Sábado, 3 de junio de 2006 | Hoy
TEATRO › VILLANUEVA COSSE DIRIGE “LISANDRO”, DE DAVID VIÑAS
En esta reposición de un texto ya clásico, el director plantea “un diálogo de sordos” entre las convicciones de Lisandro de la Torre y un contexto “de un poder colonizado, mezquino”.
Por Cecilia Hopkins
En 1935, el legislador Lisandro de la Torre –un “afiliado a la democracia liberal y progresista”, según su propia definición– acusaba de fraude y evasión impositiva al frigorífico Anglo y denunciaba a dos ministros del presidente Justo por haber ocultado información contable. El tenor del debate en el Senado fue in crescendo, hasta que un matón del Partido Conservador, el ex comisario Ramón Valdez Cora, intentando silenciarlo, mató por error a su compañero de bancada, Enzo Bordabehere. Poco después, Lisandro abandonaba su lucha política: tras cumplir 70 años, se suicidó. Lisandro, de David Viñas, fue estrenada en los primeros ’70 y allí Pepe Soriano había interpretado al legislador santafesino. En el Teatro Regio (Córdoba al 6000), Villanueva Cosse acaba de dar a conocer una versión de aquel mismo texto.
Bajo su dirección, Manuel Callau se hace cargo del rol protagónico, junto a Leandro Castello (Bordabehere) y Norberto Díaz (José Félix Uriburu), en tanto que una veintena de actores integra un coro que interpreta los más diversos puntos de vista sobre los hechos narrados, “una fauna variopinta que viaja del costumbrismo a la corporización de las tentaciones y temores que asaltan a Lisandro, del burlesco al esperpento”, según explica el director, autor él mismo de las letras de las canciones que se entonan en la puesta con música de Luis María Serra. El vestuario es de Daniela Taiana y la escenografía e iluminación, de Gabriel Caputo.
–¿Qué es lo primero que pensó en modificar del texto de Viñas?
–Me pareció que el original tenía una extensión desmedida para el tiempo actual. Hoy la gente tiene cierta angustia en el alma y no soporta, como en mis mocedades, obras de dos horas y media de duración. En estos momentos la gente agradece mucho la posibilidad de reírse en una obra aunque, a veces, me da la sensación de que buscan sentir una cosquilla permanente, porque cuando la escena no da para la risa el espectador comienza a inquietarse, a moverse en su butaca.
–¿Cuáles fueron los ejes que privilegió?
–Sentí que tenía que darle importancia al diálogo de sordos que plantea la obra. Porque Lisandro habla un idioma –el de la lucidez y la ética– que su entorno, sea por falencia del alma o por propia decisión, no puede entender. De la Torre fue un hombre intransigente respecto de la inmoralidad y todo aquello que puede ser considerado antiético. No aceptó la presidencia de la República y, sin embargo, este país se da el lujo de olvidarlo. La obra plantea una identificación entre el poder y el pecado, algo que hoy resulta impensable. Eso es muy shakespeareano: todas las buenas intenciones naufragan cuando está en juego el poder absoluto. Ahora, habría que subrayar que, en nuestro caso, se trata de un poder colonizado, mezquino, de pago chico. Porque a lo que se podría aspirar es a ser un virrey... Lo que me interesaba instalar es la pregunta: “¿Se puede pedir a un político que sea honrado, es ésta una cualidad admitida en la política?”. Lo que yo espero es que la gente diga que sí, que diferencie la política de los políticos que no son éticos. Y que el espectáculo no aporte más piedras al edificio del desencanto.
–¿Qué función espera que cumpla hoy un teatro de tinte político como éste?
–Ya pasó el teatro que intenta enseñar como un maestro ciruela. Eso ya no es de esta época. En este caso, más que de teatro político, yo hablaría de teatro de ideas, de un teatro histórico pero próximo, no de historia archivada. Un teatro que muestra cómo pasaron las cosas, que expone las razones de los hechos, como hacía Bertolt Brecht en sus obras.
–No es esa una de las formas del teatro dominante, en este momento...
–No, para nada. Es un teatro que goza de muy mala prensa. En los cincuenta años de teatro que ya llevo comprendí que todo es pendular y aprendí a no enojarme por eso. Las cosas cambian y está bien que eso suceda. Ahora hay una tendencia a descreer del texto –que ya está aflojando un poco– y eso no es nada nuevo, porque ya sucedía en el dadaísmo. El problema, para mí, es que a veces ese teatro quiere vivir a partir de la muerte de otro teatro, el de la palabra.
–Junto al cambio de textualidad se impone también otro tipo de actor. ¿Cuál es su opinión al respecto?
–Ese teatro le viene muy bien a un actor confuso técnicamente, que cuenta con poca voz, que no se hace entender. Yo siempre envidié a los bailarines, que nunca dejan de estudiar, porque si abandonan su instrumento no pueden seguir bailando. En cambio, me da fastidio el actor aburguesado en el sillón de su oficio. En contrapartida, el teatro que desdeña el texto muchas veces encuentra momentos ligados a ciertas sensaciones que son verdaderos hallazgos. Y como soy artista y todo artista es un ladrón confeso, no quiero aislarme sino conocer lo que otros compañeros están haciendo en teatro, para nutrirme. Además, me gustaría entrar como actor en esas obras que yo nunca dirigiría, para conocer ese teatro por dentro.
–Cuando se está en una platea viendo una obra como Lisandro se tiene la sensación de que todos piensan de manera parecida. Es decir que nadie está a favor del personaje del general Uriburu, por ejemplo. ¿No es esta obra una forma de teatro para convencidos?
–Pero si alguien va a ver este teatro es porque lo necesita. ¿No tiene derecho un convencido a darse una nueva inyección? El espectador va a ver esa obra porque tiene hambre de algo que tal vez no sepa bien qué es. Como una explosión de las ideas, porque la capacidad transformadora del arte es una realidad. En un mundo complicado e inentendible no quiero actuar como un espejo y hacer un teatro también complicado e inentendible. Me gusta pensar al teatro como a un artificio que siempre está emitiendo una opinión. Creo que el teatro puede ser muchas cosas y que no hay recetas. Lo único que desdeño es el teatro digestivo y comercial que, para mí, no es más que un residuo, un subproducto del teatro.
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