Viernes, 24 de mayo de 2013 | Hoy
CINE › SE EXHIBIERON UN CHÂTEAU EN ITALIE Y LA VIE D’ADÈLE - CHAPITRE 1 & 2
La película de Valeria Bruni-Tedeschi y sobre todo la del franco-tunecino Abdellatif Kechiche llegaron a la muestra para demostrar el buen momento de una cinematografía gala que elude los lugares comunes, encarnada en dos films de alta sensibilidad.
Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
El cine francés goza de buena salud. Esa al menos es la primera conclusión que deja esta nueva edición (la número 66) del Festival de Cannes, que está entrando en sus jornadas finales, pero al que todavía le quedan –desde Polanski hasta Jim Jarmusch– varias cartas fuertes por jugar. La abrumadora presencia del cine local en la sección oficial –tanto en el concurso por la Palma de Oro como en la competencia de Un Certain Regard– podía hacer pensar en una exageración, en la necesidad de utilizar esta vidriera privilegiada que es Cannes para promocionar un cine que sigue funcionando bien en su propio mercado, pero que en los últimos años ha venido perdiendo presencia y visibilidad internacional. No se puede decir que necesariamente lo vaya a lograr con los títulos que están estos días exhibiéndose en las salas de la Croisette, pero que su calidad es bien alta es algo que no se puede negar. A dos extraordinarias películas presentadas en Una Cierta Mirada y ya comentadas en estas páginas –L’inconnu du lac, de Alain Guiraudie, y Les salauds, de Claire Denis– hay que sumarles ahora otros dos títulos de alto nivel en la competencia oficial: Un château en Italie (Un castillo en Italia), de Valeria Bruni-Tedeschi, y sobre todo La vie d’Adèle-Chapitre 1 & 2 (La vida de Adèle-Capítulos 1 y 2), de Abdellatif Kechiche.
Para quienes no lo recuerden bien, Kechiche es el director de Juegos de amor esquivo, su segundo largo, premiado en el Bafici 2005, y de Cous cous, la gran cena, distinguida en la Mostra de Venecia 2008, ambas estrenadas comercialmente en la Argentina. Se trata de un director de origen tunecino pero criado y formado en Francia, un país al que mira de igual a igual, pero con un ojo siempre atento a los detalles y, sobre todo, a las diferencias. Si en sus dos films anteriores había demostrado su increíble capacidad para trabajar con actrices tan jóvenes como intensas y para derrochar vida y energía, sin condescender jamás a la demagogia, esas virtudes aparecen ahora potenciadas en La vie d’Adèle, un film que ronda las tres horas de duración pero en el que está justificado cada uno de sus 180 minutos.
Enraizado en la gran tradición del realismo francés, Kechiche logra una rara síntesis entre el cine de autor y el cine popular, en la línea de lo que en su momento concibieron primero Jean Renoir y luego Maurice Pialat. Pero si hasta ahora había hecho esencialmente film corales, plenos de personajes y de voces, ahora, en cambio, sorprende con un film a la vez íntimo y épico, como lo es la pequeña gran historia de amor de Adèle y de Emma, dos chicas de Lille que están despertando a los desafíos de asomarse a la vida.
Intimo, porque Kechiche trabaja casi toda la primera hora de película sobre el rostro pleno de emociones de Adèle (la debutante Adèle Exarchopoulos, una revelación) y en los otros dos tercios de película le suma apenas el de Emma (Léa Seydoux, en pleno apogeo en este Cannes, donde también coprotagoniza otra película, Grand Central). Y épico porque Kechiche narra nada menos que el amor y el desamor de estas chicas a lo largo del período más turbulento y cambiante de sus vidas, cuando deben tomar sus propias decisiones y determinar qué quieren hacer con ellas. Y si podrán llevarlas a cabo.
Adèle todavía está en el colegio secundario cuando conoce a Emma, un poco mayor, ya estudiante de Bellas Artes. Hasta entonces, Adèle sólo le había prestado atención, sin demasiado interés, a algún chico de su curso, pero de Emma se enamora inmediatamente, a primera vista. La homosexualidad, sin embargo, no es en absoluto el tema de La vie d’Adèle, a pesar de que el film de Kechiche tiene las escenas de sexo más explícitas que hayan rodado dos actrices en una película no condicionada. Lejos de cualquier intención de explotación, esas escenas, en todo caso, son imprescindibles para comprender el amor-pasión que se desata, como una tormenta, entre Adèle y Emma. Algún conflicto con sus compañeras de curso deja sentado que esa elección sexual no es fácil para Adèle, pero Kechiche tampoco está interesado en seguir ese camino, que sería el más convencional. En todo caso lo resuelve con algunas elipsis magistrales. El suyo es, por sobre todas las cosas, un film sobre el despertar de los sentimientos, sobre la formación de una personalidad, sobre el paso del tiempo. Una película que trabaja sobre la piel y los cuerpos, como si los esculpiera con luz. Y una reflexión sobre la educación. Sobre la educación académica, social, sexual, pero sobre todo sentimental.
Sin llegar a esas alturas, Un château en Italie, de Valeria Bruni-Tedeschi, es otro de las sólidos aportes del cine francés a la competencia oficial. Suerte de paráfrasis contemporánea de El jardín de los cerezos, el tercer largo de Bruni-Tedeschi la confirma no sólo como la gran actriz que sigue siendo –una de las mejores del cine de su país– sino también como una directora sensible y honesta, que no teme exponer parte de su historia personal en función de conseguir una película justa, verdadera. El castillo al que se refiere el título es una hermosa propiedad que la familia de Louise (Bruni-Tedeschi) ya no puede mantener. Un poco como su historia (Valeria es la hermana mayor de Carla Bruni), la de Un château en Italie es la de una gran familia de la burguesía industrial italiana, una familia que se disgrega, de un mundo que se termina. Como sucedía también en El jardín de los Finzi Contini (1970), de Vittorio De Sica, un clásico que la propia directora confesó aquí en Cannes que le había servido de inspiración.
Como una expresión de ese mundo agonizante hay un hermano enfermo (uno de los hermanos Bruni falleció de sida en 2006), pero esa nota oscura está tamizada por la luminosa aparición de un hombre más joven que Louise (a cargo de Louis Garrel, pareja de Valeria en la vida real), que encarna la esperanza de un amor, incierto pero posible. Esas luces y sombras son las que hacen de Un château en Italie un film rico en matices y cálido en sus sentimientos. Y declaradamente confesional, a tal punto que la madre de la protagonista está encarnada por la estupenda Marisa Borini, la propia madre de Valeria. En Un château en Italie todo queda en familia.
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