Lunes, 17 de septiembre de 2007 | Hoy
DANZA › ENTREVISTA A LOS INTERPRETES DE “ZERO DEGREE”
Los bailarines Akra Kham y Sidi Larbi explican el sentido del excelente espectáculo que representó al Reino Unido y Bélgica en el Festival Internacional de Buenos Aires.
Por Cecilia Hopkins
¿Y si pierdo mi pasaporte qué identidad tendré? Así razona un joven nacido en Bangladesh pero criado en Inglaterra quien, llegado al país de sus mayores para asistir al casamiento de una prima, intenta cruzar la frontera hacia Calcuta, India, en tanto observa con creciente inquietud que su documento pasa de funcionario en funcionario. Basado en una experiencia personal del bailarín Akra Kham, la obra Zero Degree (que pudo verse en el Teatro San Martín en el marco del FIBA) da comienzo con ese breve relato contado al unísono entre el propio Khan y Sidi Larbi Cherkaoui, el otro intérprete del logradísimo espectáculo, bailarín de origen marroquí pero criado en Bélgica. Uno residente en Londres, el otro en Amberes, ambos dirigen sus propias compañías con las cuales participaron ya en anteriores ediciones del FIBA. Este es su primer trabajo en conjunto.
La expresión zero degree es la que ambos artistas encontraron para nombrar “el punto de transformación de una cosa en otra”, el límite que divide a dos culturas, dos formas de ver el mundo, según informaron el martes, en una breve conferencia de prensa, a poco de llegar al país. La obra resume el viaje que hace diez años emprendió Khan, un relato que, al parecer, hubiese durado dos horas si no lo hubieran condensado en dos unidades significativas, las dos referidas al cruce de fronteras, un tema que les interesa no sólo porque los dos intérpretes bailan con técnicas muy diferentes, sino porque ambos tienen lo que ellos definen como “una nacionalidad dual”, por estar en “la mitad de dos identidades”. Así es como lo entiende Khan al decir: “Yo parezco inglés en Bangladesh y extranjero en Londres”.
Estructurado en breves intervenciones narrativas dirigidas a público y bellas e hipnóticas secuencias de danza acompañadas por un conjunto de cuatro músicos (las composiciones pertenecen a Nitin Sawney, muy afines a los cánticos devocionales del norte de la India), Zero... revela dos modos diferentes de bailar. Esto se comprende cuando ambos hablan de su formación: Akram –quien participó de Mahabarata, el mítico montaje de Peter Brook cuando tenía sólo 13 años– domina el Kathak, estilo tradicional de danza del norte de la India, y de adolescente imitaba a Michael Jackson, en tanto que Larbi tomó clase de (todas, según asegura) las vertientes de la danza contemporánea y es, además, un eximio practicante de yoga. “Aprendemos mucho de vernos uno al otro”, aseguran y esto se nota, especialmente cuando se los ve bailar juntos: cuando lo hacen a dúo, los intérpretes conforman una delicada unidad en movimiento, a veces agigantada por la iluminación del enorme escenario desierto. Danzan en contacto o separados, según fluidas evoluciones o rítmicos contrapuntos. Pero siempre desde parámetros personales de movimiento, es decir, sin arrimarse siquiera a los lugares comunes a los que la danza contemporánea suele tener acostumbrado a su público.
Otro de los relatos verbales que propone Zero... encuentra al viajero paralizado al constatar que en el lugar donde se halla existen reglas que él desconoce: una mujer solicita ayuda, pero su acompañante le aconseja no conducirse según las normas de humanidad a la que está acostumbrado. Víctima de un sentimiento de culpa, el viajero se reprocha no haber sido solidario por temor. Tanto en los fragmentos narrativos como en las secuencias de danza, los intérpretes manipulan dos maniquíes de resina, obra del escultor Anthony Gomley, dos replicantes de sus propios cuerpos que yacen en el suelo desde que comienza el espectáculo, los cuales se humanizan con el devenir de las caricias o maltratos de los que son objeto. “Anthony, el escultor, trabaja con el concepto de cuerpo como vehículo de recuerdos y otras informaciones y, para nosotros, estas copias nuestras nos dan la posibilidad de dejar de ser un dúo para convertirnos en un cuarteto”, bromean los intérpretes. Cuentan, además, que los muñecos viajaron en tren de Bélgica a Londres envueltos en bolsas negras, como cadáveres, con lo cual también ellos debieron cruzar una frontera. Otro cruce de límites lo constituye el mismo género elegido por los artistas: “Para nosotros la Danza Teatro apunta a contar un sola historia –afirman–, si la danza no es suficiente para expresar algo, lo decimos con la palabra, si no, usamos la música. Pero tanto movimiento, texto como sonido tienen para nosotros la misma importancia”.
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