TEATRO › HAYA, DE MARíA LAURA SANTOS, EN EL TEATRO DEL ABASTO
La directora y dramaturga conoce muy bien el mundo rural, sus personajes y mitos. Y en ellos abrevó para esta obra, en la que una mujer que acaba de quedarse sin familia se va al hotel del pueblo porque no resiste la soledad, pero eso le abre una nueva búsqueda.
› Por Carolina Prieto
La primera obra como dramaturga y directora de María Laura Santos logra una puesta que combina elementos camperos, guiños al cine y aires de fábula infantil, como un cuento en el que la protagonista se enfrenta al desafío de crecer rodeada de un universo extrañado y también burlón. Nacida en la localidad de Bolívar, Santos estudió teatro en la Facultad de Artes de Tandil antes de venir a Buenos Aires, donde continuó una intensa formación y actuó bajo la dirección de Federico León, Alfredo Staffolani y Gonzalo Martínez, entre otros. Conoce muy bien el mundo rural, sus personajes y sus mitos, y en 2008 comenzó la escritura de Haya, que tras un extenso proceso de creación se presenta los miércoles a las 21 en el Teatro del Abasto (Humahuaca 3549).
En 2012, Santos asistió al taller de dramaturgia de Ariel Farace y allí terminó de dar forma a esta pieza intimista. “El germen fue un personaje que escribí para una escena del ciclo El Porvenir, que se hizo en el Centro Cultural Matienzo. A partir de ahí empezó a surgir el mundo del campo: el hotel Goitías, que existe en Bolívar, los caballos que son mi pasión, las gallinas, la historia de las hermanas Caballo. Trabajé todo ese año el material y pude ordenarlo y darle un cierre”, comenta la autora a Página/12. Así es como, en un escenario de tonos ocre, iluminado en forma cálida y sutil, aparece Haya (Paula Baldini), la protagonista, vestida con su pollera retro y su cámara de fotos. Quedó sola tras la muerte de su padre y la casa de su abuela va a ser rematada, pero no resiste la soledad de ese hogar familiar y llega al hotel del pueblo donde la recibe un conserje muy peculiar. Juan Manuel Castiglione compone a ese personaje desopilante, absurdo, que maneja un ritmo muy distinto a la protagonista –ingenioso y veloz, habla y se responde–, aunque quizás esté tan solo como ella.
Es el conserje quien le cuenta la historia de las hermanas Caballo, que se criaron solas y que no se dejan ver, recluidas en una casa a pocos kilómetros del hotel. Haya se siente intrigada y decide ir a conocerlas. El extrañamiento que produce el conserje crece con la aparición de estas hermanas con nombres de varón (Milton y Forestier), rústicas, inquietantes. Pero la tensión inicial se afloja, como si la indefensión y la soledad hermanara a todas (incluida Haya), y hasta hay lugar para una danza al ritmo de los Guns N’Roses. Así, la incipiente amenaza se diluye, pero ellas son raras: usan máscaras que son cabezas de caballo y parecen vivir al margen de todo. “Se mantienen ocultas, nadie las vio. Se las arreglaron solas y Haya se siente atraída por esa situación parecida a la suya. En realidad, lo que las construye como peligrosas es el relato que se arma en el pueblo sobre ellas”, aclara la directora.
En el periplo de la protagonista por el pueblo de su infancia se cuela Juan, un amigo que llega buscándola y quiere acompañarla: él no duda, pero ella, si bien no lo rechaza, parece todavía no estar lista para su compañía. Eso sí, al menos logra salir de su encierro y las criaturas con las que se topa en este viaje la ayudan a abrirse y sacar afuera lo que le pasa. “Su melancolía tiene que ver con crecer, con dejar de ser niña, un pasaje que nadie sabe muy bien cómo hacer”, opina Santos.
La obra tiene una estética muy cuidada: las luces, el vestuario, los pocos pero sintéticos objetos de la escenografía, la bella música de Juan Pablo Fernández (de Pequeña Orquesta Reincidentes y Acorazado Potemkin), que mezcla guitarras criollas y banjo, se articulan con armonía. Y en este marco se suceden distintos climas: la conmoción de Haya, el humor dislocado del conserje, la extrañeza y la gracia de las hermanas. Hay diferentes atmósferas y también tonos de actuación, algunos más logrados que otros, como el del conserje, que por su contundencia y naturalidad se destaca claramente del resto. Consultada sobre la delicadeza de la puesta, Santos destaca: “Desde el comienzo tuve en claro que la puesta en escena iba a tener que sostener lo que no se iba a poder sostener solamente desde la actuación y el discurso. Trabajamos mucho en equipo: compartí muchos libros, fotos y películas con el músico, la escenógrafa y la vestuarista. Creo que lograron plasmar el clima buscado, tranquilo, melancólico”.
La directora asegura que su interés por la literatura japonesa, con su tempo y sus descripciones, y por las películas de Wes Anderson (Los excéntricos Tenenbaum, Moonrise Kingdom) y de Hayao Miyasaki (El viaje de Chihiro, Mi vecino Totoro), están presentes en el espectáculo. “Son referencias que se cuelan. La literatura japonesa me transmite algo muy melancólico, pero no bajón; más bien como una forma de felicidad. Igual que el cine de Anderson, me da esperanza. Además, soy fan de Miyasaki y desde el minuto uno supe que quería que la protagonista fuera un heroína como las de sus películas, en las que es difícil identificar la edad: puede ser una nena, una adolescente o mujer”, explica. En este sentido le interesa potenciar cierta zona de indefinición: como si la anécdota pudiera suceder en cualquier pueblo del interior y en cualquier época. “Hay algunas referencias: los walkies talkies son ’80, los Guns ’90, pero no más –aclara–. Buscamos que no sea fácil ubicar en el tiempo, abriendo algo de incertidumbre.”
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