Viernes, 31 de julio de 2015 | Hoy
TEATRO › MI HIJO SOLO CAMINA UN POCO MAS LENTO, CON PUESTA EN ESCENA DE GUILLERMO CACACE
En la obra del croata Ivor Martinic, el director se arriesga a llevar al extremo las emociones de sus actores.
Por Paula Sabatés
¿Cómo decir algo sobre Mi hijo sólo camina un poco más lento, una de las experiencias teatrales más intensas que se hayan visto en el circuito del off porteño? ¿Qué seleccionar de este espectáculo arrollador, exquisito, que no se parece a ningún otro en materia escénica? Hay que estar, con el cuerpo, en el momento en que termina la obra y a los actores se les cae una lágrima, y luego otra, y van contagiando al público, que no puede disimular que ya no es igual que cuando entró. Hay que sentir la energía que recorre la sala del teatro Apacheta cada domingo a la mañana (sí, en ese extraño horario se ofrece la pieza) para entender la potencia de esta propuesta que gracias al “boca en boca” tiene entradas agotadas hasta principios de 2016.
¿A qué se debe el comentario unánime que coloca esta propuesta de Guillermo Cacace como la más destacada de la actual cartelera teatral? No es tanto el texto (del croata Ivor Martinic), que imagina a una madre y su hijo que padece una enfermedad degenerativa que le impide caminar. Es más bien el tratamiento que el director brinda a la obra, que indaga sobre “cómo aceptar al Otro, diferente, al que queremos pero no podemos ni sabemos ayudar”, como dice el programa de mano. Tratamiento que potencia la fuerza del texto con una puesta en escena profundamente física, alejada del realismo, y acentuada en el aquí y ahora de la representación.
Uno más virtuoso que el otro, en escena hay diez actores y uno más que lee las didascalias (los comentarios del autor) en voz alta, como si fuera un narrador. Ellos son Juan Tupac Soler, Paula Fernández Mbarak, Antonio Bax, Romina Padoan, Elsa Bloise, Luis Blanco, Clarisa Korovsky, Aldo Alessandrini, Pilar Boyle, Gonzalo San Millán y, en ese último rol, Juan Andrés Romanazzi. Juntos conforman un grupo de actores que en escena dejan el cuerpo: corren, gritan, lloran, se arrastran por el piso. Actores que no necesitan del artificio para lucirse porque ahí, con sus equipos deportivos (todos visten eso), sin maquillaje ni peinado y sin el apoyo de grandes estructuras de escenografía ni iluminación, demuestran que lo más potente del actor es el actor mismo. Y que sólo un gesto basta para conmover y desarmar a quien se tiene enfrente.
Por supuesto que Cacace ya había demostrado su gran maestría al frente de la dirección de actores y la puesta en escena en espectáculos como Mateo o A mamá..., pero aquí, como nunca, evidencia que es uno de los creadores con más impronta de los últimos años. Uno que no teme arriesgarse y que siempre encuentra una manera propia, profundamente original, de tocar la fibra más íntima del espectador.
Contar más de la historia no tendría sentido. Tampoco de los personajes, muchos más que la madre y el hijo, y muy ricos en matices cada uno de ellos. El universo se presenta allí ante quien esté dispuesto, ante quien sea valiente. Por eso se insiste, más enfáticamente que en otras oportunidades: no por capricho se dice que el teatro es presencia. Y en este caso se hace más evidente que nunca. Porque esta obra late. Y porque no hay más forma de transitarla que haciendo aquello mismo que hacen el director y sus actores. Entregándose.
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