Martes, 25 de julio de 2006 | Hoy
DANZA › “LA ROSA DE LOS VIENTOS”, EN EL FESTIVAL KAGEL
A instancias del Centro Experimental del Teatro Colón, jóvenes videastas y coreógrafos se unieron para la creación de una obra múltiple sobre música del gran compositor argentino contemporáneo.
Por Alina Mazzaferro
En algunas esferas de la cultura, homenajear a un artista significa ofrecer un catálogo muerto, obras bien conservadas y acabadas, para que un público erudito o novel se acerque a ellas con la solemnidad con que se visita una pieza de museo. La nueva propuesta del Centro Experimental del Teatro Colón, en el marco del Festival Kagel, nada tiene en común con esa definición de homenaje. Por el contrario, La rosa de los vientos intenta rendir tributo a la pieza de Kagel que lleva ese mismo nombre, mediante la experimentación y la combinación de lenguajes. “Como Kagel no viene hace 28 años a la Argentina, parecería que su obra ya es parte del patrimonio nacional, sin embargo él está permanentemente componiendo y creando en la modernidad”, explica Diana Theocharidis, codirectora del CETC y organizadora del festival. Para vincular al compositor con jóvenes creadores de la escena argentina, Theocharidis convocó a nueve coreógrafos –entre ellos Ana Garat, Pilar Beamonte, Andrea Servera, Mariana Belloto y Pablo Rotenberg, que dialogaron con Página/12– y nueve realizadores de video, docentes de la Facultad de Diseño e Imagen y Sonido, que trabajaron en equipo y abordaron, mediante el movimiento y la imagen, la pieza del compositor que reside en Alemania. El resultado de esta experiencia fue la creación de ocho films de danza que serán proyectados –con música en vivo a cargo del Ensamble Süden– mañana, el viernes y sábado a las 20.30 y el domingo a las 17 en el Teatro Margarita Xirgu (Chacabuco 875), que constituyen, según la misma organizadora, “la apuesta más fuerte del festival”.
“La rosa de los vientos es una pieza que habla de los puntos cardinales y estimula la imaginación espacial”, explica Theocharidis, quien destinó cada una de las ocho obras a un equipo compuesto por un coreógrafo (o dos, en algún caso) y un videasta. Norte fue abordada por Mariano Pattin, Santiago Núñez y Mercedes Sánchez; Este por Julieta Eshkenazy y Dafne Narváez; Sur por Diana Szeinblum y Agustín García Serventi y Oeste por Ana Garat, Pilar Beamonte y Carolina Cappa. Noreste estuvo a cargo de Andrea Servera y Karin Idelson; Noroeste, de Mabel Dai Chee Chang y Gabriel Rud; Sureste, de Pablo Rotenberg y María Gracia Geranio, y Suroeste, de Mariana Belloto y Eugenia Rodríguez. Si la búsqueda de Kagel en esta pieza consistió en “variar la perspectiva geográfica de sus reflexiones musicales”, los coreógrafos debieron trasladar esa reflexión acerca del campo musical a lo espacial y estudiar los cuerpos en movimiento y su relación con la cámara. “Kagel plantea la relatividad de las direcciones: para él, en tanto argentino, el norte puede ser la Puna de Atacama, pero en tanto alemán podría ser el Artico”, sigue Theocharidis.
¿Cómo abordó la complejidad de La rosa... este grupo de videastas y coreógrafos que en su mayoría desconocía la obra del compositor? “Al principio nos dio miedo, es una música que dice mucho por sí misma –cuenta Belloto–, pero cuando empezás a adentrarte encontrás que tiene una fluidez, algo que te lleva a crear imágenes.” En Suroeste, la creación de Belloto-Rodríguez, cinco mujeres bailan entre aviones que despegan, una metáfora de “ese viaje desde la costa suroeste de México hasta Nueva Zelanda, que Kagel no realizó pero que le hubiera gustado hacer para conocer esas tierras misteriosas.” Si Belloto decidió acercarse a la pieza desde un hecho verídico de la vida del compositor, Garat y Beamonte decidieron hacerlo desde lo musical: “Nosotras fuimos a un ensayo de la orquesta y ahí nos enteramos de que el percusionista utilizaba un hacha, algo que jamás habíamos pensado usar y que, a partir de ahí, se convirtió en el hilo conductor de la pieza coreográfica”, explica Garat. Las realizadoras trabajaron en tres locaciones diferentes –un palacete de 1870, una casa de 1910 bastante conservada y una tercera en ruinas– y con un vestuario estilo Luis XV que proveyó el mismo Teatro Colón, en un estudio acerca de “lo que cambia y lo que perdura a través del tiempo”. Rotenberg, por su parte, descubrió que la música de Kagel “es muy cinematográfica”. “De hecho él también es cineasta y compositor de bandas sonoras de películas”, cuenta el coreógrafo, que también es el único intérprete de su film. En él, en un espacio cerrado y con una estética minimalista, Rotenberg homenajea no sólo a Kagel sino también a Nosferatu, aquel viejo film de vampiros de Friedrich Murnau.
Las dificultades –obstáculos que, al mismo tiempo, “enriquecen” la labor coreográfica– que La rosa... puso en el camino de estos realizadores no fueron sólo de orden musical. Muchos de los coreógrafos se encontraron por primera vez diseñando movimientos “para una cámara”, pensando en términos cinematográficos y no teatrales, y considerando al cuerpo no como una unidad indivisa sino como un conjunto de partes que la cámara puede fragmentar a su gusto y placer. “Entramos en otro lenguaje, el del video, y aparecieron otras instancias muy diferentes al encierro del coreógrafo en un estudio de danza haciendo una obra”, cuenta Servera.
Los resultados de cada equipo fueron diversos; “el mundo Kagel nos disparó a todos hacia lugares distintos”, explica Servera. Sin embargo, hay algo en lo que todos coinciden: “Fue una experiencia que nos permitió conocer gente, otro lenguaje; unió generaciones: en mi caso la realizadora de video era más joven que yo y el compositor, más grande”, evalúa la coreógrafa. “Y qué mejor para un artista como Kagel que su obra siga provocando obra”, sigue. “Fue muy lindo hacer algo filmado, que luego podrá adquirir una vida propia, muy diferente a las obras de danza, que son efímeras. Un film de pronto viaja, se va de nuestras manos; es algo que uno ya no puede controlar.”
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