Martes, 25 de julio de 2006 | Hoy
LITERATURA › EDUARDO BELGRANO RAWSON Y SU PRIMER LIBRO DE CUENTOS
En El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos, Belgrano Rawson cultiva una pasión por “el viaje, el desplazamiento, la ruptura de la rutina, estar en nuevos escenarios” que se vincula con la relación que tiene con la literatura: “Yo con la reflexión, nada. Pongo primera y escribo. A mí la literatura siempre me pareció un oficio para ejercitarlo, no para citarlo”.
Por Angel Berlanga
“El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.” Eso le dice Ilse a Rick en Casablanca, algo antes de zamparle un beso, de que suene un cañonazo y de que el proyector del Ateneo Neruda, el destartalado centro cultural donde en los años ’70 se daba la película, se empacara y chau, muriera. Ahí fue que el Nacho, el protagonista del cuento que da título al libro que Eduardo Belgrano Rawson acaba de publicar –un muchacho que luego sería un pionero en el negocio de venta de huellas de dinosaurios y, todavía más adelante, ya en Berlín, vendedor de fragmentos del Muro y de rezagos del Ejército Rojo–, tuvo que salir a contarle a un público más bien pesado cómo terminaba la película. Inventa, es impreciso, sabe crear suspensos, maneja los ritmos, hace reír: terminan aplaudiéndolo.
Algo de eso tiene también la forma de contar de Belgrano Rawson. “Algo de eso”, “por ahí”, “más o menos” son palabras apropiadas –o casi– para acercarse a un tono narrativo que se nutre de la imprecisión, la oralidad, la acción y, sobre todo, el humor. “Es mi materia prima, pero eso no significa que me diga que en la página dos tengo que empezar a ser gracioso”, dice el escritor en su departamento de Buenos Aires, recién llegado de Puerto Madryn, donde dio unas conferencias sobre sus libros. “Cuando el humor se cruza es buenísimo, pero tiene que venir a cuento y ser parte del conflicto dramático, si no no sirve. No se puede agarrar la antología de los 20.000 mejores chistes para meterlos.”
El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos es el primer libro de cuentos de un escritor que hasta aquí sólo había publicado novelas. La política, el cine, el viaje, la escritura y el amor son los asuntos que subyacen en los devenires de personajes entre los que abundan los estoicos y los atorrantes, muchas veces afrontando adversidades de variado espesor: la traición de una mujer captada por radio a miles de kilómetros de casa, la muerte del padre para un chico, el derrocamiento de un presidente, las complicaciones de una filmación con Yul Brynner y Tony Curtis en los Valles Calchaquíes en El camino del gaucho. “Me he entusiasmado con el género, ya tengo terminados otros quince y, hoy por hoy, estoy escribiendo cuentos”, dice Belgrano Rawson. “Me resulta grato esto del tiro corto, poder trabajar las cosas mejor, en escenarios menos vastos, con menores complicaciones que en la novela, donde hay tal complejidad de tonos, estilos, estructura, que demanda mucha más energía. Esto es más placentero.”
–¿Cómo resultó esto de armar un libro de cuentos por primera vez?
–Muy entretenido. Es que yo ya no estoy para los proyectos grandes; más bien estoy desactivando viejos proyectos. Por ejemplo: tenía trabajada una enciclopedia delirante sobre barcos y navegantes, pero el último año me la pasé soltando lastre y me despedí de una tonelada de libros y archivos, cosas relacionadas con eso. En fin, llega un momento en que uno se tiene que dedicar a cosas pequeñas, más íntimas, más personales, y los relatos están dentro de esa categoría. Una enciclopedia del mar y los navegantes es una cosa de cinco tomos, ya extravagante de entrada, de la que he escrito buena parte y nunca verá la luz. No está el mundo hoy para eso.
–¿Cómo relaciona lo íntimo y lo personal con los cuentos?
–Una novela exige una convicción y un esfuerzo mayor que un relato, al que uno cada mañana se puede dedicar, de acuerdo al humor que tenga, al que más se le cante. Una novela es una especie de cosa obsesiva en la que hay que zambullirse todos los días, a la que hay que tener en marcha hasta que se termina, al menos en mi caso. Y ocurre que quiero disfrutar de lo que hago y también me gustan otras cosas. El otro día en Madryn me fascinó ver las ballenas: ya estaba pensando en una serie de notas. Yo siempre había desconfiado de eso, se me ocurría un espectáculo turístico, pero no: salimos al mar, en un Zodiac, y en un momento estábamos entre quince ballenas. Algunas pasaban por debajo del bote.
–Ese interés por la acción aparece siempre en su narrativa.
–Sí, me interesa el viaje, el desplazamiento, la ruptura de la rutina, estar en nuevos escenarios, con nueva gente. Y creo que mis libros son un reflejo de eso.
–Ricardo Piglia habla de una especie de divisoria de aguas entre los escritores que se vinculan por un lado con la reflexión, lo libresco, el pensamiento, y por otro con el mundo de la práctica. Está claro de qué lado estaría usted.
–No del lado de la reflexión, claramente. Yo con la reflexión, nada. Nunca. Pongo primera y escribo. Casi sin reflexiones.
–Tampoco aparecen en sus relatos citas de libros. Es más: en el mismísimo Ateneo Neruda los libros más bien faltan, y el protagonista limpia su navaja con las hojas que progresivamente va sacando de uno bien antiguo.
–Es que a mí la literatura siempre me pareció un oficio para ejercitarlo, no para citarlo. Además, sería imposible, dada mi reconocida falta de erudición del género. También es una manera de sacarle el culo a la jeringa: ¿qué puedo citar? Muy pocas cosas. Yo vengo a venir de la calle, digamos.
–“Escribo a falta de algo mejor”, dice el protagonista de un cuento. ¿Y usted?
–Es un personaje, no soy yo, aunque haya toques que tengan que ver con experiencias personales. Pero me gusta esa frase: creo que somos muchos los que hacemos algo a falta de otra cosa mejor. Para llegar a esa conclusión tampoco hay que ser un pensador tan importante como Mostaza Merlo, que dijo “paso a paso” y el país entero dijo “¡Miraaaaaá!”, se sintió iluminado por una nueva filosofía citada hasta por el Presidente. ¿Y qué dijo? “Paso a paso.” Yo le había escuchado esa frase veinte años antes al encargado del edificio.
–La frase se complementa con un comentario sobre cine. ¿Le hubiera gustado filmar?
–Más allá de las dificultades fácticas, sé que no me gustaría hacer cine. Porque tiene tantos imponderables que me harían divorciar de él en cuanto lo ejecutara. Cuando escribo, si quiero que el sol salga por el Oeste, sale por el Oeste. Si necesito diez mil extras, no tengo más que hacer así (chasquea los dedos). Y no necesito ningún financista que me haga cambiar mil veces la historia.
–En su narrativa aparece mucho la imprecisión, la vaguedad en las definiciones, marchas y relativizaciones que muchas veces parecen provenir de la oralidad. ¿Hay una intencionalidad en el uso del recurso? ¿Qué persigue?
–Sí, una ambigüedad... A mí, como a esos pintores de ciertas escuelas, me gustan los contornos difusos, los contraluces sugestivos, las figuras esfumadas. Lo que no me gusta es la ilustración fotográfica. Me gustaría que mis relatos tuvieran un poco de música y un poco de plástica. Puede ser que las cosas en determinado momento vayan por ese camino. No sé si se refería a eso...
–Sí, a la baja confiabilidad de ciertos testimonios, incluso a la voz del narrador, mientras cuenta.
–Una vez veníamos en un remise con mi hija y una amiga y a cinco metros de nosotros hubo un choque, leve, un conflicto de tránsito; estuvimos parados ahí mientras duró la acción, con discusiones, lo típico. Cuando arrancamos, de inmediato empezamos a comentar el asunto. Y ya intervino el remisero: “¿Cómo que lo chocó este? No, fue el otro”. Saltó mi hija de atrás: “Pero escúcheme, yo estaba de este lado de la ventanilla”. Ninguno de los testimonios de las cuatro personas coincidía. Y hacía 60 segundos que acababa de terminar el episodio. Yo me preguntaba sobre los testigos que llegan a Tribunales para hablar de hechos que pasaron hace dos años. Bueno, esto viene un poco a cuento de la confiabilidad: la precisión absoluta en las cosas que contamos los seres humanos es irreal.
–Aunque no lo nombre, el relato titulado “Ellos” tiene a Hipólito Yrigoyen como protagonista. ¿Es un personaje que lo atrae?
–No particularmente, es una historia que hice a pedido y me gustó cómo quedó. Pero me parece que los males en este país en cierto modo empiezan el día que la oligarquía argentina les enseña a los militares a adueñarse del poder sin que después tengan que sufrir por las consecuencias. Por otra parte, la amenaza militar me parece un problema vigente en el país. En consonancia, el cuento tiene un final abierto. Pero también me gusta la dignidad de ese tipo, una integridad de hace setenta años hoy inconcebible.
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