaje único: su identidad está definida por su contexto geográfico y afectivo.
La comparación entre Mirta y Cora es obligatoria. Las dos son un testimonio del barrio (mentalidad media suburbana). Son las representantes de los chismes de pequeña escala, de los prejuicios sobre la divorciada –siempre “una prostituta”– o el hombre golpeador calificado como un marido que se pone los pantalones. Pero escuchar y ver, para Cora, significaba funcionar como cronista del suburbio en el que le tocó habitar. Su voz tuvo la fuerza que da la primera persona realista, la palabra del que lo vivió: esa vieja era un testimonio de muchas individualidades por separado: la interpelación se daba desde el todo (el arquetipo) al uno (espectador). En cambio Mirta habla desde “el uno” (esa ama de casa desfigurada) al todo (el público que se pone de pie y entrega el aplauso que hará llorar a Gasalla). Más lejos del “gran sujeto colectivo”, percibida como un “otro”, más cerca del fenómeno circo.
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