Miércoles, 25 de julio de 2007 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA AL DIRECTOR JOAQUIN BONET
El teatrista montó la obra Crónica de la caída de uno de los hombres de ella, de Daniel Veronese, pero con un tratamiento diferente del original.
Por Hilda Cabrera
Las situaciones y el tiempo se interrumpen y las escenas se desarman. Esta particularidad de Crónica de la caída de uno de los hombres de ella no impide al director Joaquín Bonet enlazar las historias que guarda esta obra de Daniel Veronese que se viene ofreciendo en La Tertulia. Escrita a comienzos de los ’90, en la época de auge de la fragmentación, recibe ahora otro tratamiento. “La cronología está rota –señala Bonet–. La historia se torna difícil de percibir y se produce un teatro donde el aburrimiento y el sinsentido son ‘poéticos’. La historia que subyace da una dimensión más profunda a las escenas: por eso le damos pistas al espectador como si fuera un rompecabezas a armar.”
Actor, dramaturgo, guionista y director, Bonet posee amplia experiencia teatral y se permite estos desafíos. Hijo del actor Osvaldo Bonet, vivió la escena desde niño y ya de adolescente se formó con destacados maestros en diferentes disciplinas, incluida la música. Estudió actuación con Carlos Gandolfo y Agustín Alezzo y dirección con el mismo Alezzo y Oscar Martínez. Integró los elencos de espectáculos del Teatro San Martín (La Celestina, Luces de Bohemia, Trilogía del veraneo, La dama duende) y de obras de pequeño formato, como Viaje en globo, El traductor de Blumenberg y Sin nombre y, entre las más recientes, Acercamientos personales, de la que es autor del texto y de la música. Otra creación suya es Esa no fue la intención, estrenada en 2000. En cine participó en Despabílate amor y en televisión en las miniseries De poeta y de loco y Fiscales, medios a los que aportó guiones y donde dirigió, entre otros, el cortometraje La promesa y tres capítulos de la miniserie policial Ciudad de pobres corazones. Hoy presenta dos obras teatrales: Crónica... y Cuentos a la hora del té, y espera estrenar Testigos, en agosto.
–Crónica... transcurre con un trasfondo de guerra, aunque los personajes están al margen de ésta. ¿La guerra es esencial en esta obra? ¿Qué pasa respecto del amor y de la soledad?
–La guerra no es el tema de la obra, es la circunstancia por la que se suceden los hechos la que genera que los personajes se comporten de forma egoísta en medio de la carencia, del miedo a la soledad y a la falta concreta de cosas materiales y afectivas. Justamente, el amor y la soledad son los polos que transitan los personajes.
–¿La tarea del director es siempre encauzar?
–Sí, sin dudas: buscar que el espectador relacione ciertos momentos sirve para que comprenda más lo que pasa en cada situación. Entonces la ironía y la fuerza del texto tienen más impacto. Esto no quiere decir que los sentidos y significados se cierren. Al contrario, el espectador profundiza y disfruta de entender.
–¿Qué papel cumple la emoción en el teatro?
–La emoción es el motor de lo que nos pasa, y en todo sentido. El mundo se mueve por emociones. Las ideas, nuestra capacidad de pensar, ayudan a conducirlas ante los hechos que se nos presentan. Así llegamos a comprender y podemos enfrentar mejor la vida; es la forma que tiene el humano de crecer. Esta dinámica no puede estar ausente del teatro.
–¿Por qué algunos autores la menosprecian?
–No lo sé, supongo que se debe a que la confunden con sensiblería. No vamos al teatro a pensar como si fuéramos a la facultad a escuchar a un filósofo. Vamos a sorprendernos, a disfrutar, a sufrir y también a reflexionar. Sin emoción la reflexión es especulativa, vacía. Creo que hay temor porque en general la emoción expresa sinceridad. Y en realidad, no sabemos qué decir.
–Actualmente se presentan unas doscientas obras en Buenos Aires. ¿Existen espectadores para todas? ¿Se amplía la cantidad de espectadores o son siempre los mismos?
–No tengo estudiado el tema, pero creo que hay demasiadas obras. Con esto no quiero decir que debería haber menos. Pero a veces es un mismo circuito que ve las obras criticadas y producidas por nosotros mismos. Que haya muchas propuestas hace que haya superación, pero la mejor calidad también se logra con el necesario crecimiento en las estructuras de producción; la profesionalización de los técnicos, actores, directores y dramaturgos. La política de subsidios vigente, que hay que agradecer, tiende más a la expansión que al premio a la calidad. También es cierto que es difícil decir qué es calidad, pero alguien tiene que decirlo y para eso hay personas calificadas para la tarea.
–¿Hay un teatro relacionado con lo que se denomina gestión cultural? ¿Cómo lo definiría? ¿Cuáles son las ventajas y desventajas?
–Escuché a un pintor reconocido decir que si él presentaba un proyecto para una performance en el Obelisco con telas pintadas de colores, o lo que fuera, los organismos le daban cualquier cantidad de plata, pero si pedía cincuenta pesos para comprar óleo para hacer un trabajo más humilde no le dan ni cinco pesos. Pasa eso: en la escritura se premia lo experimental y los subsidios se otorgan a los montajes no convencionales. Tal vez no esté mal. En todo caso, hay una tendencia, en los distintos gobiernos, a promover al gestor cultural formado en universidades, que a su vez se inclina por las nuevas tendencias. Eso permite que se luzcan, que los críticos tengan espacio para hablar de ellos y de las obras y que los directores sean considerados creativos. Y el público, ¡bien, gracias! Esto se relaciona con lo posmoderno, el cóctel en sillones de cuero blanco con música funcional y ambiente agradable.
–¿Cuál es la particularidad del teatro de los ’90 respecto del que se hace en los últimos años?
–El teatro de los ’90 quería romper con ciertas estructuras narrativas, salir del “sentido racional” para generar otros espacios dramáticos, y lo logró en gran medida. Claro que algunas propuestas fueron muy llamativas para un público, pero muy ajenas a otro. Desde hace varios años esto cambió y los espectáculos tienen en la efectividad a uno de sus valores fundamentales. Otros siguen la antigua línea.
–¿Qué opina del teatro anterior, de los ’70 y ’80? ¿Le interesa? ¿Se desentiende? ¿Le disgusta?
–Hubo grandes dramaturgos y grandes obras. Aun así, como pasa generalmente, pocas subsisten al paso del tiempo, pero eso sucede con obras escritas en el 2000. Hay una generación de la cual se puede aprender mucho y que es saludable que siga generando materiales. En los últimos años se da una interrelación mayor entre los dramaturgos directores y actores de generaciones diferentes. Creo que es enriquecedor para todos.
–¿Influyó en su profesión el hecho de ser hijo de un actor y director como Osvaldo Bonet?
–Sí, sin dudas, porque viví en los teatros desde muy chico, jugando entre las escenografías, escuchando conversaciones, viendo a mi viejo estudiar.
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