Domingo, 8 de junio de 2014 | Hoy
RADIO › OPINION
Por Eduardo Aliverti *
Estoy de acuerdo con que la radio es el teatro de la mente y, por tanto, no me gusta que la imaginación sea televisada. De ninguna manera reniego del enorme abanico que significan las nuevas mediaciones y apuestas tecnológicas. Estoy hablando de gustos personales, y quizá nada más. Podría pasar, tranquilamente, que la convergencia de radio e imagen, sea por Internet o a través de transmisiones en dúplex, resulte un éxito. No lo sé. Sí sé, o creo saber, que en todo caso estaríamos hablando de otro tipo de lenguaje. O, más bien, de consumo. No de radio a secas. Si me dicen que la convergencia consiste en asomarse a cómo se hace radio, compro. O pongámosle que compro. Pero si me apuntan que consiste en gozarla tal cual es, lo rechazo porque la ontología determinante de la radio es ser invisible. Antonio Carrizo siempre destacó una obviedad que, como tantas otras, es eso cuando se la expresa: la radio es el único medio donde sólo interviene el sentido del oído. Ningún otro. Todo lo demás es la película que se hace cada quien con lo que escucha por la radio. Es cómo el oyente se siente penetrado, y cómo decodifica a su gusto, esa forma en que un buen locutor sabe subírsele a un tema musical para pisarlo como Dios manda. Esa manera en que se abre un programa con un recurso sorpresivo. Ese modo en que te inflexionan los graves, los tonos medios y los agudos para que sientas tal cosa o tal otra. O tantas cosas. Ese asunto de no saber qué es lo que viene, porque la radio tiene una cuota de improvisación muchísimo más alta que el resto y entonces, casi, no tenés idea de cómo seguirá lo que estás escuchando. Y es, sobre todo, eso de que te hablen al oído. O que uno se lo crea porque tiene ganas. Porque necesita que sea así. Porque le hace falta que la radio, esos tipos y esas minas que están en la radio, te hablen nada más que a vos. Y ahora resulta que televisan esa seducción incomparable. Ajá.
Me acuerdo de cuando a mediados de los ’90, más o menos, empezó a avanzar el proceso multimediático. Las caras conocidas que laburaban en el canal y en el diario del grupo equis también serían empleados para trabajar en la radio de ese grupo. Y así fue que se pensó en que la dichosa magia de la radio desaparecería, digamos, porque uno les conocía las caras a los que pasaban a hacer radio. Las caras, sí. Solamente eso. Podían y podrán conocerte la cara, pero resultó y resulta que cuando los escuchás por la radio, así fuere a la gente más famosa, no sabés si están sentados o parados, ni cómo están vestidos, ni si tienen cara de ojete porque ese día se levantaron con el pie izquierdo, y entonces te disimulan como si no les pasara nada y vos te la creés; ni tenés idea de a quién tienen al lado o enfrente, ni cómo se relacionan con el operador, ni la silla que usan, ni las señas que hacen; ni, y ni, y ni. Conocés, pero no sabés nada. Eso es la radio. Es tu película. La de los oyentes. No la de los televidentes.
No tengo forma de imaginarme cómo sería, o será, saber quién es el hombre o la mujer invisibles. Me imagino muchas formas atractivas de la invisibilidad, ni lo duden. Se me ocurre que podrías verlo al presidente de Estados Unidos en una reunión de gabinete en la que se debate dónde les conviene intervenir próximamente. Se me ocurre que te podés meter en el vestuario de un seleccionado de chicas de hockey o de rugbiers. Se me ocurre que podés andar por donde se te canta, en síntesis, haciendo del voyeurismo una práctica que te sirva para conseguir información, satisfacer instintos primarios sin joder a nadie, y así sucesivamente. Pero no se me ocurre cómo sería esto de mirar la radio a cada rato para acabar en la conclusión de que lo mejor que puede pasarte es no andar mirando, porque no se trata de mirar, sino de ver lo que querés imaginarte.
En una palabra, mucha suerte a quienes ponen fichas a eliminar el misterio. Pero no cuenten conmigo.
* Locutor, periodista y conductor de radio, director de Eter y de la AM 750.
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