Martes, 3 de mayo de 2011 | Hoy
TEATRO › UN TRANVíA LLAMADO DESEO, CON DIRECCIóN DE DANIEL VERONESE
Correcta y bien resuelta, la versión de este clásico de Tennessee Williams protagonizada por Diego Peretti, Erica Rivas y Paola Barrientos sale airosa, aunque no sorprende ni descoloca, a pesar de estar ambientada en un conventillo porteño.
Por María Daniela Yaccar
Hay una necesidad imperiosa en Blanche Dubois, casi tan prioritaria como perfumarse. Es una necesidad que no oculta, pese a que sólo la pronuncia una vez a lo largo del drama que Tennessee Williams escribió cuando se despedía la primavera de 1947. Cuando todo en su vida es decadencia (económica, social, amorosa), Blanche ruega: “Quiero... ¡magia!”. Sea en un suburbio de la Nueva Orleans de aquella época –coordenadas de Un tranvía llamado Deseo– o en la metrópolis porteña de hoy, siempre existirá quien, como Blanche, necesite fugarse de la realidad. Se puede fumar o tomar whisky descaradamente. Se puede hacer poesía a partir de lo más nimio o maldito. Es una –sólo una– de las muchas razones por las cuales esta obra hablará por siempre, sobre cualquier parte, cualquier tiempo, cualquier ser. Y a cien años del nacimiento del dramaturgo, lo vuelve a hacer a nivel local a través de una nueva versión dirigida por Daniel Veronese, con Erica Rivas y Diego Peretti en los papeles principales.
A esta altura, a la obra se la mira como por un caleidoscopio, y eso supone tanto garantías como riesgos para esta –y cualquier– versión. Porque al acontecimiento teatral particular, al aquí y ahora que intentan Rivas y Peretti, lo recorren espectralmente el texto lejano y fascinante que escribió Williams, así como también la película que dirigió Elia Kazan en 1951, con el dato (no menor) de que Blanche Dubois y Stanley Kowalski eran Vivien Leigh y Marlon Brando. En tal sentido, es una garantía que frases como “yo he dependido siempre de la bondad de los extraños” –la más famosa de Blanche, el principio de su fin– difícilmente pasen inadvertidas. Hay que decirlas bien, claro, pero de por sí dejan una estela. Y, sin dudas, el riesgo mayor está en las comparaciones. Por eso no sorprende escuchar ciertos comentarios terminada la función. “A mí Peretti me calienta”, le confesaba una espectadora a su amiga, mientras la otra le decía que no, que no podía olvidarse de cómo Brando la “partía al medio”.
En el balance de garantías y riesgos que se ciernen en torno de una obra de tal trascendencia, pilar del realismo norteamericano, la versión de Daniel Veronese sale airosa, aunque no sorprende, no descoloca. Dicho de otro modo, quien haya leído el texto, visto la película y luego se meta en el teatro, no va a pasar por una experiencia transformadora. La obra no resta, pero tampoco suma. Es una versión correcta y bien resuelta, pero para brillar le falta un toque de indiscreción, ingrediente que constituía al buen arte desde el punto de vista del mismo Williams. Algo de vuelo propio, no tanta perfección. Podría esperarse más de Veronese, quien sí ha impactado, por ejemplo, con obras de Ibsen, generando momentos vibrantes que en el texto no lo parecen, con un sinfín de recursos nada extravagantes. Lo mismo con Chéjov. En este caso se ve a Tennessee Williams –al film también–, pero cuesta encontrar a Veronese, Peretti, Rivas y elenco.
La magia que Blanche pide a gritos es lo que conduce la puesta hacia el interior. En un reportaje que concedió al suplemento Radar de este diario, Veronese advertía que la película estaba más montada sobre Kowalski que sobre Blanche, situación que en esta puesta se revierte. En la puja entre la fuerza bruta y la poesía que el texto propone sobresale esta última, en manos de una Erica Rivas a la que las ropas de Blanche sientan perfecto, aunque ella físicamente esté lejos de lo que se entiende hoy por decadencia. Eso no la perjudica. Su personaje crece, puntualmente, tras uno de los episodios que dan más ganas de ver: cuando Stanley le levanta la mano a su mujer, Stella. A partir de ahí, Rivas deja la soltura inicial –y demasiada rapidez para algunos textos, sobrevolados– para ofrecer una ambigüedad y un estado de perdición más ajustados a lo que se espera de una “aristócrata” venida a menos.
Por su parte, Peretti exhibe aquí un costado animal que probablemente no haya mostrado antes en su carrera como actor. Dos son los momentos más fuertes y delicados de Un tranvía...: cuando el polaco le pega a Stella y cuando viola a Blanche. Sacó músculo, Peretti, para afrontar este desafío –o al menos eso parece– y se lo ve en el esfuerzo de meter miedo, pero no lo consigue del todo. En momentos cargados de tensión es cuando se nota que el espacio no favorece a lo que está ocurriendo: en una sala más chica, donde el espectador pueda encandilarse con gestos y voces, probablemente la cosa sería diferente. En esos dos momentos clave de una obra que es pura atmósfera, el elenco se desempeña verdaderamente bien. Se destaca Guillermo Arengo, quien sí logra componer a un Mitch muy propio, el amigo de Stanley que cae rendido a los pies de Blanche. Paola Barrientos, como Stella, también se luce, en ese rol que está en el medio de Blanche y de Stanley y que aboga por la apacible convivencia.
Curiosamente, esta versión de Un tranvía... tiene momentos de humor –una licencia bien aprovechada–, que en general protagoniza Arengo, verdaderamente gracioso. Resulta simpático verlo, grandote como es, entrando a la casa de Stella y Stanley con un peluche en la mano para su flamante amada. El público se tienta, también, más que con su decadencia, con la mordacidad de Blanche, con esa facultad que tiene para decir las verdades que nadie quiere oír y que se nota que pensó mil veces. A su vez, ciertos cambios en los parlamentos aportan a la obra un toque de argentinidad y hasta de maledicencia rioplatense. “Sacá el culo de la mesa”, le reclama Stanley a Blanche, y no faltan las puteadas durante altercados físicos y verbales.
Con todo, ¿hay, entonces, magia en esta versión de Veronese? Depende del cristal con que se mire. Quien quiera encontrar a Tennessee Williams lo hará, y quedará decididamente satisfecho. En cambio, quien pida la plusvalía que el paso del tiempo y el corrimiento de escenario presuntamente implican, se irá apenas conforme. Sucede que, cuando todo es demasiado prolijo, cuando esa idea de un afuera pobre y estancado en el tiempo (la historia transcurre en un conventillo) apenas asoma, la magia es mucho más difícil de encontrar. Por eso se necesita de un Stanley para que exista una Blanche, y viceversa.
Autor: Tennessee Williams.
Adaptación y dirección: Daniel Veronese.
Intérpretes: Diego Peretti, Erica Rivas, Paola Barrientos, Guillermo Arengo, Paula Ituriza, Gonzalo Martínez, Martín Policastro, Guillermo Aragonés, Beatriz Dellacasa y Guido Botto Fiora.
Escenografía: Jorge Ferrari.
Luces: Eli Sirlin.
Vestuario: Gabriela Pietranera.
Sonido: German Brusellas.
Producción técnica: Andrea Czarny.
Producción ejecutiva: Verónica Elizalde.
Asistentes de dirección: Romina Lugano y Sebastián Mallo.
Producción general: Daniel Grinbank.
Duración: 100 minutos.
Funciones: Teatro Apolo, Avenida Corrientes 1372 (4371-9454). Miércoles, jueves y viernes a las 21, sábados a las 20.30 y 22.30, y domingos a las 20.30. Entradas entre 90 y 140 pesos.
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