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Domingo, 9 de julio de 2006

TEATRO › A LOS 81 AÑOS, A CAUSA DE UNA NEUMONIA, MURIO ANA MARIA CAMPOY

La mujer que fue su espectadora, la actriz que imantaba la escena

Con la naturalidad de sus tres nacionalidades y su espíritu trashumante, La Campoy ganó experiencia y recursos de actuación. Niña prodigio, carismática y talentosa, cultivó el teatro, el cine y la TV con soltura.

 Por Hilda Cabrera

“Lo difícil en esta profesión es mantenerse y seguir enamorada”, decía Ana María Campoy a esta cronista cuando presentó La Campoy en vivo, su primer trabajo en solitario, donde la dirigía su hijo Pepe Cibrián Campoy. Narrar instantáneas de su vida no era para ella una tarea extraña. La complacía transmitirlas y observar las reacciones que el relato producía en su interlocutor. “¿Qué dices tú?”, preguntaba cuando advertía que el otro demoraba el comentario. Actriz de charla generosa y diálogo expectante, Campoy falleció ayer a causa de una neumonía en la Clínica de la Trinidad. Dedicada hasta poco tiempo a un oficio que comparaba con el de vivir, solía decir que “para saber lo que el corazón quiere no hay que esperar nada, y en el teatro es igual”. De ahí ese deseo de enamorarse de cada obra o personaje que le ofrecieran o que ella misma elaborara. Consciente de la amenaza del fracaso, intentaba que ese entusiasmo contagiara al público. En su búsqueda, imaginaba ser su propia espectadora. Pulsaba la cuerda de la aprobación: “Son años de trayectoria”, resumía. Por sus trabajos en teatro, cine y televisión, recibió numerosos premios, entre otros el Podestá, entregado por Actores, el Konex, en 1981 y 2001, y un Martín Fierro.

Se destacaba de modo natural en sus emprendimientos, incluidas sus clases en el Teatro del Globo, a las que llamaba “experiencias teatrales”. No faltaba quien la reconociera directora de sus actuaciones. Ella lo negaba, aunque solía desdoblarse –una confesión suya–, instalándose fantasiosamente en la platea para observar “como si fuese una pintora, qué colores debía mezclar”. Fue sin duda una actriz viajera, condición que la marcó desde niña. Hija de actores itinerantes, nació el 26 de julio de 1925 en Colombia, estudió en España y se casó en Guatemala con el actor y director argentino José Cibrián. El, también hijo de comediantes y formado en España, debió exiliarse en México durante la Guerra Civil. Falleció en Buenos Aires en diciembre de 2002.

Sus padres trashumantes regresaron a España cuando Ana María tenía apenas un año. Vivió en la península hasta cumplidos los 20, participando en numerosas películas “sin adherir al régimen”. “No fui una figurita del franquismo”, afirmaba. Llegado 1950, se instaló en Argentina. Había dejado atrás Bolivia, después de recorrer casi toda América. En los primeros años de aquella década, participó de un programa de radio que dirigía Miguel de Calasanz e ingresó a la televisión junto a su esposo, actuando en distintos ciclos pioneros. En los últimos tiempos se la vio en comedias y telenovelas de figuras famosas, y en su programa de cable, donde realizaba entrevistas a personalidades de la cultura y el espectáculo.

Campoy acostumbraba recordar ciertos contratiempos a la vez que situaciones que le proporcionaban felicidad. Intercalaba anécdotas con tono tragicómico y se complacía recitando poemas de algunos de sus autores más amados, entre ellos, Antonio Machado y Juan de Zorrilla. El tributo a sus ascendientes y el cariño hacia sus hijos Roberto –“el arquitecto”, como gustaba señalar– y Pepe –creador de musicales– eran cuestiones fundamentales en su vida. Hablaba de unos y otros con agradecimiento. Casada con Cibrián, recorrió las ciudades del mundo portando triple nacionalidad: española, argentina y colombiana. Sobre esto, bromeaba diciendo que lo hacía para disgustar al general Franco. Y se sintió argentina en más de una ocasión, entre otras razones porque su hijo Roberto, el arquitecto, nació en Buenos Aires y porque veía que aquí era factible progresar. Pepe, en cambio, nació en La Habana, pues también ella y José fueron, a su manera, cómicos de la legua.

No extraña pues que haya sido niña prodigio y debutado con apenas cuatro años. Habría que imaginarla traviesa en ese teatro de Málaga en el que recibió su bautismo escénico. Campoy lo contaba así: “Salí a jugar, ahacer monerías. Para mí no hay otra profesión. Puedo decirlo con conocimiento de causa. A pesar de la incertidumbre, este oficio tiene el privilegio de la esperanza. Una sabe que todo es posible”. Y era exactamente así para esta señora que sabía expresar con hondura la vida alegre o triste, el desengaño y el amor. Escribió incluso un libro, Recetas de amor, editado por Sudamericana. Estrenó comedias exitosas, como Ocúpate de Amelia, una obra de boulevard de Georges Feydeau, Casado casa quiere, del español Alfonso Paso, y muchas más a partir de los años ’50, piezas que protagonizó la también célebre Lola Membrives, quien había visto nacer al marido de Campoy. De allí, el cariño que profesaba a la pareja. Aquella Lola era la que estrenó Bodas de sangre en Buenos Aires, acontecimiento que estremeció al poeta Federico García Lorca.

Carismática en las entrevistas y cordial anfitriona en sus programas de televisión por cable, Campoy se distinguía además por su imagen, su porte y su peinado tan a la española. La sobriedad del cabello negro, tirante y recogido, contrastaba con los brillos de la abundante bijouterie que la adornaba. Era estrella en lo suyo, mechando con temperamento sutiles ironías e inocentes gags. La intensidad de su trabajo para la escena –como lo demostró nuevamente en La importancia de llamarse Wilde, el musical estrenado en 2004 de su hijo Pepe y Angel Mahler– tuvo como complemento una interesante labor en el cine, en títulos muy diferentes: los recordados El extraño caso del hombre y la bestia (1951), Siete gritos en el mar (1954), Juan que reía (1976) y Las lobas (1986). Aportes enriquecedores que reforzaron su relación con el público, esencialmente a través de las emociones.

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Imagen: Pablo Piovano
 
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