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Viernes, 20 de febrero de 2015

TEATRO › OPINION

El espía de Dios

 Por Cristina Pérez *

–¿Qué piensas tú de este exilio?
–Que será largo.
–¿En qué piensas emplearlo?
El padre respondió:
–Contemplaré el océano.
Después de un silencio, el padre prosiguió:
-¿Y tú?
-Yo –repuso el hijo– traduciré a Shakespeare.

El padre es Victor Hugo, el dramaturgo francés. Durante su exilio en la isla británica de Jersey en 1852, en el que se sintió parte de esa familia de hombres proscriptos que “en un momento determinado están de más en su patria”, contempló un océano llamado Shakespeare. Hay “hombres océano” en cuyos genios están “los infiernos y los paraísos de la inmensidad eternamente emocionada”, dice el autor de Los Miserables en un libro que solía recomendar Jorge Luis Borges llamado Vida de Shakespeare, pero que en realidad tiene El Bardo inglés como un punto de partida para navegar el mar de las letras y sus diálogos sin tiempo. Sin embargo, las dos tareas que marcan el inicio de esta obra, la traducción por parte del hijo –François Victor– y la crítica por parte del padre, son tareas que aún nos convocan con extraordinaria vigencia.

William Shakespeare está vigente porque nos habla hoy, para hoy, siempre nuevo, poderosamente canónico porque se sobrepone a su tiempo, a los escollos de la evolución lingüística, a los naufragios esforzados de la poesía, a las transmigraciones idiomáticas, a nuestras coyunturas voraces y urgentes. Como navegar los mares, la exploración de Shakespeare es una tarea infinita, “una forma de vida” como la mismísima literatura según Harold Bloom, un río de Heráclito bravío y camaleónico, un misterio que se reproduce, y por momentos una religión.

William Shakespeare no escribió para ser leído. La publicación de sus obras en el llamado Primer Folio, en 1623 fue varios años después de su muerte en 1616 y a instancias de la impresión de las obras de su amigo y colega, el erudito Ben Jonson. Es Jonson quien prologa el Primer Folio sentenciando que Shakespeare era “el alma de una era”, pero no sólo para su época sino “para todos los tiempos”. La línea de aquella elegía, bien puede decirse, tuvo carácter profético.

Su pluma trabajó para la materia viva de los escenarios y en un contexto histórico en el que la propia realidad –desde la coronación de un rey a la decapitación de un traidor– parecía hecha de la sustancia del teatro. Así, el dramaturgo fue un hijo de su tiempo. “Hacia finales del siglo XVI las circunstancias de Londres incluían un fenomenal crecimiento demográfico, el emerger de los teatros públicos, y la existencia de un competitivo mercado para nuevas obras”, así como también “un extendido aumento en la alfabetización y un sistema que entrenaba a los estudiantes para ser altamente sensitivos a los efectos retóricos”, afirma Stephen Greenblatt en Will of the World una renombrada biografía de El Bardo de Avon. Como señala T.S. Eliot, el inglés isabelino era un idioma “ornamental” que además encarnaba las aspiraciones de superación en un mundo cambiante.

Aquel inglés elevado por la traducción de las obras clásicas, impulsado por la imprenta, promovido por la corona a través de la educación y el uso en las cortes, comenzaba a ganar espacio de lustre por sobre el académico latín o el palaciego francés. Y en esa tarea de construir un idioma propio donde confluyeran otras lenguas, el papel del teatro fue crucial. Más de mil setecientas palabras fueron creadas por Shakespeare. Y acaso el invento determinante –más justamente adjudicable a Christopher Marlowe–, pero llevado a su cúspide por Shakespeare, haya sido el verso blanco: esa cadencia de pentámetros de diez sílabas que se convirtieron en la composición de la musicalidad de la lengua permitiendo la producción de significado tanto en el plano semántico como en el plano del sonido de las palabras.

El otro gran hallazgo del poeta fue acaso el que lo convierte en heraldo de la modernidad y del presente: el monólogo shakespeariano fue y es un vehículo humanista. En el mundo del Renacimiento donde Galileo veía el cosmos, El Bardo iba a observar la conciencia humana, descorriendo un velo sobre ella, poniendo en escena personajes que miraran sus conciencias delante del espectador como en un juego de espejos. Dice Facundo Manes que Shakespeare fue “un neurólogo pristino” porque entendía sobre el funcionamiento del cerebro aun antes del desarrollo de esta ciencia. Y plantea Bloom con osadía que Shakespeare inventó a Freud.

Acaso ahí, en ese velo que se descorre sobre la intimidad del alma, sus esplendores y sus sombras, es donde la materia shakespeareana se mantiene candente, viva, actual y perenne. Porque es la materia humana que no cambia: cada hombre en su época se pregunta qué significa “ser o no ser”. Y esa intimidad con Shakespeare es lo que el escenario sigue devolviendo a las audiencias. Por eso no basta con leer una obra de Shakespeare, y sólo se comprende ante la escena, que lo que realmente escribió fue respiración, como “un espía de dios”, para ponerlo en justas palabras del Rey Lear.

* Periodista y actriz.

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