TEATRO › NORMAN BRISKI, MAESTRO, DRAMATURGO Y DIRECTOR TEATRAL
Tiene dos obras en cartel, la autobiográfica El barro se subleva y la ontológica Las 50 nereidas. La política nunca está ausente en el mundo briskiano: “Confío más en una discontinuidad social que en la izquierda o en la derecha”, sostiene.
› Por María Daniela Yaccar
“El teatro no va a cambiar nada, pero es mi deporte preferido. Ahí decimos lo que falta, lo que no se dice, lo que está atrás, escondido y prohibido. Hay algún indicio de ‘mirá lo que podría ser si pudiéramos imaginar una sociedad mejor’. Jugamos a configurar el cambio.” El teatro parece ser el único refugio de su alma libertaria. El Teatro Caliban, su sala de Montserrat, es su lugar en el mundo; allí Norman Briski es maestro, dramaturgo y director; allí cobran vida sus particulares invenciones. Como Las 50 nereidas, su última obra, “tan metafórica que debería ser considerada hiperrealista”, según se lee en la primera página del cuadernillo que la contiene.
–Es una obra muy compleja.
–Bueno, pero algo le habrá resonado.
Hay algunas palabras que forman parte del diccionario de Naum Normando Briski cuando se refiere al teatro: “invención”, “resonar”, “coágulo”, “vinculante”, “cuerpo ético”. Por momentos pareciera que busca la precisión del cirujano. Y por momentos su mente vuela, lo que dice parece un delirio, pero lleno de sentido, como lo que dicen sus personajes. Todo puede ser absurdo, pero al fin y al cabo lo es a la manera de Samuel Beckett, cuya cara arrugada cuelga, en una foto en blanco y negro, de una de las paredes del Caliban. Al lado hay una fotografía de Jorge Masetti. También hay naranjas en estantes (¿?). Un afiche dispara una sentencia: “Las cosas no son así, están así”. Lo que se ve en el hall del teatro que está al final de un largo pasillo es una buena síntesis de las impresiones que deja Briski a quien conversa con él.
Otra expresión que utiliza mucho es “social histórico”. “Si surge una improvisación en clase, sobre un episodio de rebeldía en una oficina, no es que pongo un pizarrón, pero propongo un análisis a mis alumnos: sobre el capitalismo, el gerente, una pirámide. Muy gramsciano sería. A veces los ejercicios quedan muy zonzos porque tratan anecdóticamente. Explico para ampliarles el social histórico. Para que la escena no claudique por ignorancia”, explica, en una mañana fría, sentado en una de las dos salas del teatro (que tiene aspecto de galpón). Capitalismo, dijo: el gran, gran tema de las obras de Briski. Su matrix.
Pero si ése es el eje de la autobiográfica El barro se subleva –en cartel, con la genial actuación de Eduardo Misch–, no es el de Las 50 nereidas, que es “más ontológica”. En esta obra, dirigida no por Briski sino por Juan Washington Felice Astorga, hay dos nereidas, pero una sola actriz, Eliana Wassermann (su trabajo es impecable), pareja de Briski. Ella está sobre lo que simula ser la cúpula de un edificio. Las nereidas, dos de las cincuenta hijas de Nereo y Doris, conversan sobre el carácter de su propia existencia. Detrás, en el escenario, hay una imagen en la que se ve el Congreso nacional (la política nunca estará ausente en el teatro briskiano). El espectáculo versa sobre las ficciones que se dio el hombre para sentirse protegido.
–¿Cómo surgió la idea de una obra sobre nereidas?
–Arranco con una imagen, un coágulo. Las nereidas son una invención de los hombres. Están para no tenerle tanto miedo al mar. Te van a acompañar y te van a salvar en ese social histórico donde navegar es la manera de conquistar. Me pareció brutalmente importante hablar de lo ontológico: la invención de los hombres muchas veces ha sido espeluznantemente creativa. La locomotora, qué sé yo. Pero también ha sido destructiva y no se ha considerado como eso. El hombre inventa la bomba atómica. Bueno, no se puede decir que es invención de los hombres: agarró un átomo, lo separó, después juntó y explotó. “¡Uy! ¡La tenemos!” Einstein quería cortarse un dedo cuando supo que inventó la bomba atómica. No se lo cortó nunca, eh. Se volvió profesor universitario. Ahí hay una clave de lo que significan los intelectuales. Otro inventó el diablo, el infierno... El amor es un invento, aunque benigno: la gente quiere adornar el deseo. Flores, llamadas; está bueno. O me parece que está bueno a mí ese invento de mierda. Las nereidas son un invento nefasto.
–¿Por qué?
–Porque son para la explotación. Si te morís, hay un lugar mejor. Si te ahogás, va a venir la nereida y te va a salvar... ¡¿Qué te va a salvar la nereida?! Ahí está la clave. En vez de ponerle voz al existente, que sería yo, dije: “Que hable la nereida”. Ella misma dice: “Nosotras sabemos más de la realidad que nadie”. Porque no son personas. Son dos y hay una división entre ellas, son totalmente distintas.
–En la versión original había dos actrices.
–Sí. Se fue Sofía Guggiari, que estuvo el año pasado. La obra fue escrita para dos y estaba bien. Eliana tiene características muy únicas. Es abogada, contestataria. Nunca ejerció: yo le dije que terminara. Al final resultó potente que estuviera sola. Se entiende que, básicamente, ninguna de las dos nereidas existe. Que ella hablara con la no existencia de la otra, da la idea de la no existencia de ella. Es menos explicativo y a mí me importa un corno. O lo agarran o no lo agarran y si no, mala suerte. Me apasionó la idea de hacer hablar a las nereidas. Ya había hecho un pequeño ejercicio con un caballo que hablaba. Se llamaba Felipe. Me gustó porque cuando me metí en su cuerpo, hablaba y pensaba de otra manera. Entonces, dije: “Las nereidas me van a hacer descular algo que no sé de mí”. Fue una pasión escribirla, no lo podía creer, no me podía dormir.
–Usted también creó el dispositivo escénico.
–¡No sabía dónde ponerla! Y no la iba a poner en el mar. Lo más contradictorio del mar es la altura, el pájaro. Siempre tuve un gran amor a los tragaluces, porque por ahí entra la luz natural. Era contradictorio que se refugiara en un lugar tan opuesto. Hubo una idea que se eliminó. Está el Congreso en el dibujito, atrás. Pensábamos que abajo podía estar sucediendo una reunión política.
–En el texto original hay una alusión a la resolución 125, pero no se plantea en la puesta. ¿Es una idea que abandonaron?
–No salía el efecto técnico. A veces lo tecnológico te mata. La idea era polenta: se escuchaban políticos discutiendo. Me encantaría que la gente revisara quién inventó la belleza. O quién inventó a Shakespeare.
El que revisa todo es él. Y cuando se dice todo, es todo. Hay un rumor, una vieja historia, escatológica y particular, que esta mañana Briski va a confirmar: se decía que él hacía trabajar a sus alumnos con caca.
–¿Es verdad eso?
–En una improvisación vi problemas con lo que significa “lo sucio”. El humano ha inventado un botón para que desaparezca la caca, mágicamente. La relación de una sociedad con su caca modifica enormemente: los hippies la tienen más a mano. Yo les dije: “Si quieren hacer un experimento lindo, hagan caca, pónganla en un cajoncito, y tráiganla”. Lo dije como invento. Ese grupo, que ya era adelantado, trajo las cajitas con su caca. Cada uno hacía una descripción... Se me ocurrió poner una palangana, en otra clase, y ver cómo se mezcla eso. Fue muy jubiloso. Después hacíamos pis en esa palangana. Todo se paró por el sida. Fue hace tiempo y se volvió a hacer alguna vez. Todo surge de alguna cosa que sienta como una limitación enorme. Nuestra clase media tiene una relación muy fallida con la caca: es lo peor, es un espanto. Yo lavaba los pañales de mi hija. Y parece algo espantoso.
–...
–Usted necesitaría hacer el experimento de la palangana.
- - -
Briski, recientemente premiado por el Instituto Nacional del Teatro en el rubro Trayectoria Teatral, dice que ya no le interesa la política, que lo mueve lo social. Pero, ¿cómo separar esas esferas? La charla arranca, justamente, en ese tópico que dice que ya no le interesa. No está conforme con el kirchnerismo: “Se volvió la preparación de una economía, de una política para que venga la derecha. Como soy más grande, pienso en lo que pensaba el peronismo revolucionario. El capitalismo sigue siendo la forma elegida”, protesta quien fuera militante peronista en los ’70.
–Pero, ¿qué pasa con las personas? ¿Por qué el socialismo no está en la mente de las personas?
–No es que las bases son reaccionarias. La derecha aparece porque estas invenciones posmodernas del socialismo no son revolucionarias. Son un tratamiento del capital con cierta sensibilidad hacia ciertas minorías.
–¿Y qué alternativa política lo convence? ¿El Frente de Izquierda?
–No, no... yo estuve con Zamora. La muerte de Mariano Ferreyra inventó una alternativa de izquierda, pero no es sólida. Mi espíritu crítico es menos táctico: no es de mañana para pasado. Confío más en una discontinuidad social que en la izquierda o en la derecha. Perón también quiso una socialdemocracia, no una revolución. Ahí está el límite del peronismo. Por eso no soy más peronista.
–¿Se le presentó la posibilidad de ser funcionario?
–No. Con la cantidad de cigarrillos que fuman, no aguanto. Es otra cosa que eliminé: no peronista, no judío, no clase política. Nuestra clase política termina toda en la misma olla. Van teniendo una especie de placer por lo concreto. Y el mundo de lo concreto es fascista. Contás las fetas del jamón, diría Pavlovsky, y tenés placer de contarlas. Gobernar es dificilísimo. Tuve propuestas de la JP en su momento, pero no llegué a ser funcionario. Mis contradicciones tienen que ver con mi posibilidad de ser libertario, como si fuese un poder adquisitivo. Yo puedo ser libertario. En la cueva, ¿quién no lo es? Pero hay muchos que están en mi capacidad de adquirir libertad y eligen la dependencia, las racionalizaciones que no son atrapables: dicen que el pueblo argentino no quiere una nueva sociedad. Es un horror. No sabés qué quieren.
Y entonces Briski dedica un párrafo al teatro y a su capacidad para hablar de lo prohibido. Pero después mira fijo a la cronista e interroga: “¿No sería bueno salir a romper bancos?”. “Con el teatro jugamos a configurar el cambio. No solamente a tener un dogma sino a cómo sería la realidad si dijéramos ‘la tierra es de quien la trabaja’ o ‘no hay herencia’ o ‘somos todos iguales’. Esa concepción en el capitalismo no existe.”
–Ha dicho que el teatro no cambia nada. ¿Y en la villa? ¿Cambia algo?
–Es bueno el ejemplo. Esta noche tengo ensayo de La empanada verde. La hace un grupo de alumnos que hizo un relevamiento en la Villa 21. Es muy interesante la obra: una de las señoras que vive ahí es acosada políticamente. Vienen el católico, la izquierda, Macri, La Cámpora... y como hace empanadas, vienen a ver si se pueden llevar alguna. Está basada en un relevamiento fehaciente: hay un acoso a la pobreza impresionante. De pronto aparecen los regalitos, el ladrillo hueco; cloacas no, no aparecen.
–¿Cuándo fue la primera vez que hizo teatro en un contexto como ése?
–Fue cerca de donde estamos ahora, en La Rotonda Varela. En ese momento no había semáforos, ahora tampoco; hay algunos. La obra tuvo muchísimo éxito y ahí nos avivamos de la potencia del teatro. El compañero de base que nos llevó era de Vanguardia Comunista, Gómez. Se exilió y falleció hace poco. El intendente nos decía que no se podían poner semáforos porque el barrio no existía en catastro como superficie poblada... ¡pero vivían 40 mil personas ahí! Eran dos intendentes, los dos actores eran buenos. Hablaban al unísono y decían lo mismo. O un poco fuera de sincro. El barrio decidió cortar la calle. Me pasó varias veces: es la discontinuidad. Hay algo que no vas a estar controlando. El teatro podría promover ese tipo de acciones, que tal vez hubiesen pasado igual, pero en otra temporalidad. El teatro tiene capacidad de producir movilización con más velocidad. Y produce la fiesta. Era lindo, alegre. Después se les ocurrió poner cajones de fruta en la calle, representando a los muertos. Habían muerto 38, 40 por el semáforo, más los perros. La más extraordinaria experiencia fue en Santa Fe cuando tomamos el Paraninfo, después de hacer una obra en una autopista, en 1972, 1973. Vino la policía y dijimos: “Acá cagamos”. Paramos un tren que venía de no sé dónde, lleno de manzanas.
–¿Cómo es su relación con las personas cuando trabaja en las villas?
–Cambió; yo antes era un actor popular. Hoy tengo otra vinculación. Dicen: “Ahí viene el tío que es entendido en teatro y quiere ayudar”. Cambió la cosa del ídolo, del star. Cuesta mucho digerir dónde está el teatro en la Argentina. Es tanto... en mi época no era así. Todos los grupos están, pareciera, en un juego sensual posmoderno. Y después estamos los “experimentosos”, los que hacemos obras de laboratorio.
–Es cierto, tuvo sus momentos de fama. Pero prefirió quedarse en los bordes...
–Sí. Y no me dedico a saber por qué estoy acá. Si tuviese alguna duda, me preocupo para que se aclare, con compañeros que saben o entienden más de este asunto que yo. O incluso con algún psicólogo. Pero no me propongo ser un ente ético: me aburro totalmente.
–¿Está preparando alguna otra obra de laboratorio?
–Estamos ensayando Ricardo III, una nueva versión. En la obra de Shakespeare, Ricardo III es un hijo de puta, un sanguinario. Tengo (como alumna) a una profesora de Historia. Y empezamos a estudiar. La traemos a los ensayos, averiguamos tantas cosas que nos sorprende el desconocimiento. Ricardo III fue el creador de dos universidades. Después nos enteramos de que Shakespeare hablaba muy mal de Juana de Arco. Te enterás de que fue un agente de la corte: por eso no lo encerraron nunca. Ricardo III fue protector del teatro, por primera vez en la historia de Inglaterra; hasta entonces el teatro era diabólico, pagano y se lo perseguía. Armamos la reconstrucción de un rey inglés: no hay analogía con la Argentina. Acá no tuvimos reyes, sí alcahuetes y virreyes. Bueno, hubo un rey en la Patagonia. Francés era, y no era tan malo como tipo. Lo mata una americana, una pistolera. Nuestra obra será una revisión del personaje. Aparecerá todo lo que no está en Shakespeare. La parte de atrás.
* Las 50 nereidas se presenta los viernes a las 22, y El barro se subleva los sábados a las 22, en Caliban, México 1428, PB 5.
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