TEATRO › SELECCION DE NUEVOS ROSTROS DE LA ESCENA INDEPENDIENTE
Son parte de una joven guardia de directores y actores que se lucen en el humor, el drama y la danza, acostumbrados a la autogestión, superando los viejos prejuicios contra la televisión, con preferencia por las criaturas en los márgenes.
› Por Julián Gorodischer
“No es de este mundo”, dice la fan de Pablo Messiez, agazapada en la puerta de la sala en la que se concretará la producción de fotos. La joven guardia del teatro, a veces, convoca pasiones breves e ilustradas, pero igual de intensas que las de un acceso al recital de rock. Cuenta Esteban Lamothe, el intérprete virtuoso que le pone voz y rostro a uno de los primos de Algo de ruido hace (de Romina Paula), que vio a las chicas de la eterna espera recitar de memoria los textos de Anton Chejov, adaptados en Espía a una mujer que se mata (de Daniel Veronese), y seguramente lo han seguido hasta los recitales de su propia bandita de rock. A ídolos módicos, corresponden teatros llenos de Almagro y del Abasto, entradas agotadas, rotación continua de estrellas que cambian de escenario pero no resignan estilo ni deseo de actuar en clásicos o textos de sus contemporáneos.
Se les propone que hablen de sí mismos como generación al filo o recién pasados los 30, cuando sus nombres ya resuenan pero sin incorporarse al mainstream de la escena y la pantalla; y ellos aceptan: entonces Esteban Lamothe, Pablo Messiez (director de Antes, actor en Un hombre que se ahoga, de Daniel Veronese), María Figueras (de Espía a una mujer que se mata), Gabriel Almendros, del originalísimo grupo Krapp, que conjuga danza con humor absurdo en Olympica como si el combo no fuera una excepción a la regla de lo solemne y Pilar Gamboa, que se luce en Algo de ruido hace como la tercera en discordia con aires de La intrusa borgeana, se intercambian halagos y definiciones como si anunciaran en un aviso de un rubro 69 casto (versátil/ buena presencia/ intenso), con pocas probabilidades de que aparezca una radiografía más sutil que la que trazarían en el living de Susana, aunque después lo vuelven a intentar sin los piropos y todo sale mucho mejor. Si hay rasgos comunes para una actuación a los 30 años, se le atribuiría: “Nos formamos entre mucha mezcla: Spregelburd, Daulte, Szuchmacher” (Pilar Gamboa)/ “Tenemos muy poca solemnidad en el vínculo con la actuación” (Pablo Messiez)/ “Nos da luz el hecho de venir de distintos lugares” (María Figueras). Luego, abre el fuego Esteban Lamothe, el primo abombado de Algo..., aquel que le pone el cuerpo a la reclusión en ese suburbio fuera del tiempo y el espacio ideado por Romina Paula con lógica cinematográfica, plagado de elipsis y de acción, de vértigo: la visita de una intrusa quiebra el ecosistema de la pelea funcional a una relación; Lamothe parece acatar esa reflexión sobre el actuar con la que Joseph Roth deslumbra en sus Crónicas berlinesas, cuando escribe: “... una mano ligeramente maltrecha puede abarcar toda la miseria de una época; tal vez los actores deberían trabajar en los bosques para entender que su cometido no es hablar sino guardar silencio”. Tal vez adhiera a la reflexión rothiana cuando se refiere a la clave de su formación escénica: –Un maestro –dice– te puede orientar, pero lo que pesa es lo que uno trae de la casa. Tuve una historia familiar muy dura, que no vamos a desarrollar ahora, en un pueblo llamado Ameghino, a 500 kilómetros de Buenos Aires. Siempre toqué en bandas, y eso me formó: somos los cuatro hermanos Lamothe en el grupo Cabeza flotante. Todo te queda en el cuerpo en algún lugar. Se supone que un actor tiene que ir compulsivamente al teatro, pero creo que no es así. Yo no fui mucho al teatro.
–Hay actores –acota María Figueras– que te quedan en la retina y otros que te pasan desapercibidos; Esteban tiene un imán, un magnetismo.... Una forma de abordar el trabajo que no es uniforme, que se sale del standard.
–Yo no fui mucho al teatro –retoma Lamothe–. Pienso en mis cosas en el teatro, y al mismo tiempo estoy mirando la obra. Pero después me acuerdo, así que evidentemente sufro una disociación.
Cuando la ronda se detiene en Pablo Messiez (Un hombre que se ahoga, ex Enrique IV y El siglo de oro del peronismo, también el enamorado del aviso de calditos Knorr que deslumbró en 2005 con su Sopa de letras), vuelve la idea de pertenencia a un clan, aunque se conozcan poco. El mismo lo escribe en la presentación de Antes, la obra que dirige basada en una novela de Carson McCullers: “...pensé en los grupos a los que pertenezco y en cómo cada grupo funda su lenguaje, comparte su código. Se me ocurrió entonces contar la historia de un grupo de amigos que, por un rato, deciden ser otros. Aunque sus cuerpos no se parezcan a los de aquellos, aunque sus historias sean distintas, basta un acuerdo tácito para que el relato acontezca...”.
María Figueras: –En Antes hay mucho humor; me hace acordar a El sonido y la furia, de William Faulkner, unido a Carson McCullers en la referencia al sur norteamericano. Algo de la literatura es difícil de transportar, lograr que esté vivo, que tenga el perfume de esa cosa rancia.
E. L.: –Es grasa lo que voy a decir y es, a la vez, un elogio: Pablo es espontáneo cuando actúa; lo vi por primera vez en Badulaque (de Cristian Drut) y recuerdo sus textos de memoria.
¿Operaciones de riesgo? Poner el cuerpo y adaptar a la autora que conmueve y que lo remonta a sus favoritas María Bethania y Clarice Lispector (Messiez), plasmar la fantasía de emparentarse en la ficción al compañero de trabajo, como mesero, al que ve como un sosia veterano (Esteban Lamothe/ Esteban Bigliardi), creer en el final de las cofradías cerradas como las de los bailarines o los estudiantes de teatro, al punto de animarse a danzar sin tradición y sin escuela, burlándose de un linaje de puntines y torsos erguidos como lo hace Gabriel Almendros en Olympica, del grupo Krapp, en la piel de uno de esos deportistas en colonia de recuperación que podrían entenderse –por qué no– como la versión defectuosa y humana (antifascista) de los monstruos perfectos del Olimpia de Leni Riefenstahl.
–Los movimientos de un “no bailarín” –concluye Almendros, también intérprete de Mendiolaza– zafan del standard. Tal vez eso es lo que pega de tipos que no son bailarines.
P. M.: –Se agradece que mucha gente los haya visto: cuando aparece algo personal, diferente a nivel grupo, se crea un lenguaje, se instala una manera de hablar.
–Lo de Krapp es partir de un punto ciego: hacer bailar al imposibilitado, al deportista en recuperación...
G. A.: –Es volver a encontrar el momento de gloria de un ex atleta. Desde Mendiolaza el humor se hizo fuerte en nuestro lenguaje.
P. M.: –Ahora hay más trabajos que fusionan el humor y la danza, está dejando de ser una zona solemne.
–Ustedes trascienden a la cofradía, la cosa cerrada, ¿generan resistencias?
G. A.: –Pasa en todos los guetos; las escuelas de teatro también son terribles. Hasta para un rockero, el hecho de que hagas danza te convierte en careta.
E. L.: –Yo no quiero ir a una clase de teatro nunca más. Hoy me va a ver el de Dos minutos a la obra de Romina Paula. Me divierte ese tipo de público en el teatro.
¿Cualidades comunes a las chicas convocadas? “María Figueras es una actriz disponible, a la que no se le ven los hilos –define Messiez– ni las transformaciones. Puede cambiar de estado asombrosamente. Es como si saltara el disco, y ella hiciera un montaje de emociones.” Pilar Gamboa, la intrusa de Algo de ruido..., pasajera de Tren, cuyos primeros fragmentos se exhiben en el ciclo Work in progress del Centro Cultural Rojas, es definida por Messiez como un punto marcado en el papel, pero no uno hecho con lápiz sino uno bien delineado, como si el trazo se superpusiera hasta saturar el tono y convertirlo en mancha. O también “leche condensada –sigue el actor–, emocionalmente condensada”, como también pasa con Figueras. “Actrices felinas: nunca se sabe para dónde van a salir.” El privilegio de todos es verse crecer, acompañarse desde el principio, observar una trayectoria naciente, en el momento en que germina; asistir a los primeros pasos que derivarán en algo grande.
–Me formé con ella desde mi primera clase de teatro –asume Esteban Lamothe–. Hay una cosa que entiendo de ella y que ella entiende de mí que es mágica. Siempre voy a querer trabajar con ella. En la obra que hacemos juntos tiene mucho de La intrusa, de Borges, pero también de Michael Haneke en Funny games.
La conformación de grupo entre todos y cada uno no inhibe el hecho de que esos mismos grupos sean parecidos, desplazados, en los márgenes como sucede con el trío de Antes, en los bordes, como las evangelistas de Tren, en los límites de las leyes aceptables del deseo y la atracción como los de Algo de ruido hace, olvidados y tratando de volver al paraíso perdido, sin suerte, en las creaciones de Krapp, como si la derrota los ganara de antemano, pero así y todo parece haber un gusto en esa estética de la derrota; lo que triunfa es la respuesta al canon del triunfo, la antítesis del éxito, una zona en la que se mueven cómodos, un minuto antes de que alguno suelte nuevamente un piropo dirigido a una de las chicas.
–Puede cambiar de registro a gran velocidad –sigue Lamothe, ahora mirando a los ojos de María Figueras, o a los de todos–. Su obra (Espía a una mujer..., sobre Tío Vania de Chejov es la que me habría gustado escuchar, la que habría disfrutado, aun siendo ciego.
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