Jueves, 21 de junio de 2007 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA AL AUTOR, DIRECTOR Y DOCENTE HUGO MIDON
Doce mujeres con Angel es su debut como productor. Los egresados de su taller Estudio Río Plateado realizan esta obra para adultos, montada en el Teatro del Pueblo.
Por Hilda Cabrera
Mientras proyecta una obra para adultos “que dispare hacia mundos imaginarios”, el autor y director Hugo Midón estrena un musical y debuta como productor junto a los egresados de su taller Estudio Río Plateado. Aquí la consigna ha sido trabajar sobre actitudes que las actrices del elenco reconocen como propias y desearon llevar a un primer plano: los temores, por ejemplo. Las historias creadas se rearmaron en torno de un varón inventado. Así nació Doce mujeres con Angel. El varón es tanto la figura de un familiar (padre, hermano, esposo, tío), como un cura o un actor, o alguien que reúne esos dos roles, al estilo de un Montgomery Cliff, famoso intérprete de una película de Fred Zinneman (De aquí a la eternidad). Estos y otros “personajes interiores” surgen de la fantasía de un elenco que dirige la actriz y docente Patricia Sadi, creadora además de varios programas terapéuticos junto al psiquiatra Claudio Naranjo. Doce mujeres... se refiere al amor, por eso no extraña que la obra parta de un final. Esta nueva labor de Midón implica “poner la plata para lo que se necesite, conseguir una sala y colaborar en todo aquello que permita llegar al estreno y mantener el espectáculo”, dice este artista y docente, convencido de que en esta tarea no existen recetas. La incertidumbre es compañera de toda creación: “Este no es un aprendizaje teórico”, dice.
–¿Qué lo impulsó a asumir el rol de productor?
–La experiencia demuestra que cuando los jóvenes finalizan su primer ciclo de estudios no saben cómo ni por dónde empezar. Les sugiero que no se queden en sus casas esperando que los llamen, porque no los llamarán. Deben elaborar un proyecto y hacer lo imposible para autogestionarse: buscar espacios no convencionales donde mostrar sus trabajos o armar pequeñas giras, tipo teatro itinerante. ¿Por qué habrían de ofrecerles inmediatamente un teatro cuando hay gente que lleva más de diez años en esto y no lo consigue?
–¿Este abrirse paso en la escena es semejante al de sus comienzos?
–Sólo en algunos aspectos. Apenas egresé del Instituto de Teatro de la Universidad de Buenos Aires, que entonces dirigía Oscar Fessler, hice teatro para chicos. Anteriormente, a los 15 años, había estudiado en la Escuela Municipal de Teatro de San Isidro. Formamos un elenco, pero no teníamos productor. Recuerdo que por indicación de un amigo fuimos a buscar un prestamista a la Bolsa de Comercio. Una novedad para nosotros. El promedio de edad del grupo era de 20 años. Firmamos un documento por el que nos obligábamos a devolver el dinero en tres meses. Así financiamos La vuelta manzana, que estrenamos en 1970, en el Teatro Regina. La obra (de la que participaba el músico Carlos Gianni, colaborador en numerosas piezas de Midón) fue un éxito. Se sostuvo durante dos años en cartel y en sólo veinte días devolvimos lo que hoy serían unos treinta mil pesos. No lo podíamos creer. El teatro se llenó desde el primer día sin que supiéramos nada de producción: éramos tan distraídos que nos habíamos olvidado de colocar un cartel.
–¿Eso significa que el público era más receptivo?
–No, ahora tenemos un público muy entusiasta que llena todo lo que es off y chicos que hacen teatro en los colegios. Estos días vi una puesta de Cuestiones con el Che Guevara, de José Pablo Feinmann, por un grupo de adolescentes de una escuela, y el salón estaba colmado. Para La omisión de la familia Coleman, en Timbre 4, por ejemplo, se agotan las localidades. La juventud no está quizá tan politizada como en otras épocas, pero se interesa por veinte mil cosas. Observo con optimismo que varios de mis ex alumnos siguen trabajando en el teatro, chicos de 15 años que ya empiezan a tener objetivos claros y se sienten representados por autores consagrados, como Rafael Spregelburd, Daniel Veronese y Javier Daulte.
–Una característica del teatro alternativo de hoy es la presentación de trabajos en proceso de elaboración. ¿Qué opina sobre esto?
–Desde un punto de vista escénico, coincido en que se ofrecen obras con los mismos elementos con los que se ensayaron, y hasta con las mismas luces, como si no interesara completarlas. Y en algunos casos observo una búsqueda de lo feo. Pero lo característico, creo, es la necesidad de hablar sobre la familia. Lo vimos ya en una obra de varias temporadas atrás, 1500 metros sobre el nivel de Jack, de Federico León. La ausencia de los padres, las dificultades de un hermano o una hermana, los problemas que trae un loquito o un enfermo dentro de la familia. Parece que nuestro teatro no se desprende de ese núcleo. Carlos Gorostiza, Roberto Cossa y muchos otros autores nos han hablado de la familia desde los años ’60. Eran retratos, generalmente sobre la clase media, impregnados por la realidad de entonces y por la crítica social. Por eso digo que en mi próximo trabajo para adultos pienso dejar mayor espacio a la imaginación y no atarme al “mundo de todos los días”. Tenemos directores que han hablado y hablan desde otro lugar. Alberto Ure, por ejemplo, realizó puestas polémicas, como Hedda Gabler, de Ibsen (en 1974, en el Teatro SHA, protagonizada por Norma Aleandro), y Ricardo Bartís, quien toma la familia desde lo específicamente teatral.
–¿El mundo imaginario no es afín al teatro para adultos?
–La densidad de algunos temas sociales dificulta a veces el paso a ese otro nivel. Cuando escribo para chicos debo cuidarme muy bien de que esa densidad no ahogue, que la obra no produzca un bajón en el ánimo, aunque trate cuestiones tan dolorosas como la pobreza. En Derechos torcidos me ocupé de asuntos tristes, como el hambre y la falta de un techo que cobije, y en Huesito Caracú, del campo que va quedando desarticulado, pero trato de no dramatizar, porque mi propósito es otro. Lo quiera o no, sigo impregnado de esa vieja teoría que dice que el teatro modifica y nos abre la cabeza.
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