Viernes, 24 de mayo de 2013 | Hoy
TEATRO › GUILLERMO CACACE CELEBRA LOS DIEZ AÑOS DE LA SALA APACHETA CON UNA NUEVA VERSION DE A MAMA
Se trata de una reposición, con variantes, de la primera obra que estrenó el director en la sala-escuela de la calle Pasco.
Por Facundo Gari
Diez años atrás, Guillermo Cacace andaba de vacaciones por la aridez de Salta cuando dio con un montículo de rocas. Cada persona, al pasar, aumentaba la pila que iniciaran los quichuas, como altar religioso (a la Pachamama) y punto de referencia geográfica. Era una apacheta.
Vuelto a la ciudad de Buenos Aires, su trabajo era disperso: en un sitio daba clases, en otro ensayaba como actor, en un tercero dirigía una obra. Hasta que pasó por Pasco 623, vio una puerta y se preguntó qué habría detrás. Pidió entrar: escaleras arriba, una habitación con agujeros en el techo y pasto en el piso. “Es acá”, pensó. “Una sala independiente es la posibilidad de hacer lo que querés y no podés en los circuitos oficial y comercial: un teatro de calidad, de riesgo, de hospitalidad.” Buscó entonces aliados, económicos puntualmente. No los encontró. Pero ocurrió un hecho “bisagra”: la factura con la que pagaba hacía una eternidad su monoambiente decía que era la última cuota. Al mes siguiente, destinaría esa porción de su salario a un alquiler. Ahí los aliados aparecieron. “Los convocó la naturaleza del proyecto”, dice. Hubo gente que soldó y pintó gratis, que le regaló la instalación eléctrica o el equipo de sonido de sus salas en bancarrota, que asistió a ver A mamá, la pieza inaugural.
Era 2004. La sala ya se llamaba Apacheta (“la única urbana”) desde al año anterior. Ya era un “sitio por donde pasar y mirar adonde seguir”. Ya había sido conformado el Colectivo de Investigación Teatral Apacheta, que “relativiza el concepto consagrado como experimental en el campo teatral”, subraya Cacace. “Cada momento histórico le asigna a lo experimental una tendencia. Lo interesante es que hacemos teatro experimental sin sumarnos a la moda, en conexión con nuestros deseos. Tomamos diferentes autores, como Discépolo, para ver cómo nos atraviesan, eludiendo presentar el resultado innecesariamente hermético o artificialmente enrarecido.”
Y es con A mamá, precisamente, que la sala –coordinada por Romina Padoan– celebra sus diez años. Mejor dicho: con una nueva versión de esa adaptación de Las Coéforas, de Esquilo, cuyo aporte queda más explicitado en el flamante título: A mamá, segunda parte de una Orestíada vernácula (vendrán las restantes de la trilogía). Con casi los mismos actores, o con sus nuevas versiones: Paula Fernández (Clitemnestra), Clarisa Korovsky (Crisóstemis), Aldo Alessandrini (Egisto) y Gabriel Urbani (Orestes), más Iride Mockert (Electra) en el rol que ocupaba Agustina Gatto. Los de los paréntesis son los motes de los personajes del texto original, conservados en la relectura de Cacace en favor del “extrañamiento”: una distancia estética con respecto al patio de conurbano bonaerense, el asado, las canciones populares y las ropas desmedidas en escena cada viernes a las 23.
Es una propuesta potente para la celebración. No en particular porque el padre de la tragedia griega lo sea (aunque lo es), sino debido al lenguaje “primal” de la versión: aquí actuar no es ser alguien “más” sino “distinto”, porque es otro el código instituyente (suerte de protocódigo o código no-código sobre sí mismo). Apenas el espectador logra discernir la mesa en la que una familia espera la medianoche navideña, los personajes se ocupan de ganar a coro y coreográficamente el universo del público, al que pondrán contra las cuerdas en varios pasajes de miradas filosas, movimientos violentos y gestos sin rastro. “De la obra original, A mamá respeta la tensión entre los vínculos y rasgos de la anécdota: Orestes quiere matar a la madre y al padrastro convocado por su hermana, que quiere vengar a su padre, Agamenón”, salva Cacace, también docente de actuación en la EMAD y el IUNA.
–Con A mamá tuvo origen una poética que ha empapado a sus piezas posteriores, como Mateo o Stéfano. ¿Qué entiende por grotesco?
–Lo conceptualizo en referencia al cuerpo del actor y a una situación de ambigüedad: es el espacio casi patético entre lo trágico y lo cómico, sin ser ninguno. El actor busca medir la eficacia de su performance, pero el grotesco lo inhibe de esa operación porque es una zona de abismo. En mi comprensión de lo grotesco hay además algo de la naturaleza del conurbano, una pregnancia del Lanús en que nací: al tomar distancia se me aparece siniestro; es decir, aquel cotidiano se revela como ajeno. Eso es exquisito porque implica un corrimiento de todo ánimo de certeza.
–¿Qué lo sedujo de Esquilo? ¿Es grotesco?
–No es un autor psicologizado, como los de la literatura dramática moderna. En algún momento, la noción de personaje empezó a estar intervenida por su porqué, dejando en la merma su para qué, que es mucho más teatral. Con respecto a si es grotesco, si encerramos la definición en “una estética representativa de un canon”, ni siquiera algunos grotescos por definición lo son en mis puestas. Si es un procedimiento, Esquilo lo utiliza mucho. Uno puede aprender el grotesco de libro como categoría y hacerlo corresponder con lo que produce. Pero ése es un límite. Y, como dice Lacan, la palabra mata la cosa. El grotesco es un modo de relacionarme con mi producción más que una categoría a la que aspiro. Me permite llevar a los actores al punto de su animalización, en el que se quiebran los gestos instituidos.
–¿Cómo?
–Es jodidísimo, pero ahí está el placer del artista. Las fórmulas actorales instituidas son un corset para la creación. Si para resolver una escena de lo grotesco un actor apela a ellas, está matando lo que pueda producir como alternativa al limitado diccionario expresivo con el que cuenta. Los ensayos son maravillosos porque el gesto inaugural es parido en una situación de intimidad. El desafío es que pueda repetirse frente a la gente con igual organicidad.
–¿El quiebre no pone en peligro la eficacia comunicativa?
–Apuesto a la verdad de lo que pasa. Al asistir a un hecho no careta, intenso por la verdad en que se pronuncia, se alcanza el vaso comunicante.
–Hay algo de accidente en eso.
–Hay un sentido que nace del hacer. En la medida en que sea poroso, aloja al otro. Lo importante no es lo que enuncia la obra en cuanto a los coagulados de mensaje, como un paradigma de mundo mejor o el que sea, sino el nivel de verdad que el espectador encuentre.
–Habla de una aprehensión inconsciente, no de la reflexión brechtiana.
–Claro. La literatura teatral sin el acontecimiento que la para como verdad frente a otros no tiene sentido, es un cúmulo de enunciados. Yo puedo hacer un espectáculo absolutamente fachista con el texto más libertario de Brecht, si esa verdad no es porosa.
–Esa es una definición válida para el capitalismo.
–Absolutamente, porque todo procedimiento de creación liga con una posición política.
–¿La decodifica el espectador? ¿El teatro puede ser vehículo de transformación?
–El teatro puede ser un buen aperitivo de cena burguesa o algo más incómodo, sin sustraer el placer de la experiencia estética. No sé si lo que hago permitirá una transformación social. Es la suma de inscripciones la que la generará, no un espectáculo esta noche. Venís con tu realidad de la calle y en el teatro se produce otra: ¿a pesar de vivir alienados tenemos la posibilidad de producir realidades alternativas? La pregunta no pretende respuesta unívoca, si no sería también coagulada. Pertenece, en verdad, al terreno de la esperanza.
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