Viernes, 18 de mayo de 2012 | Hoy
DANZA › PRIMER PROGRAMA DEL AÑO DEL BALLET CONTEMPORANEO DEL SAN MARTIN
Gustavo Lesgart y Carlos Casella estrenan hoy Zeppelin, un espectáculo que, tanto a nivel del movimiento, de las situaciones y de los colores, propone una mutación permanente y progresiva, un proceso en el que cada nuevo elemento influye sobre los anteriores.
Por Carolina Prieto
A pesar de haber coincidido en algunos proyectos artísticos, Gustavo Lesgart y Carlos Casella nunca habían creado juntos una obra por encargo. El desafío llegó cuando Mauricio Wainrot, director artístico del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, los convocó para que coreografiaran una pieza para la compañía. Así nació Zeppelin, el espectáculo que abre la temporada de danza hoy a las 20.30 en la Sala Martín Coronado, con un doble programa que se completa con la reposición de La consagración de la primavera, versionada por Wainrot.
Referentes clave de la danza contemporánea local, Lesgart y Casella integraron destacadas compañías (el primero formó el dúo Lesgart-Sanguinetti, el segundo fue miembro fundador de El Descueve), protagonizaron obras que sacudieron la escena porteña y recibieron premios, además de trabajar en el exterior. En forma individual, ya habían dirigido el Ballet del San Martín: Lesgart montó con la compañía las obras Simple y Descubierto, mientras que Casella hizo Playback y Syracusa.
“Mauricio vino a ver Eclipse, el dúo que estuvimos haciendo juntos, y le encantó. Nos llamó y nos invitó a hacer una obra larga para el Ballet. Fue un reto: en general te invitan a crear una pieza de 25 minutos como máximo. En este caso nos pedía una de una hora. Y además de la duración, otro desafío era crear para otros, porque una cosa es trabajar, como en Eclipse, con nuestros cuerpos, que conocemos bien. Y otra cosa es transportar tus ideas a otros intérpretes”, cuenta Lesgart a Página/12. Después de dar vueltas sobre el modo de iniciar el trabajo, arrancaron con una idea de Gustavo: una obra que se iniciara como un solo, sumara paulatinamente intérpretes y terminara con diez personas en escena. Y Carlos propuso sumar la inversa: de diez volver a un único bailarín. “Al imaginar esa estructura coreográfica del uno al diez y del diez al uno, apareció la imagen del zeppelin: un objeto que tiene una forma parecida, que arranca finita y se vuelve ancha para después volver a afinarse formando una figura medio ovoide”, describe Casella. De hecho, en el escenario de la sala hay un gran zeppelin o, mejor dicho, una parte: “Nos interesó crear la sensación de que era un objeto tan pero tan grande que llegó a entrar una parte nomás y que quedó como incrustada”.
Así es como la primera parte de este zeppelin danzado es bien masculina: arranca con un único bailarín, luego se van sumando más hasta llegar a nueve hombres en escena. Con la aparición de la primera mujer, la obra se tuerce hacia otro lugar: surge el encuentro entre hombres y mujeres, las relaciones. “De algún modo, el espectáculo cambia: ¿qué pasa con la llegada de una mujer a un grupo de nueve hombres que se amalgamaron y formaron una tribu durante los primeros quince minutos?”, se preguntan los directores. Y la transformación tiene su correlato a nivel visual: los varones lucen todos un vestuario gris, mientras que la primera mujer que irrumpe está de rojo. De a poco, cada mujer que se suma aporta un color distinto y la paleta cromática se diversifica. Tanto a nivel del movimiento, de las situaciones o de los colores, Zeppelin propone una mutación permanente y progresiva, un proceso en el que cada nuevo elemento influye sobre los anteriores. “Hay un efecto dominó: cada bailarín que ingresa modifica la situación anterior. Al comienzo, el relato que se va tejiendo con los cuerpos masculinos es muy físico, muy rotundo, y con las mujeres va se transformando en otra cosa. Empieza a tomar vuelo en otras direcciones, se vuelve más onírico, más fantasioso. Va cambiando pero sin dar saltos abruptos”, opina Lesgart.
Como la estructura del espectáculo pide que en cierto momento el número de bailarines en escena comience a decrecer hasta llegar a uno solo, se producirá un enfrentamiento entre la tribu masculina y la femenina. “Finalmente los que se van retirando son los hombres y la obra deviene una obra de mujeres, que vuelve a plantear un nuevo desafío: ¿cómo se organiza este nuevo grupo?”, describe Casella. Y él mismo da una respuesta clara y poética: “Forman una especie de aquelarre en el que no hace falta hablar para entenderse. La comunicación se da sin palabras, con miradas o gestos”. Para dar forma a este universo, Lesgart y Casella se rodearon de un equipo de lujo: Eli Sirlin a cargo de las luces; Mariano Sivak, de la escenografía; Diego Vainer creó la música; y Pablo Ramírez, uno de los diseñadores top del país, conocido por sus colecciones en color negro, realizó el vestuario. Apostaron a profesionales con quienes ya habían trabajado y en quienes podían descansar, dado que asumir una obra tan grande les resultaba un gran compromiso. “Pablo Ramírez es un artista con un estilo bien neto que lo caracteriza siempre, tanto en sus colecciones privadas como en lo que crea para la escena permitiéndose jugar con el color”, advierte Casella. En cuanto a la música, los directores remarcan cómo Wainer supo generar una trama de sonidos digitales y acústicos que, como sucede con los cuerpos, se va modificando por la sucesiva incorporación de elementos: “La estructura coreográfica y la musical se acompañan todo el tiempo. Es más: Diego armó la música a medida que nosotros avanzábamos en la obra. Nos acompañó siempre”.
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