Miércoles, 28 de marzo de 2012 | Hoy
TEATRO › TOP, TOP, TOP!, EL UNIPERSONAL DE MARCELO KATZ EN CLAVE DE CLOWN
Tras varias experiencias como director, el cofundador de La Trup se embarca en un espectáculo que no necesita apelar a recursos grandilocuentes para producir una generosa serie de impactos. Como un niño liberado, el clown encanta y contagia.
Por Carolina Prieto
Hace años que no se subía a un escenario para actuar. En los últimos tiempos, Marcelo Katz se dedicó a dirigir una serie de espectáculos creados junto a actores y alumnos avanzados de su escuela de clown, con los que emocionó a cientos de grandes y chicos. Aguas, Aires, Amargo dulzor y Tempo son algunas de sus más recientes propuestas, que combinaron delirio, poesía, juego, espontaneidad y muchísimo humor. Ahora es posible ver al artífice de estos trabajos en Top, top, top!, unipersonal con dirección de Hernán Carbón. La obra es el resultado de un trabajo intenso y comprometido en el que Katz despliega su universo familiar y afectivo, mezclando autobiografía y ficción. Para hacerlo, el artista –que antes de dedicarse al clown y devenir un referente central de esta disciplina, fundó con Gerardo Hochman la compañía de nuevo circo La Trup– eligió un traje marrón de mangas cortas y pantalón hasta las rodillas. Completan el look medias, zapatos, camisa, moño, sombrero y la típica nariz roja. Un vestuario con aires adultos, pero también ridículos y juguetones, que anticipan lo que se viene.
El personaje entra a escena tocando una puerta imaginaria (Top, top, top!) y enfrenta al público en forma directa, anunciando que va a hablar de las personas y situaciones que lo marcaron. No llega a terminar la frase porque se embala en pronunciar las emes de “las personas que meee...”, imprimiendo distintas intenciones, como una fuerte alegría o una bronca desbordante. Este pequeño recurso sonoro grafica la tela con la que está hecha la obra: una trama mínima, pero muy efectiva, de sonidos, gestos, movimientos, pasos de baile, imágenes, palabras, breves relatos y asociaciones libres. Recursos frescos, ingeniosos, ridículos, como los de un chico que juega sin represiones. Y así arranca este viaje por su vida, apoyado en proyecciones. Fotos de sus padres, hermanos, amigos y compañeros de aventuras artísticas que el protagonista hace aparecer cual mago sobre una pantalla. Le basta un chasquido de dedos para que los espectadores vean la cara de la persona que está nombrando, y otros chasquidos más para intervenirla según las necesidades del caso. El personaje no anda con rodeos: va al nudo de la relación, a las emociones que cada vínculo le depara, sin disimular nada.
Delante de la pantalla, y sobre una mesa, Katz manipula una batería de objetos pequeños, parecidos a los que usan los chicos. Como en un cuento infantil, de allí emergen los paisajes que habitaron su infancia: la montaña que escaló con la madre, los paseos en remo con su padre por el Delta (¡con un botecito que navega por un estrecho canal con agua!) o los viajes en tren, creando la atmósfera que acompaña cada relato y que va adoptando distintos matices: el verdor del Tigre, la oscuridad de la noche iluminada por la luna y las estrellas. La música y las imágenes proyectadas terminan de delinear cuadros muy bellos. El público no sólo disfruta mirando: en varias ocasiones, Katz invita a algún espectador a sumarse y pescar con una caña unos diminutos patitos sumergidos en un balde, o a lanzar aviones de papel a una pista que se enciende cuando dan en el blanco. Todo está hecho en pequeño formato y muy cuidado, sumergiendo a la platea en un mundo alejado de la parafernalia tecnológica y muy cercano a la magia de la niñez, donde todo es posible.
Sorprende la sinceridad y la simplicidad del planteo y, a la vez, la capacidad para tener al espectador cautivado y atento a lo que va sucediendo. Basta un actor que está verdaderamente presente en escena, que habla sin prisa, que no grita, que abre las puertas de su mundo privado sin caer en lugares comunes. Se muestra como es, sin maquillar sus aspectos absurdos, tontos, tiernos, vulnerables o competitivos. Como cuando repite una y otra vez “Hospital Fernández”, acentuando hasta lo imposible el supuesto prestigio del lugar donde trabajó su padre, o la manera en que dice “¡Epa!” cada vez que muestra la foto de la casa que hubiera querido tener en el Tigre; o cuando se pregunta “¿Por qué me limito?”, como desafiando el tope más o menos lógico de las cosas.
Desde la dirección, Hernán Carbón maneja muy bien los ritmos y las cadencias de un espectáculo que nunca se acelera por demás. La dupla director–actor se conoce muy bien: trabajaron juntos en varios espectáculos y juntos producen esta pieza que emociona y divierte. Se animan a nombrar los hechos dolorosos (la muerte, el distanciamiento, el desencanto) sin eufemismos, pero sin golpes bajos. Y hay una especie de segunda vuelta imperdible: cuando el personaje revela la verdad de todo lo que dijo antes, asume la distancia entre las dos versiones de su vida y se expone aún más.
El título de la obra da una pista del entorno familiar del personaje: si su padre fue un médico tan reconocido y top, su hermano mayor un prestigioso arquitecto, y el que le sigue un editor no menos reconocido, Katz deja ver lo que él hizo frente a esos parientes exitosos. Lo suyo no es medicina ni arquitectura ni edición de libros. Es teatro, acaso tan inmaterial y sugestivo como el theremín que toca en escena.
* Top, top, top! se presenta los viernes a las 22.45 en la sala Tuñón del Centro Cultural de la Cooperación (Av. Corrientes 1543).
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