Miércoles, 10 de octubre de 2012 | Hoy
TEATRO › VARIAS OBRAS EN CARTEL CUESTIONAN AL CAPITALISMO
Los directores Emilio García Wehbi, Mariano Stolkiner y Mauro Molina son algunos de los que abordan el tema en sus últimos trabajos. Aquí, entre otros tópicos, reflexionan acerca de la relación entre los medios de producción y los discursos.
Por María Daniela Yaccar
Karl Marx no ha muerto. Y si así fue, es notorio el esfuerzo que el teatro independiente viene haciendo en lo que va del año para resucitar los postulados del barbudo alemán. A cada rato aparece una obra que les pega sin piedad a la sociedad de consumo y al capitalismo y que se pregunta por la naturaleza de los afectos cuando el dinero lo gobierna todo. En esta nota con Página/12, Emilio García Wehbi, Mariano Stolkiner y Mauro Molina, directores que abordan el tema en sus últimos trabajos, reflexionan sobre los motivos por los cuales el teatro independiente insiste en desnaturalizar al capitalismo, acerca de la relación entre los medios de producción y los discursos. Y responden, también, a una pregunta incómoda aunque inevitable: ¿cuál es el sentido de hablarle a la clase media sobre el sistema económico que todo le da, incluso la posibilidad de ir al teatro el fin de semana?
Stolkiner dirige Shopping and Fucking, de Mark Ravenhill, uno de los exponentes del movimiento In Yer Face, surgido en los ’90 en Inglaterra. García Wehbi eligió un texto de Rodrigo García, argentino radicado hace años en España que en Europa goza de gran reconocimiento. Se titula Agamenón, volví del supermercado y le di una paliza a mi hijo. Mauro Molina rescató al gigante brasileño Augusto Boal y montó La herencia maldita o La balsa de los caníbales. Y hay todavía más anticapitalismo para ver. Ezequiel Matzkin dirige Las lágrimas que me tragué, también sobre la dependencia material. Pablo Picotto y Federico Simonetti acaban de estrenar Zubiría y Vergara, que aborda otra cara de la misma moneda: el lugar de los medios de comunicación dentro del sistema. En Greek, de Steven Berkoff, con dirección de Analía Fedra García, el capitalismo aparece como telón de fondo, pues la historia transcurre en la Inglaterra del thatcherismo.
“El capitalismo es absurdo”, le decían a esta cronista en marzo los integrantes del Bachín Teatro, que habían montado La gracia de tener, un espectáculo “de humor político-económico” en el que una familia aristocrática argentina le alquilaba una mansión a un circo y terminaba trabajando para él. Hasta hace poco estuvo en cartel Máquina Hamlet, de Heiner Müller, con dirección de Cristian Martínez. Y también Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta, otra propuesta de García Wehbi.
Antes de morir, Augusto Boal escribió un sublime párrafo sobre la crisis internacional. “En septiembre del año pasado (por 2008) fuimos sorprendidos por una revelación teatral: (...) nosotros, que vivíamos seguros con nuestro dinero guardado en un banco respetable o en las manos de un honesto corredor de Bolsa, fuimos informados de que ese dinero no existía, era virtual, fea ficción de algunos economistas que no eran ficción, ni eran seguros, ni respetables. No pasaba de ser mal teatro con triste enredo: pocos ganaban mucho y muchos perdían todo. Políticos de los países ricos se encerraban en reuniones secretas y de ahí salían con soluciones mágicas. Nosotros, las víctimas de sus decisiones, continuábamos de espectadores sentados en la última fila de las gradas.”
Pero no es la revelación que detectó el creador del Teatro del Oprimido la que impulsó a los artistas argentinos a reflexionar sobre el capitalismo en las salas. Lo que está pasando en Europa no tiene una injerencia en la producción local. “El avance indiscriminado (del sistema) que tuvimos en los ’90 dejó una secuela. Un tiempo como el que vivimos hoy, con cierta voluntad de cambio, nos permite hablar más libremente de las consecuencias del neoliberalismo extremo”, analiza Stolkiner, que arrastra un pasado punk. Shopping and Fucking, la obra que dirige, es la historia de dos jóvenes que conviven con un adicto que los rescató de la calle. Todo se compra y se vende, también el cuerpo.
Stolkiner es un admirador de In Yer Face (que significa “en tu cara”). Antes de esta obra de Ravenhill montó Cleansed y Amor de Fedra, de Sara Kane, otra representante del movimiento. “En los ’90, ellos estaban sufriendo lo que les había quedado de Thatcher. Escribían contemplando su ideal y la descomposición. Hoy nos queda la desolación de la pérdida. El mundo es un shopping. Las relaciones y nuestra existencia son fugaces”, sostiene el director, que es dueño de la sala El Extranjero. “En contraposición, estoy contento por lo que está pasando en la Argentina: jóvenes retomando una creencia. Pero no puedo dejar de ver esas manifestaciones como el intento de algo en medio del caos”, concluye.
Agamenón... es la segunda parte de una trilogía que Emilio García Wehbi inauguró con Prefiero... Culminará el año que viene con Rey Lear. Los tres textos son de Rodrigo García. “Me interesa recuperar a este autor porque ha sido insistentemente negado acá. Esta es la trilogía del capitalismo bobo. Bueno, en realidad el capitalismo es bien inteligente. Los que son bobos son los que se dejan atravesar felizmente por él. Las obras son una crítica de un humor muy negro, ácido y cínico de la sociedad de consumo y del sujeto inmerso en ella”, explica el director, fundador de El Periférico de Objetos, uno de los grupos más destacados de la década del ’90.
En Agamenón..., un papá de una familia de clase media llega del supermercado con un montón de bolsas repletas de cosas que compró y que no necesitaba. Al percatarse de eso, se enfurece con su mujer y su hijo. ¿Por qué en el teatro se intenta mostrar las consecuencias que el sistema descarga sobre las familias? “Deleuze y Guattari decían que la estructura de la familia es la forma en que el fascismo se puede reducir a su mínima expresión”, cita García Wehbi. “Los afectos son una mecánica de poder: demuestran cómo se transmite, cómo debe ser canalizado, cómo se estructuran los tabúes, los mandatos, los deseos y las leyes”, completa este director, que suele ofrecer puestas que descolocan: en Agamenón... se fríe un pollo en escena, se escriben cosas en el piso con ketchup y hay una deslumbrante escena con mucha, mucha basura, que transcurre en un McDonald’s.
Mauro Molina, por su parte, fue alumno de García Wehbi. Empiezan a aparecer conexiones entre los directores que piensan al capitalismo: los tres consultados por Página/12 tienen más o menos la misma edad, entre 40 y 50 años, y vivieron con mucha angustia los años del menemismo. “Casi que nos criamos como directores en esa época”, apunta Stolkiner. En La herencia maldita aparece también una familia. Sus miembros de disputan una herencia y son capaces de cualquier cosa –hasta de la muerte– para salir ganando. “Nos quedan resabios de los ’90: no puedo dejar de relacionar esta obra con los últimos cacerolazos, con el odio que manifestaron. El teatro es una pequeña intervención para generar conciencia de que lo que hay dentro nuestro es algo mucho más humano que el dinero y que nos puede llevar a un lugar distinto”, reflexiona Molina, dando a entender que no es solamente Marx quien revive en este aluvión de obras anticapitalistas. También resucita otra víctima de la posmodernidad: el Hombre. El sujeto y su praxis están en el centro de la escena, que va al rescate de la política. “Antes hacía obras más existencialistas. En 2011 hice Muñecas rotas, sobre la trata de blancas. Tenía ganas de hablar de algo que tuviera que ver con lo social. Trabajo con personas en riesgo de exclusión y discapacitadas, a quienes doy talleres de teatro: hay algo dentro mío que viene latiendo y a lo que no me puedo negar”, se confiesa Molina.
En los ’90, la década sobre la que estos directores están reflexionando, Eduardo “Tato” Pavlovsky –autor ineludible si de teatro y capitalismo se trata– decía: “Esta era está marcada por la pérdida de solidaridad y del sentido de ciertas utopías y por la agudización de la introspección y del narcicismo, el mirar hacia adentro olvidando siempre el afuera, por la muerte de la política militante, desplazada por los grupos de poder económico que manejan lobbies. Existe la idea de que para que el mundo funcione un poco mejor hay que excretar a un sector de la población fuera de la producción capitalista”.
Cuestión de estructura y de superestructura: es el teatro alternativo –o autogestivo– el que más se permite reflexionar sobre el capitalismo. (No es ésta una verdad absoluta, claro: en junio, en el San Martín se estrenó El especulador, de Honoré de Balzac, con dirección de Francisco Javier, que habilitaba reflexiones al respecto.) Norman Briski (ver Opinión), un autor cuya obra está casi toda ligada a este tema, ve en este esfuerzo un modo de resistencia. Pero, según él, falta invención. “El teatro independiente permite hablar de cosas no necesariamente condescendientes con la mirada del espectador, porque nunca lo pensó como un cliente”, dispara Stolkiner. “La lógica del sistema se ve distorsionada por nuestro hacer: no porque pagues vas a sentir placer. Lo nuestro nace de una necesidad creativa y de decir. La especulación respecto del público es secundaria. El teatro comercial, en cambio, genera un producto y busca adhesiones en posibles consumidores. Vive gracias a su aporte económico y al de los sponsors. Nuestro único sponsor puede ser un restaurante chiquito que está a la vuelta de la sala y que nos da la posibilidad de ir a cenar terminada la función”, reflexiona.
Para García Wehbi, la política en el teatro pasa por las formas y no por los contenidos. “En la década del ’90 había una profusión de teatro crítico, pero estaba dado por formas novedosas que iban contra lo establecido”, sentencia. En la actualidad se profundiza cada vez más una tendencia, el cruce de los mundos comercial y alternativo, sobre la cual García Wehbi tiene una mirada extremadamente crítica. “Muchos directores del circuito independiente ingresan al comercial y muchos actores también, o van a la televisión. Leí muchos reportajes en los que dicen: ‘Yo antes prejuzgaba’. Y ahora juzgan que está bueno hacer televisión, cuando todos sabemos que es una máquina de hacer porquerías y de producir imbéciles mentales. Se integran felizmente al capitalismo”, protesta. “A veces la construcción de una poética política puede ser un discurso vacío. Si los actores que dirijo se rasgan las vestiduras hablando del capitalismo y van felices a un casting para Pol-ka, estarían borrando con el codo lo que escribieron con la mano”, concluye.
Ricardo Monti, un dramaturgo que se ha autodefinido como inhumanista, dijo que el teatro le habla a una platea burguesa de culpables que deben asumir el rechazo y la repugnancia de sí como clase. “Coincido. El punto es que si le hablamos a un culpable o a un responsable sin sentirnos así, estamos equivocados”, apunta García Wehbi, un director atravesado por el pensamiento marxista, aunque más cerca del anarquismo. “Tiene que quedar claro que el artista no es un esclarecido. Si no, el espectador diría: ‘¿Qué me dice este pelotudo, si está en la misma que yo?’. Yo no estoy fuera: no tengo celular ni auto porque no ingreso a los elementos de consumo sin reflexión crítica. Pero tengo una gran biblioteca y, si me pongo a sacar cuentas, quizá mis libros valgan más que un plasma”, se sincera.
La obra de Molina está en el Belisario, en plena calle Corrientes. Es un teatro pequeño –que está bajo la dirección artística de Marcelo Savignone– en medio de los gigantes. “Los que la vean seguramente se parezcan mucho a la familia que está en escena. Me parece interesante eso”, desliza el director. Pero, ¿creen los directores que el teatro es capaz de generar un cambio en el espectador, trascendiendo éste su status de consumidor de una entrada? “El capitalismo no es un Gran Hermano que nos domina. Somos los creadores de nuestra realidad. Hay un poder personal que se puede hacer grupal en tanto encuentre empatía en otros. El teatro quiere abrirle los ojos a la clase media: es ella la que puede generar una forma de cambio”, se esperanza Stolkiner. Una frase que Karl Marx escribió en el Manifiesto Comunista resuena en sus palabras: “La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario”. Posiblemente aquél sea el mayor desafío de un teatro que se asume como crítico.
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