Lunes, 17 de septiembre de 2007 | Hoy
TELEVISION › OPINION
Por Santiago O’Donnell
Comencemos por decir que la última emisión de El gen argentino fue excelente. El modelo del programa es, obviamente, arbitrario pues ni San Martín ni Belgrano merecen eliminarse entre sí, pero ello sin duda es lo que le da dinamismo y estimula la participación de los telespectadores, que debido al sistema de opinión informatizada, a través del mail o del SMS, promueve que la mayoría sean jóvenes. Los defensores de los próceres, el enfático Rodolfo Terragno y la mesurada María Sáenz Quesada, cumplieron con holgura con su cometido aportando conocimiento y poder de síntesis.
El panel lució eficaz y claro en sus intervenciones, destacándose la arriesgada equiparación entre el Che y San Martín que hizo Halperín, la acertada especulación de la Seoane acerca de la apropiación de la imagen de San Martín por parte de las dictaduras militares, y la sinceridad de Bonadeo, que asumió el papel de un inteligente desinformado que pregunta y opina aquello que preguntaría y opinaría un telespectador. En cuanto a Felipe Pigna, es evidente que el programa está impregnado de su visón ágil y audaz de nuestra historia. Pergolini confirma su romance con las cámaras de televisión, como si ello fuera su estado natural. Sus errores y despistes, como lo de “Juan Manuel de San Martín”, no lo perjudican sino que acentúan su espontaneidad en un rubro en el que no se mueve con facilidad ni pretende ocultarlo.
Los aportes grabados de los opinantes (entre los que me conté) se sucedieron con buena articulación y su elección marcó la prevalencia de la visión menos convencional y hoy más en boga de nuestra historia, además de la presencia de un miembro de la historiografía tradicional como Félix Luna que merecía sobradamente el homenaje de no estar ausente. Lo más valioso de lo conceptual fue su voluntaria falta de aséptica objetividad, lo que promueve el debate. En mi caso no estoy de acuerdo con el ensalzamiento de un Moreno cuyo principal rol parecería haber sido anticipar y “justificar” la guerrilla setentista, al reducirlo al “Plan de operaciones” en el que podían leerse conceptos como: “Debe observarse la conducta más cruel y sanguinaria con los enemigos de la causa”. Pero ese jacobinismo revolucionario estaba impregnado de elitismo europeísta como lo revelan párrafos de aquel célebre decreto de “supresión de honores” del 6 de diciembre de 1810, cuando escribió que la “chusma” se hallaba “privada de la multitud de luces necesarias para dar su verdadero valor a todas las cosas, reducida por la condición de sus tareas a no extender sus meditaciones más allá de sus primeras necesidades”.
También se presta a discusión, y es éste otro de los puntos de crónico desacuerdo entre Felipe y yo, la caracterización de Rosas como el tirano degollador con que siempre nos abrumó la historia oficial, que es la visión de algunos sectores de izquierda y de derecha que nunca comprendieron el autocratismo nacional y popular del Restaurador. Pero estas reflexiones provocadas por El gen argentino representan su mayor mérito pues es seguro que cuando finaliza comienzan las discusiones en hogares, clubes y bares, con tomas de partido que desembocan en reflexiones sobre la realidad actual.
Sería positivo que en futuros ciclos del programa existan también, desde el principio, “abogados del diablo” que critiquen a los candidatos y amortigüen el exceso exaltatorio. Por ejemplo, de San Martín podría cuestionarse su inclinación hacia lo monárquico como una solución a la anarquía de las nuevas naciones que él adjudicaba a las propuestas republicanas, o el para algunos sospechable buen pasar de su exilio, también su indiscutible adhesión a la masonería. En cuanto a Belgrano, podría hacerse hincapié en su incapacidad como militar, que lo llevó a perder batallas favorables, o su proclamada religiosidad, que no le impidió tener dos hijos ilegítimos.
Lo mejor de este nuevo hallazgo de la dupla Pergolini-Pigna es que opera como un milagroso espacio de resistencia dentro de la misma televisión abierta, cuya principal misión parecería ser la de descifrar si la de la golosa felación era o no Wanda Nara, o “divertirnos” porque la protagónica Rocío Marengo está convencida de que la capital de Alemania es Suiza.
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