Miércoles, 2 de marzo de 2011 | Hoy
TEATRO › EL LEóN DE LA METRO, DE CECILIA HOPKINS, LOS JUEVES EN EL TEATRO DEL ABASTO
La obra sigue a una pareja de sobrevivientes de un circo que se incendió en su derrotero de pueblo en pueblo, donde intenta en vano conseguir algún voluntario para un match de boxeo contra el hombre. Y un misterio no develado alimenta las fabulaciones de ambos.
Por Hilda Cabrera
Sobrevivientes de un circo que ardió, los personajes de El León de la Metro peregrinan de pueblo en pueblo, intentando armar un show para no desfallecer por hambre. “¡A la comida hay que ganársela!”, grita el hombre, León, como si ese mandato y su desaforado grito menguara el desamparo en que se encuentra. Este León que ruge, queriendo ser tan famoso en el boxeo como el que acabó siendo un logo de las películas de la Metro, es un individuo en bata de pelea, pero en decadencia. Sueña también con ser otro León, Trotsky, amado por la pintora Frida Kahlo. Esa es una de las razones que fuerza a la mujer de esta historia –la partenaire y presentadora que lo califica de “campeón de peso minimosca de todos los tiempos”– a vestir adornada a la manera de la artista mexicana, sólo que su atuendo está confeccionado con viejos retazos. Pero esa transformación pictórica no atrae a los lugareños. ¿Qué tal entonces si cambiamos de traje? Las propuestas surgen invariablemente de la mujer, porque en ese deambular a dúo ella es la que inventa y configura situaciones nuevas para entusiasmar a los habitantes de cada pueblo, prometiéndoles un espectáculo de fuerza y coraje. Su convocatoria está dirigida a los pobladores que quieran desafiar en un match de boxeo al aguerrido León (papel que asume León Iskovich, bailarín de tango formado con Rodolfo Dinzel y Carlos Rivarola). Puro deseo, claro, porque tiene que vérselas con la indiferencia de los lugareños, el inestable humor y los arranques autoritarios característicos de su compañero de ruta.
“¡No se deprima! A usted los recuerdos le sientan mal”, aconseja la mujer, personaje que –interpretado por Cecilia Hopkins, también a cargo de la dramaturgia y la dirección– halla un lenguaje vital para cada escena, imprevisto en los apuntes cómicos y en el uso de las canciones y los textos que le sugieren la literatura y el cine. Estos elementos, sumados al conocimiento de las técnicas corporales aprendidas por Hopkins con maestros argentinos y extranjeros, tensan la acción e ilustran las oposiciones entre uno y otro personaje. Acaso sin salida, la mujer acompaña al hombre hasta en sus devaneos, al punto de caminar en público rengueando como si fuera Frida. Pero, ¿sirve reiterar el engaño? “¡Nos van a comer los piojos!”, anticipa la partenaire, cuyo respiro es idear mayores atractivos para el show y no desechar oportunidades. Para estos soñadores en tiempos difíciles, el dilema es salir de pobre.
A diferencia de sus espectáculos anteriores, donde el texto y el canto eran, en general, grabados, Hopkins ofrece en directo texto y canto, combinando la exageración con el matiz y el humor con el desconcierto. Y todo esto para mostrar una realidad hecha de privaciones. El hombre tiene, al menos, “recuerdos de los buenos”; su personaje, en cambio, los fabrica, y no cree en el arte por el arte ni en las virtudes del estómago vacío. El problema –o la suerte, según se mire– es que nadie acepta el desafío del boxeador, aun cuando la mujer invite luciendo un llamativo traje de écuyère, rescatado del incendio por la amiga amazona del circo. El artilugio de las prendas salvadas del fuego colabora en el armado de las soñadas y poéticas secuencias de baile y las que aluden a las rutinas circenses, bellamente ambientadas –como la totalidad de la obra– por Daniel Fernando Martínez (escenógrafo y vestuarista) y Guillermo Merzari (iluminador).
En algunos aspectos, las escenas mencionadas se relacionan con los últimos trabajos de Hopkins en torno de los bailes populares y su manifestación teatral. Dedicada a la investigación en el campo de la Antropología Teatral, publicó numerosos artículos y un volumen Tincunacu. Teatralidad y celebración popular en el Noroeste argentino, editado por el Instituto Nacional del Teatro. Realizó cursos de entrenamiento en el Odin Teatret, de Eugenio Barba (en Dinamarca), y en la India, donde se especializó en Kathakali, danza teatro y canto originarios del sur de la India, cuya técnica incluye un lenguaje de gestos (de manos y movimiento de los ojos) que permite narrar historias. Estrenó la experimental Lunario, en 1999 (conjunción de texto, movimiento, sonido y gesto); Danzadelejos (2000); La recaída, de Julio Cardoso (2003); Milonga de-sierta (2005) y Gemma Suns (2009), sobre textos de Maxi Rodríguez y dirección del español Etelvino Vázquez, estrenada en España y repuesta en el Teatro del Abasto.
Invenciones y realidades se cruzan en este espectáculo de quiebres existenciales que se destaca por la precisión en el manejo del lenguaje y de las acciones, el humor que colorea las observaciones en torno de lo cotidiano e histórico y el misterio no develado que alimenta las fabulaciones de la mujer y los ensueños del boxeador.
8-EL LEON DE LA METRO
Intérpretes: Cecilia Hopkins y León Iskovich.
Diseño de escenografía y vestuario: Daniel Fernando Martínez.
Realización escenográfica: Federico Barreiro.
Diseño de caballito: Daniel Dondero.
Espacio sonoro: Milena Machado.
Iluminación: Guillermo Merzari.
Dramaturgia y dirección: Cecilia Hopkins.
Producción: Fervor de Buenos Aires.
Lugar: Teatro del Abasto, Humahuaca 3549 (4865-0014), los jueves a las 21.
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