Martes, 28 de marzo de 2006 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA CON URIEL GUASTAVINO
El director de la nueva versión de Yvonne, princesa de Borgoña, de Witold Gombrowicz, habla de su visión acerca de esta obra.
Por Hilda Cabrera
“El amor no se explica, sucede. Y algo semejante ocurre con la elección de una obra.” Por eso, Uriel Guastavino decidió llevar a escena Yvonne, princesa de Borgoña, atrapado por la escritura del polaco Witold Gombrowicz, autor de novelas, ensayos y piezas de teatro (Opereta, El matrimonio) que vivió en la Argentina entre agosto de 1939 y abril de 1963, viajó luego a Alemania –invitado a un encuentro en Berlín– y se quedó en Francia, donde adquirió fama y falleció a los 65 años, en 1969.
Guastavino, hijo de exiliados, fue llevado por sus padres a Estocolmo (Suecia) en 1978, de donde regresó en 1992. La historia de su familia –dice– está muy ligada a una etapa autoritaria de la Argentina. Su abuelo, primo del célebre pianista y compositor Carlos Guastavino (el de Pueblito, mi pueblo y Se equivocó la paloma), integró el Coro Estable del Teatro Argentino hasta el incendio de 1977 que destruyó totalmente esta sala, construida en 1890. El interés por el creador de Ferdydurke surgió durante un encuentro de amigos en Barcelona. Quizás a raíz de sus experiencias de niño marcado por la emigración le obsequiaron Transatlántico, anticipándole que en esa novela satírica y en parte autobiográfica hallaría graciosos apuntes sobre los exilios: “Es un libro muy porteño, cuenta mucho de Buenos Aires y del nacionalismo polaco, que critica tanto como el europeísmo de una franja cultural de la sociedad en Diario argentino”. Yvonne..., varias veces editada –y prologada además por Ernesto Sabato y por el director Jorge Lavelli (éste, en una edición de Talia, de 1972)–, impactó a Guastavino por su raro lenguaje y actualidad. “Mi lectura de la obra coincidió con el caos institucional que se produjo al caer el gobierno de De la Rúa. Era patente la semejanza de ese palacio patas arriba que describe Gombrowicz con aquel estado de cosas imposible de controlar. Encajaba con mis impresiones y el deseo de En Zona Roja, nuestro grupo, de elegir algo que representara el tiempo que estábamos viviendo”. La pieza le permitiría más tarde desarrollar nuevas técnicas. Con el mismo elenco, había estrenado El campo, de Griselda Gambaro, y Vendaval, de Laura Cuffini. Para el montaje de Yvonne..., que se representa los sábados a las 23 en Be- ckett Teatro (Guardia Vieja 3556), cada actor y actriz debió aprender todos los roles para conformar su personaje con datos propios y de sus compañeros. El grupo, fundado en 1998, cuenta con escenógrafo, vestuarista, iluminador y músico. Estructura que, según Guastavino, favorece la experimentación.
–¿Cuál ha sido la dificultad mayor en este montaje?
–La duración. Una obra de tres horas es un suicidio para el teatro independiente. No hay sala que la acepte ni público que la aguante. Es difícil acortarla, pero la dejé en hora y media. La estrenamos con miedo, recordando que fue escrita para esos años, mediados de los ’30. Sin embargo, los trasciende. Gombrowicz me recuerda a Osvaldo Lamborghini, barroco y al mismo tiempo irónico y desfachatado.
–¿Cómo relacionó los temas básicos de Yvonne... –la simulación, la ignorancia y lo macabro– con vivencias del presente?
–El palacio es para Yvonne un laberinto. Por eso utilizamos una escenografía de cinco paneles que rotan todo el tiempo. El espacio se rearma así unas quince veces. Nos interesó jugar con la imagen de unos reyes que saludan como podrían hacerlo entre nosotros las autoridades desde el balcón de la Casa Rosada. La artificialidad de la política es un tema muy actual. Todos sabíamos quién era Carlos Menem y qué podíamos esperar, en cambio no estaba claro con De la Rúa. Durante su gobierno se reinstaló la simulación. Aparecía como un pastor evangélico destinado a salvarnos. En la corte de Borgoña predominan los ignorantes, como en nuestra clase política. Lo macabro se manifiesta cuando Yvonne, con su simpleza, hace caer las caretas del comportamiento social.
–¿Cuánto lo influyó el exilio?
–No sé qué hubiese sido si hubiera permanecido en la Argentina. Nací en La Plata y me fui a los ocho años. Recuerdo estar sentado con mi padre a la mesa de un bar cuando me dijo que nos íbamos del país. Yo usaba entonces un documento falso.
–¿Le trajo problemas?
–Creo que sí, aunque sabía que era necesario y que esa falsa identidad me servía de salvoconducto. Nos juntamos todos en Río de Janeiro. Mis padres estaban divorciados desde mis cuatro años, pero había unidad porque militaban juntos. De allí, por tratativas en una oficina de Naciones Unidas, terminamos en Suecia. Mi primer contacto con ese país me aterrorizó. El lugar en el que estábamos se encontraba cerca de un campamento militar.
–¿La elección de obras como El campo y Vendaval se conecta con esas experiencias?
–Gambaro escribe El campo durante la dictadura de Onganía. Palpaba lo que se venía: el avasallamiento. Aquella lectura me conmovió. El avasallamiento es también el tema de Vendaval, la historia de un pueblo de raíces indígenas al que le quitan el ferrocarril. Acá necesité refundar mi familia. Ahora tengo más de una. Mi mamá vive en Estocolmo y mi padre falleció. Mi familia acá es mi mujer y mi hijo; el grupo de teatro y mis amigos. Desde muy chico iba con mi abuelo al Teatro Argentino. Me quedaba jugando. En Suecia trabajé en teatros comunitarios y escuelas. Siempre me sentí ligado al teatro.
–¿Existe ya una próxima puesta?
–Es un montaje sobre la relación entre el primer y el tercer mundo, donde los protagonistas son unos deportados que se encuentran en un aeropuerto europeo. Para mí, aunque se emigre por cuestiones económicas, las razones son siempre políticas. La gente no abandona su país por gusto.
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