Domingo, 23 de julio de 2006 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA CON CECILIA ROTH, PROTAGONISTA DE “DIAS CONTADOS”
En la obra de Oscar Martínez, la actriz encarna a una escritora de mediana edad a quien las circunstancias obligan a dar un golpe de timón. Cecilia Roth, que vivió un estreno teatral en Buenos Aires después de doce años, sostiene que este texto la ayudó a madurar: “Por fin dejé de ser adolescente”.
Por Sandra Russo
Cecilia Roth toma té de jengibre con limón. En tazas preciosas, en el living de su casa preciosa, que esta tarde está iluminada no sólo por el sol de media tarde que entra por las ventanas, sino también por las flores que le regalaron en el estreno de Días contados, la obra escrita y dirigida por Oscar Martínez, y que comparte con Claudia Lapacó, Alejandro Awada y Gustavo Garzón. Cecilia está radiante. El pelo rubio recogido, la cara limpia, los músculos relajados por fin, después del debut y de la noticia de que no hay más localidades. Recuerda entre carcajadas una frase de Augusto Bonardo: “El éxito siempre triunfa”. Es cuidadosa. Habla de lo que quiere hablar. Se desliza muy cautelosamente hacia otras zonas cuando la charla la provoca, pero regresa a su eje sin irse por las ramas ni tentarse con hacer diagnósticos ni elaborar teorías.
Cecilia toma su té de jengibre porque le hace bien a su voz grave, honda, esa voz que les presta a sus personajes y les concede cierta relevancia en cada palabra, en cada acento. No debe ser una chica fácil, Cecilia. No intenta seducir a su interlocutor más que con lo que tiene para decir, y lo que tiene para decir es sobre su trabajo, o más precisamente sobre su actual trabajo. No obstante, sabe perfectamente que en esta conversación no habrá ninguna pregunta incómoda para ella, ninguna de esas preguntas que podrían sobrevenir si la cronista no identificara bien a quien tiene delante: nunca, en sus muchos años de trabajo, Cecilia se corrió del carril de actriz hacia el carril del personaje del espectáculo. Aquí en su living, con este sol de invierno entrando por las ventanas, con su buena predisposición y su amabilidad, es imposible sustraerse al carácter que le brota en cada gesto, en cada afirmación. Cecilia es una mujer a la que nadie en sus cabales querría hacer enojar. Pero hoy está feliz y lo comunica.
–En general los estrenos en teatro son raros, frente a lo que te está pasando tenés que seguir para adelante. No hay retorno. Los estrenos en cine son diferentes, te estás viendo ahí. En teatro... las pesadillas previas son muchas, sentís que podés quedarte en blanco, y no solamente por la memoria: no te puede pasar nada. Yo trabajo para eso, para manejar eso, pero la esencia permanece, es difícil sobrellevar la idea de que estás trabajando para el otro, para el público, que es lo contrario de lo que se debería hacer.
–¿Se debería olvidar del público?
–No, estarías loco si te olvidás. Pero no trabajás para que el público reaccione de determinada manera. No deberías manipular al público ni dejarte manipular por él. Pero en los estrenos me aparece lo peor del vínculo con el público. Aunque no lo busques, aunque lo evites, hay una resaca de ese querer gustar, y eso molesta.
–¿Cuánto hace que no pasaba por la experiencia de estrenar teatro en Buenos Aires?
–Doce años. Ajá. Doce años. Yo no puedo hacer teatro y cine al mismo tiempo. Y en estos años me dediqué al cine, y algunas cosas de televisión, como Epitafios o algunos capítulos de Mujeres asesinas.
–¿Y de esta obra qué la tentó?
–El año pasado tuve una experiencia muy interesante en España. Hice La voz humana, de Cocteau, dentro de la temporada de ópera del teatro de la Zarzuela, que es un pequeño Colón. Bellísimo, enorme... Yo hice el monólogo, pero también se dio la versión operística, se hizo un espectáculo global, y fue maravilloso. Fueron cinco funciones, y no me quería bajar del escenario. Me engolosiné. No recordaba la magnitud que tenía para mí el teatro: es la condensación de la vida. Y hay momentos en los que hay que atreverse, hay momentos en los que uno siente que tiene resto como para hacer algunas cosas. Ahora pude.
–¿Y qué le pasó cuando le llegó el texto de Oscar Martínez?
–Fue bastante particular lo que pasó. Pablo Kompel, el productor, me estaba tentando con diferentes materiales hacía tiempo. Y yo sentía que no era lo que yo tenía ganas de contar. Porque también pasa eso. ¿Qué tenés ganas de contar? El material que vi era interesante, pero... Y por otro lado yo sabía que Pablo estaba tentando a Oscar como actor, porque aquella temporada de Relaciones peligrosas fue muy hermosa. No quiero hablar por Oscar, pero él no tenía ganas de trabajar como actor. Está muy conectado con la dramaturgia y con la dirección. Es un director magnífico. Conoce en profundidad los mecanismos del actor. El había empezado a escribir en Barcelona un esbozo de algo, diez páginas, pero luego Pablo le tiró la idea de que yo iba a trabajar en eso, y a partir de ahí siguió escribiendo, ya con conciencia de que la actriz iba a ser yo, que Ana era yo. Y él conoce mis registros como actriz.
–¿Y cuáles serían esos registros suyos?
–No, es raro hablar de eso, no querría. Pero Oscar puede entender qué instrumentos puedo tocar yo, o cómo afino... Y me exige, y tira de la cuerda, muchísimo. Para mí fue una combinación maravillosa. Me leyó la obra una tarde en su casa, hace un año, sin terminar, y a mí me conmovió, y dije que sí.
–La obra la ubica en una mediana edad en la que empiezan a pasar cosas que suceden a determinada altura de la vida. Fracasos matrimoniales, enfermedad de los padres...
–Sí. Pero hay muchas bisagras a lo largo de la vida, momentos en los que uno tiene que volver a tirar las cartas, barajar de nuevo. No depende exactamente de la cronología, porque la muerte de una madre puede pasarte a cualquier altura de la vida, pero esa posibilidad es lo que despierta en esta obra lo que no estaba reparado, lo que no estaba curado. Ana se replantea no sólo su rol como hija, sino también sus vínculos más profundos.
–La obra instala a su personaje en ese momento. Todo falla.
–Es uno de esos momentos en los que o actuás o viviste al pedo.
–¿Usted en la vida se ha reconocido en situaciones semejantes?
–Claro, sin duda. La obra despertó en mi vida personal el reconocimiento de todo aquello sucedido y el registro de lo que puede pasar.
–Bueno, así es la vida. No sabemos qué puede pasar dentro de cinco minutos. Pero el planteo de la obra es que hay cosas que a cierta edad se van presentando como inevitables.
–Uno no sabe si se va a separar de su pareja, pero hay cosas que, separándose o no, después de veinte años, pasan. O no pasan.
–¿Eso es lo nuclear para usted como actriz en esta obra? ¿Se espera algo de usted, de Ana, esa escritora soberbia y cínica?
–No, no se espera algo de mí. La que se da cuenta de que hay que moverse y barajar de nuevo soy yo. Ana espera estar a su propia altura.
–¿Qué le da a la gente esta obra?
–A ver. Tiene la habilidad de hacerte ver con humor lo que sin humor te dolería hasta el tuétano. Y no es efectista. Pero la vida, la muerte, los afectos, el dolor, todo eso, sin pinceladas de humor, sería de una densidad insoportable. La gente se ríe mucho pero también solloza. Yo escucho desde el escenario. Yo monologo con la gente. Ana es escritora y va narrando su historia a la gente. Yo estoy mucho en el proscenio. Y percibo el clima. Tengo pegado al público, siento las respiraciones. El otro día dije “presumo que a muchos de ustedes les pasa lo mismo”, y escuché que alguien me contestó: “¡Sí!”.
–¿Cómo cree que la ve esa gente? A usted, a Cecilia Roth.
–Ojalá lo supiera. Este lleno total es una sorpresa y es lo que deseaba, claro. Pero uno nunca tiene certezas de nada.
–Pero usted sabe que construyó una imagen fuerte.
–Pero porque soy así, no lo hice pensando en construir ninguna imagen. Sucedió. Las cosas que hago las hago por necesidad, porque necesito vivir así.
–Bueno, pero puede ser un círculo virtuoso. La gente termina respetando al que se respeta.
–Qué bueno si siempre fuera así, ¿no?
–¿Y cómo tiene diagramada su vida a partir de ahora?
–Se me ordenó la vida. Mi hijo está en segundo grado, está en su colegio, hasta ahora podía maniobrar más, pero ahora no lo puedo sacar de su vida, ni de su escuela ni de sus amigos ni de su papá. Estoy organizando mi vida en función de eso. Se trata de que yo también lo pase bien, pero haré teatro hasta fin de año, y veremos. Está todo abierto. Hay proyectos hermosos, se irán ajustando las fechas.
–¿Dónde creció?
–En tantos lugares...
–Pero es una chica de dónde...
–Nací en Paternal, avenida Juan B. Justo y San Martín. Después viví en Belgrano hasta los doce años y después en Barrio Norte. Y me fui del país a los 17. Y seguí creciendo allá.
–¿Profesionalmente? ¿O hasta qué edad cree que le duró la adolescencia?
–Hasta ahora. Te lo juro. Ahora estoy dejando de ser adolescente.
–¿Por qué?
–Y qué sé yo. Me resistiría a crecer. En los diez años de exilio yo creo que me congelé. Cuando volví, con veintisiete, volví a tener diecisiete. Esos diez años los pasé bárbaro, pero es como si los hubiera vivido otra persona. Y mi personalidad... tiende a la adolescencia. Síndrome de Peter Pan total. Y ahora empiezo a disfrutar las mieles de estar creciendo, de haber crecido.
–¿La maternidad influyó?
–Yo fui madre y seguí siendo adolescente.
–Claro, se puede ser una niña madre perfectamente.
–¡Lo fui! Y ahora le dije a Oscar el otro día que le agradezco haberme hecho encontrar conmigo.
–¿Maduró con este texto? ¿En serio?
–Sí, sí, de verdad. Lo vivo así. Crecer qué es: hacerse cargo, de lo que uno siente, de lo que uno ve, de lo que uno sabe. Crecer es no disimular.
–¿Los hombres y las mujeres crecen de la misma manera?
–No sé... no quiero generalizar.
–¿Y generacionalmente? Después de todo, sus diez años en España tuvieron que ver con una época.
–Sí, pero no sé... Hay cosas que nos hilvanan a todos. Yo creo en los procesos personales. Necesito creer en eso. Son caóticos, son desordenados, son extraños, pero creo en esos procesos. ¡No pierdo las esperanzas de madurar alguna vez!
–Pero usted no aparenta adolescencia, aparenta intensidad, seguridad...
–¡¿Y eso qué es?! ¿Esa intensidad qué es? ¡Adolescencia! ¡Yo estoy creciendo porque estoy más leve! No piripipí maraca, ¿eh? Pero no vivir cada día como el último de tu vida. Ufff. Por fin, no.
–¿Le rompe un poco que cada vez que se hable de usted se diga...
–¿La chica Almodóvar?
–Sí.
–No, no es limitador ni mucho menos. Eso suma. Me molestaría que digan “la ex chica Almodóvar”.
–¿Cómo se siente hoy en la Argentina?
–Este país me desconcierta. Hay cosas que no me cierran. No quiero ponerme opinóloga, quiero decirlo desde algo personal. Me sorprende este país. Con gente tan generosa, tan honda... Y a la vez, los obstáculos que tiene esa gente. En el 2001 estaba acá. Después me fui mucho tiempo. Pero es absolutamente increíble la fuerza que demostró este país. Y es increíble también la fuerza en contrario, la que tira para abajo. Este país está devastado.
–De todos modos, el mundo ahora está tremendo, tan tremendo que esto... Mire el sol que entra por su ventana.
–Claro, claro. El mundo está... La guerra, el hambre, no sé cómo se metaboliza todo lo que pasa. ¿Quién deseó esto? ¿Por qué pasa todo esto si no lo desea casi nadie?
–Vivió en muchas ciudades. ¿Es una impresión porteña o la avidez cultural que hay acá es mucha?
–Es muchísima. Es increíble. Yo viví, y no como turista, en varias ciudades, y esto que tiene Buenos Aires es de verdad increíble. Pasa de todo. Hay gente haciendo de todo. Hay ideas. Hay esfuerzo. Hay un deseo que barre con las dificultades. Por eso me da bronca, lo que no me cierra es que pese a todo lo obviamente bueno que sucede, las cosas sigan trabadas. Pero bueno, por suerte, la gente sigue haciendo sus cosas igual.
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