Domingo, 8 de junio de 2014 | Hoy
MUSICA › LOS AMIGOS DEL CHANGO EN LA TRASTIENDA
Por Cristian Vitale
“Ahora vamos con ‘El humahuaqueño’, de Edmundo Zaldívar hijo”, anuncia una voz desde el escenario. No se alcanza a divisar de quién proviene entre los once músicos que lo pueblan, pero no viene al caso. Lo importante es que la versión del himno de la quebrada que sucede al anuncio es sencillamente magistral, plena en recursos, texturas y matices... Imponente. La Orquesta Popular de Cámara Los Amigos del Chango está presentando su disco debut, M.C.A, Volumen I, ante una Trastienda repleta, y el clásico carnavalito norteño es parte de un todo que no le envidia en magia, riesgo y talento. Música en libertad total es lo que se oye. Músicas sin red, como aquellas que el creador de la Orquesta (el Chango Farías Gómez) propuso contra vientos, mareas y prejuicios, durante cincuenta años de vida estética. Músicas repartidas en nueve piezas (las que pueblan el disco) ejecutadas tal cual marca el orden: de la uno a la nueve, paso a paso. “Agradecemos profundamente que estén aquí, apoyando este proyecto a pulmón, y hecho con todo el amor del planeta. Amamos lo que hacemos y la pasamos súper bien”, remarca una voz que ahora sí se identifica: la de Jerónimo Izarrualde, baterista, cantor e hijo de Rubén, otro de los pioneros de la agrupación.
Hijo y padre (el Mono en flauta traversa, claro), más Luis Gurevich en piano, Néstor Gómez en guitarra y bombo legüero, Agustín Balbo en guitarra eléctrica y charango, Ricardo Culotta en trompeta y fiscorno, Aleix Durán en clarinete bajo, Daniel Gómez en bandoneón, Manu Uriona en percusión, Santiago Martínez en violín y Omar Gómez en bajo, irán desgranando una lluvia de sonidos en tensión y distensión permanente. En giros y fugas. En desparpajos, criterios libertarios y precisiones. En nueve gemas de música popular argentina que pendulan entre la intrépida visita a la chacarera en clave power que abre el disco (“Entre a mi pago sin golpear”) y la improvisación de “Timbre de abajo”, instrumental compuesto por el mismo Chango, inspirado por el timbre que sonaba todo el tiempo en la sala de ensayo de la Orquesta; entre el color afro y los cambios de ritmo que la inquieta orquesta le imprime a “La Vieja”, antiquísima chacarera trunca de los hermanos Díaz, y “María”, tangazo de Cátulo Castillo y Aníbal Troilo, que el indómito Farías Gómez grabó a voz pelada en vida, y que se deja mimar por el jazz; entre la atrevida intervención a “La oncena”, de Goñi y Lagos, y la melancolía que los mosqueteros del Chango le imprimen a “Canto a la Telesita”, del Chivo Valladares; entre otra chacarera de los hermanos Díaz (“Me llaman la Carbonera”) y una versión de “Garúa”, que antecede a “El humahuaqueño” con una perla extraída del disco: la voz del mismísimo Chango transformada en pista y vindicada en mil aplausos.
Hasta acá, el disco completo. El último sueño del Chango, el de recrear músicas argentinas en clave de cámara, hecho realidad por sus músicos y por él, claro, dado que las piezas expuestas fueron las últimas que ideó, tocó, arregló, dirigió y grabó. Pero los amigos del Chango también se hicieron tiempo para un plus, y refrendaron un presente encantado y presagiaron un futuro promisorio, a la vez, que se manifestará en próximos volúmenes. Reactivaron esas inesperadas dinámicas rítmicas en versiones que, ahora sí –aunque sin abandonar la guía de Farías Gómez–, les compete a ellos. En tal redistribución de tareas, entonces, se apropian de “Cuando muere el angelito” y de “La séptima”, de Lagos-Saubidet, reforzada por vuelos de jazz y decibeles de rock. También de “Melodía de arrabal”, de Carlos Gardel, que se deja impregnar por el clímax de los vientos, la calidez de un bombo legüero y el ataque de una guitarra eléctrica que reaparece en “Chacarera santiagueña”, inmortalizada hace mil por Los Tucu Tucu y resignificada por estos músicos con lapsus propios de su lenguaje: un ritmo de chacarera que puede besarse con un reggae o una guitarra que se puede atacar, esta vez pensando en la “Post Crucifixión” del gran Flaco Spinetta. El final, a público encendido, es para una zapada inspirada en el canto de los heladeros, cuya matriz estética –devota del candombe jazz a la uruguaya– completa el rasgo que faltaba para refrendar esta expresión de música atrevida y total, pero criolla.
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