Viernes, 18 de mayo de 2012 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA A FLORENCIA PEÑA, PABLO ECHARRI Y FERNAN MIRAS
Los tres actores protagonizan El hijo de puta del sombrero, con dirección de Javier Daulte, una áspera y corrosiva comedia de enredos en los que las adicciones al alcohol y las drogas juegan un rol crucial. Puede verse en la Sala Pablo Neruda del Paseo La Plaza.
Por Emanuel Respighi
En un momento creativo en el que tanto la cartelera teatral como la oferta televisiva es invadida por ficciones cruzadas por el psicoanálisis, esta semana llegó al público porteño una obra que rompe con la tendencia del arte psi. Cruda y directa, descarnada y brutalmente real, El hijo de puta del sombrero asume el compromiso de poner ante los ojos de los espectadores una pieza que desciende al infierno de un grupo de gente adicta al alcohol y a las drogas para, ante la extraña aparición de un sombrero, contar una áspera comedia de enredos. “La obra es una comedia de un tipo de humor corrosivo, irreverente y frontal, muy poco condescendiente con el espectador, que la disfrutará con los pelos de punta y el alma conmovida”, explica Pablo Echarri, en diálogo con Página/12, junto a Florencia Peña y Fernán Mirás, los otros dos protagonistas de la historia. La obra, que se presenta de miércoles a domingo en la Sala Pablo Neruda del Paseo La Plaza, cuenta con la dirección de Javier Daulte y las participaciones de Jorgelina Aruzzi y Marcelo Mazzarello.
El hijo de puta del sombrero cuenta la historia, en clave de humor, de Mario (Echarri) y Valeria (Peña), una pareja de enamorados desde la escuela primaria a la que la adolescencia y el mundo adulto puso en aprietos por diversos motivos. Beneficiado con la libertad condicional, Mario quiere dejar atrás la mala época, intentando conseguir un trabajo estable y mantenerse alejado de la bebida. El problema es que, esta vez, ese plan choca con el de Valeria, que a su lengua filosa le suma la adicción a la cocaína. En el medio de ellos aparece en escena Esteban (Mirás), el “padrino” de Mario en Alcohólicos Anónimos, que pese a su dudosa moral debe velar porque su compañero se mantenga sobrio. Ese trío de almas volátiles estallará por los aires cuando Mario encuentre un extraño sombrero en el lugar y momento equivocados, desatando un derrotero de confusiones instintivas cuyas consecuencias ningún personaje está en condiciones de analizar.
“La obra te instala en un mundo complejo, duro, pero que se vuelve cómico por las cosas que les suceden a los personajes y por el tono de la puesta”, subraya Mirás. “El hijo... no revela nada que no conozcamos. Tal vez lo que sucede es que las peleas tienen unos decibeles más, por la realidad en la que viven los personajes, que están todos escapando de una adicción o sumergidos en ella. Eso hace que los conflictos estallen con una potencia mayor que la que podrían tener en una familia más moderada, más burguesa, aunque no necesariamente sea así”, agrega Echarri, que también oficia de coproductor de la puesta. “La obra habla del amor, la amistad, la traición, los celos, los deseos de superación, la imposibilidad de progresar –enumera Peña–. Todos, de alguna manera, fueron niños mal queridos o que sufrieron alguna carencia o tipo de abandono.”
–El hijo... plantea cómo opera un hecho inesperado, como lo es encontrar un sombrero extraño en una habitación, en el seno de personajes sumamente frágiles. ¿Qué creen ustedes que busca contar la obra?
Florencia Peña: –Son personajes que no tienen nada material, que la única conexión que tienen es con su vida. Apenas tienen cierto interés en conseguir algún trabajo o llegar a fin de mes. No mucho más que eso. En ese contexto, los fantasmas, las miserias y las carencias afectivas surgen rápidamente. Sus miserias no se tapan detrás de nada. No hay autos, guita ni casas grandes. No se pueden esconder de lo que les pasa porque no tienen dónde. El sistema nos hace creer que necesitamos de un montón de cosas materiales para ser felices. El hijo... pone a la búsqueda de la felicidad en un plano más cotidiano, con el amor, la amistad, los afectos.
Pablo Echarri: –La obra es muy franca y clara. No hay lugar a segundas lecturas. No es una obra intelectualizada: lo que se ve es lo que pasa. Los sentimientos que dispara son los que sienten los personajes.
Fernán Mirás: –Una característica disruptiva es que todos los personajes conocen sus propias miserias y las de los otros. Las características de los personajes no se van conociendo a medida que avanza la trama. Desde el primer momento están expuestas. Los personajes se conocieron drogándose o rehabilitándose. Es una obra que no tiene a la apariencia como protagonista. No tiene que “revelar” algo, sino que son los hechos el nudo de conflicto de la obra.
–¿Cómo encararon la composición de este tipo de personajes?
P. E.: –Se trata de personajes que son muy diferentes de nuestras realidades. Es una obra de acción, porque apenas comienza se hace presente un sombrero alrededor del cual gira la obra. ¿Qué hace ahí? ¿Cómo apareció? ¿Quién es el dueño?
F. M.: –Lo que pasa es que el personaje de Pablo acaba de salir de la cárcel y ya no consume más. Quiere limpiarse y está lográndolo. El problema es que su novia es una adicta, es la única que no está en recuperación y consume adelante de él. Es una bomba de tiempo, y cuando ve el sombrero enloquece por sus propios fantasmas. Está a punto de perder todos los avances de su adicción e inserción social por ese puto sombrero. Ese sombrero desencadena reacciones que suelen ser equivocadas, transformando algo que puede ser una anécdota en una situación peligrosa. El público debe descubrir quién es el hijo de puta del sombrero.
F. P.: –Mi personaje es una adicta a la merca, una tipa zarpada. Hay una composición en la que tuve que investigar características y actitudes. Nunca había hecho a una adicta en mi carrera. En este proceso sentí que ese observador invisible que los actores tenemos en nuestro cerebro y que nos evalúa con crueldad cada cosa que hacemos estaba todo el tiempo señalándole cosas. Lo que es necesario, porque te vuelve autocrítico, algo fundamental para nuestro trabajo. Sin embargo, lo que a mí me terminó de ayudar es la manera en que los personajes y los actores se encontraron en el escenario. La relación de la trama y la puesta escénica con mi personaje fue fundamental para darle el acabado a mi composición.
–En todo caso, las reacciones de los personajes de la obra son al límite, más brutales de las que pueden llegar a tener otras personas mediatizadas por la sociabilización cultural.
P. E.: –Hay gente que maneja sus sentimientos más solapadamente, ya sea por personalidad, hipocresía o educación cultural. Esta gente es puro instinto. No tienen red. Igual, me gustaría ver qué haría cada uno de los que se sientan a ver la obra si encuentran en la habitación un sombrero, qué tan alejados están esos personajes o ese mundo de los espectadores. ¿Cómo reaccionarían? ¿Sería muy distinta la reacción de la de los personajes? Creo que hay situaciones en las que, probablemente, los seres humanos reaccionamos de la misma manera. Ese mundo puede estar alejado, pero las emociones son las mismas que sentimos todos.
F. P.: –Con Fer (Mirás) venimos de hacer Un Dios salvaje, que transcurre en una clase social opuesta a ésta, más careta. En aquella obra un grupo de gente “careta” trata a como dé lugar de reducir su monstruo a la nada, y sin embargo termina siendo poseída completamente por ese monstruo salvaje. Acá es al revés. Los monstruos aparecen en la primera escena, lo que le da un vértigo único a la obra. No es un grupo de gente tratando de hacer como que no pero sí: es una obra cruda, va al punto. La tensión está desde la primera escena. Es una montaña rusa interminable de emociones y reacciones. Los personajes cometen errores graves. No son malos, sino que reaccionan como pueden y según sus posibilidades.
F. M.: –Esa connotación, que no juzga la bondad o maldad, los vuelve personajes muy queribles. Uno siente que están lastimados, presos de un problema grave como las adicciones y que hacen lo que pueden. Los hace queribles a todos, aun a los peores.
–¿El autor plantea a los personajes como víctimas? ¿Hay una mirada complaciente que la obra destila?
F. P.: –No los plantea como víctimas en el sentido de “pobrecitos, lo que les pasa”. Uno se apiada de los personajes porque entiende qué están pudiendo hacer por la historia que acarrean. El autor no los pone en primer plano como víctimas. En todo caso, la mirada de los espectadores es más compasiva, porque ven que hacen lo que pueden.
–Pero, ¿la estructura de la obra permite la reflexión del espectador o no da tiempo mientras transcurre?
F. M.: –Es una obra en la que uno se ríe mucho, pero creo que el lugar para la reflexión aparece recién hacia el final de la obra.
P. E.: –Es una cañita voladora en la que rápidamente alcanza su punto más alto y después transita el descenso al palo, pero sin pausa, desde la cercanía que produce hablar de los valores, expresados a través de la amistad, el amor, la lealtad...
F. M.: –La obra derriba el prejuicio que muchos tienen de creer que ser un adicto es ser mala persona. Un adicto no hace a nadie ni peor ni mejor persona. Es una persona enferma.
F. P.: –Más allá de que habla de los códigos, la amistad, la ética y la moral, es una historia de amor. Plantea problemáticas universales en el marco de un mundo lejano. Pero el amor y los sentimientos que lo cruzan son vividos por todas las personas, independientemente de su clase social o cultural. Todos tenemos miserias y todos sufrimos por amor. Los crímenes pasionales no conocen de clase social. La obra plantea el límite entre el amor verdadero y la obsesión, entre lo que se puede ceder y lo que no.
–¿O sea que creen que la obra podría suceder en otro estrato social y ante la misma situación aflorarían los mismos sentimientos?
F. P.: –Los sentimientos de los personajes serían los mismos, lo que cambiaría sería la manera de expresarlos, probablemente.
P. E.: –Acá los personajes no tienen nada que perder, entonces son más genuinos, en algún punto: viven en carne viva lo que sucede aquí y ahora. No sienten el condicionamiento de la mirada del otro.
F. M.: –En otro grupo social tal vez hay más capas de civilización o más psicoanálisis. Ningún personaje obra en función de la mirada del afuera o del otro. Eso no se les cruza. El afuera no afecta la situación. Probablemente reaccionan sin el tamiz de la reflexión.
>P. E.: –Los personajes, creo, funcionan como alter ego de los espectadores. Cuando una pareja se enfrenta en una discusión apasionada, las crueldades, miserias e insultos suelen expresarse con fuerza vomitiva, provocando dolores y heridas que no cierran. En esta obra el conflicto se resuelve en ese registro. Nadie mide las consecuencias. En ese punto, los personajes se transforman en ese alter ego, no civilizado, de los espectadores.
F. M.: –La obra interpela a los espectadores porque los lleva a reflexionar sobre cómo reaccionaría uno en la misma situación, ya sea ante un supuesto hecho de infidelidad o ante la posibilidad de perdonar por amor.
F. P.: –Hay un grado de intimidad que intimida a los espectadores. Seguramente muchas parejas pasan por situaciones y reacciones dramáticas como las que les suceden a los protagonistas, pero probablemente se resuelvan en su intimidad, puertas para adentro, porque hay que preservar las formas. En esta obra, mucha gente se sentirá intimidada porque los expondrá ante reacciones ante las que estuvieron o estarían. En este universo todo va para afuera, no cuidan las formas. No hay reflexión. Sienten y reaccionan.
–¿Y de qué herramientas se vale la obra para no estigmatizar a esa clase social, posicionándola como no reflexiva e instintiva, casi salvaje?
P. E.: –Las reacciones animales no son exclusividad de esa clase social. Lo que creo es que cuanto menos nivel sociocultural y más carencias afectivas tengas, y más adicto seas, probablemente un conflicto que se podría resolver civilizadamente se puede transformar en algo peligroso. La adicción a la droga altera la conciencia y puede llevar todo al extremo. El consumo de drogas es el equívoco remedio para llenar un espacio vacío emocional.
F. P.: –La adicción a la cocaína y el alcohol trascienden a cualquier clase social. La obra no estigmatiza porque no plantea que como son pobres entonces son cocainómanos y/o borrachos. La obra habla de cinco personas que viven de esta manera y les pasa una serie de cosas. No hay una mirada sociológica. No es una obra que te quiere contar cómo supuestamente se vive en tal o cual clase social.
F. M.: –En todo caso, hay una mirada más burlona sobre la obsesión del recuperado que del adicto.
F. P.: –No sentimos que la obra involucre la sentencia de que este mundo es así y no puede ser de otra manera. Estos personajes son así; no hay una generalización del estrato social. Porque si fuera así, ahí sí correría el riesgo de estigmatizar.
P. E.: –Yo vengo de un barrio de clase media y media baja. Y sin ser una situación constante en cada timbre, reconozco en la obra este nivel de brutalidad como una de las realidades que lamentablemente existen. Así como hay otras realidades tan lamentables como ésta en otras clases. Pero las consecuencias de consumir cocaína o consumir paco no son las mismas, y lamentablemente quienes caen en la droga para llenar algún vacío o escapar de algo lo hacen con las que tienen a mano.
F. M.: –La droga, de todas maneras, es un condimento que tiene la historia. Pero la estructura y el humor están apoyados en el cuadro de relaciones entre los personajes y la inquietud que despierta el sombrero. Las drogas son catalizadores que pueden llegar a explicar determinadas reacciones.
F. P.: –La mirada del director, Javier, nos lleva como actores a vivir esta historia desde un lugar muy salvaje y crudo. Y ésa fue una decisión de él. La historia se podría contar de otra manera. De hecho, Daulte fue el mismo director de Un Dios salvaje, que fue una puesta que nada tiene que ver con la película que se estrenó hace poco. Todas las historias pueden contarse desde diferentes posibilidades. La mirada de Daulte nos llevó a curtir personajes de un salvajismo que hace muy estimulante la actuación, tanto para los actores como para los espectadores, que no están acostumbrados a un registro tan físico. Les ponemos el cuerpo a las situaciones.
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