Sábado, 9 de enero de 2010 | Hoy
CULTURA › BAJO LA LLUVIA AJENA, DE JUAN GELMAN Y CARLOS ALONSO
“Lo leo como si fuera de otro. Me reconozco en ellos, sin duda, pero tomé distancia”, señala hoy el poeta. Más allá de la inevitable distancia que impone el tiempo, el libro propone una sumatoria de letra y dibujo de intensidad apabullante.
Por Silvina Friera
Un hombre cierra los ojos bajo un solcito romano que lastima. Los párpados pesan; el odio, el furor y la pena le taladran el corazón. Ya le informaron que su hijo y su nuera tuvieron una suerte nefasta y que una criatura nació en cautiverio. Ese hombre es Juan Gelman, replegado en Italia, el primer país donde se refugió, doblemente condenado a muerte, por la dictadura militar argentina y por Montoneros, bloqueado creativamente –lleva cuatro años sin escribir una línea–, con los tajos del pasado a flor de piel. Necesita exorcizar los fantasmas. Se pregunta en qué lengua podría hablar la soledad. No sabe, pero se propone averiguar. “No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida”, escribe conjurando la parálisis. “Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, los calores.” Poco a poco fue componiendo un mosaico de lúcidas reflexiones sobre la ausencia, el dolor, el exilio. Bajo la lluvia ajena, publicado originalmente en 1984, se acaba de reeditar por Libros del Zorro Rojo y Fundación Nuevo Mundo, ilustrado con las aguafuertes que Carlos Alonso realizó durante su exilio, también en Roma, que permanecieron inéditas durante treinta y cinco años. La combinación resulta magistral: son veintiséis fragmentos de una intensidad apabullante, a caballo entre la prosa y el poema, con doce maravillas visuales desgarradoras.
El cerebro detrás de esta cumbre de figuras capitales de la cultura latinoamericana es el escritor y editor argentino Alejandro García Schnetzer, residente en Barcelona. En el prólogo compara las vidas de Alonso y Gelman como “dos ríos que paralelamente discurren; han compartido y comparten verdades, convicciones, voluntades; han conocido persecuciones, tragedias, exilios”. Ciertamente, como añade a continuación, “a su modo, cada cual supo integrar esas experiencias al orbe de sus creaciones”. Paloma y Marcelo, sus hijos, fueron víctimas de la dictadura militar. Los caminos apenas se bifurcan: el poeta pudo recuperar el cadáver de su hijo; el pintor aún no sabe dónde está el cuerpo de Paloma. Ambos desgranaron una y mil veces “la negra pena” en el destierro en Italia. Ni siquiera se cruzaron por esas callecitas romanas que abruman con tanta belleza a cada paso que se da. Sortearon la parálisis, el silencio y volvieron a escribir y a pintar. “Ante cosas como ésas, hay una pérdida de confianza en la humanidad”, afirmó Alonso. “Un poeta decía: ‘El asesino desequilibra la naturaleza’, y es así, desequilibra la propia naturaleza y lo que uno entiende como equilibrio general del comportamiento.” Cuando emprendió el viaje de vuelta a la Argentina, se dedicó a pintar paisajes. “Mi quiebre fue con las personas, hacía árboles porque no quería siquiera bocetar la figura humana. Sentía en verdad que se me había quebrado el mundo.”
A Gelman le tocó también remontar cuatro años en Roma sin poder escribir: “El exilio produce una honda sensación de desamparo, de vivir a la intemperie”. Bajo la lluvia ajena, subtitulado Notas al pie de la derrota, representa el regreso a la palabra. Alonso se negó a ilustrar el texto en tiempo presente con nuevos trabajos. “Muchas cosas deberían cambiar para tratar de nuevo el pasado”, explicó. “Pero al mismo tiempo siento que el texto está ilustrado por mí, especialmente ilustrado por mí, pero ilustrado en el mismo momento en que fue escrito, porque las preocupaciones, el sentimiento, incluso las metáforas que yo trabajaba entonces, eran coincidentes con las de Juan.” El 5 de marzo de 2009 llovía en Buenos Aires. Alonso y Gelman compartieron la tarde, conversaron sobre la obra y las aguafuertes que la integrarían. Cuando Gelman las vio, dijo: “No son ilustraciones, Carlos, son mucho más”.
“Es difícil reconstruir lo que pasó –se lee en el primer texto del libro–, la verdad de la memoria lucha contra la memoria de la verdad. Han pasado años, los muertos y los odios se amontonan, el exilio es una vaca que puede dar leche envenenada, algunos parecen alimentarse así.” En este viaje introspectivo, el poeta bucea en las sensaciones cotidianas, luego de haber sido arrancado de la Argentina, lejos de su propio hijo, su nuera y sus amigos desaparecidos. La ropita de los exiliados está en el ropero, pero no han deshecho las valijas del alma. La primera reacción es negar el país donde se está, negar su gente, su idioma; rechazarlos como testigos concretos de una mutilación. Ni el cielo ni el sol son los mismos. “Las voces del rocío se parecen a las voces del rocío. Una pequeña lengua lame y las diferencia, las distancia. Mi rocío del sur o cabellera o cristalina madrugada sobre los pechos del combate. No rocía lo mismo sobre el Mercado Común Europeo, el más común de los mercados.”
Los pies de Alonso, como los de Gelman, se arrastran “en ríos de sangre seca”, pisan otras tierras; “la cosa es que viva yo en otras tierras sin mentirme, sin mentir”, advierte el poeta. Duele la derrota, pero entre los deberes del exilio está, en primer lugar, no olvidar el exilio, como subraya en uno de los poemas: (...) y vos / corazoncito que mirás / cualquier mañana como olvido / no te olvides de olvidar olvidarte /. Roma recibió a un poeta y un pintor heridos y hambrientos de justicia. ¿Hasta dónde este exilio exterior coincide con otro más profundo, interior, anterior? Las preguntas brotan como si fueran yuyos imposibles de extirpar de la tierra. “Hierven los argenguayos, urulenos, chilentinos, paraguayos, están tirando de la noche sudamericana, rechinan de almas en silencio, su verdadero trabajar”, describe el poeta esa Babel sudaca a la intemperie. A veces el tono se eleva por el fuego de la bronca y despotrica contra los “profesores del exilio, sociólogos, poetas del exilio, llorones del exilio, alumnos del exilio, buenas almas con una balancita en la mano pesando el más el menos, el residuo, la división de las distancias, el 2 x 2 de esta miseria”.
Hasta cuando recuerda a su padre ucraniano, que huyó a la Argentina para no cumplir con los veinticuatro años de servicio militar que le tocaron por sorteo –y que “por obra y gracia del zar” se convirtieron en veinticinco–, emergen los pies. Como si recién arrancado de cuajo de la tierra, descubriera, repentinamente, esa parte que es una de las más olvidadas del cuerpo. Su padre llegó a América con una mano atrás y otra adelante, para tener bien alto el pantalón. “Yo vine a Europa con una alma atrás y otra adelante, para tener bien alto el pantalón. Hay diferencias, sin embargo: él fue a quedarse, yo vine para volver”, compara Gelman. “Nunca te olvidaré, en la oscuridad del comedor, vuelto hacia la claridad de tus comienzos. Hablabas con tu tierra. En realidad, nunca te sacaste esa tierra de los pies del alma. Pieses lleno de tierra como silencio enorme, plomo o luz.”
En los primeros años de su exilio, Gelman se reunía con los líderes principales de la socialdemocracia europea para conseguir una condena a la dictadura militar argentina. El poeta volvió clandestinamente a Buenos Aires en mayo de 1978, caminó por el centro y por los sitios que solía frecuentar. Leyó los diarios de la época como La Opinión, donde alguna vez trabajó y que alguna vez fundó, y descubrió que un compañero intelectual de la izquierda (ex compañero o ex izquierda) sumaba su vocecita paga a la propaganda de la dictadura militar. “Hago esfuerzos y no alcanzo a recordar su nombre. Era cuentista, o algo así, como su mujer, que se cagaba en Rosa Luxemburgo desde posiciones de izquierda. Tenía un ano de izquierda que no le habrá impedido evacuar la pitanza militar”, ironiza el poeta en el texto XIX. Luego regresaría a Roma y un año después se desataría el vendaval de la Contraofensiva montonera, tragedia que marcó el final de la organización.
Hay un texto dedicado a César Fernández Moreno y una carta para el “querido Paco” (Urondo), en la que recuerda la casita de Ciudad de la Paz, donde comieron y chuparon bien, y la casa clandestina de Constitución, donde Paco le anunció que la organización lo enviaba a Gelman a Europa. “Sigo pensando, hace años que lo pienso –¿cuatro?, ¿cinco?–, que era mejor que te mandaran a Roma a vos. Ahora estarías haciéndote de comer en tu casita, recordándolo al Moro, recordándome, lejos, cerca”, confiesa el poeta en la crónica más extraordinaria del libro. “No me quiero morir en lugar tuyo, aunque a veces quisiera estar en tu lugar. Lo que pasa es que una vez me dijiste que ibas a vivir ochenta años y yo te creí. Y todavía te creo.” La equivalencia visual se potencia. En la ilustración de Alonso que complementa esta carta hay dos manos con dedos gruesos, nudosos, agrietados, sufrientes; en una se apretuja un cigarrillo, en la otra se sostiene una pluma que está a punto de deslizarse sobre un papel. ¿Qué quiere garabatear esa mano? Un dibujo, acaso la fisonomía de la hija desaparecida, o una carta al amigo asesinado, o el inventario de víctimas, consignar sus nombres para no olvidarlas. Al ver esta imagen viene a la mente una frase patentada por Gelman: “La poesía nace del dolor de la palabra”. La poesía de Alonso, amasada en el exilio y la derrota, también surge del dolor.
La reedición de Bajo la lluvia ajena enfrenta a Gelman con ese puñado de textos. “Me he alejado de eso, han transcurrido treinta años y los sentimientos se modifican y se entrelazan con nuevas visiones y circunstancias de la vida. Lo leo como si fuera de otro. Me reconozco en ellos, sin duda, pero tomé distancia”, aclara. “Porque no se puede vivir en el pasado, eso trae mala suerte.” A pesar de la distancia, siempre sana y necesaria, los pormenores de su exilio, la memoria y la sensación de derrota lo visitan de vez en cuando, aunque sean experiencias archivadas en su pasado. Pero algunas “máximas” resuenan como si fueran ecos de los tiempos inmemoriales de la humanidad: “Quien contempla el exilio es absorbido por él”, “Lo que me duele es la derrota” o “Los exiliados son inquilinos de la soledad”. A diferencia de otros “inquilinos” que han abandonado el barco de los ideales por los que supieron luchar, el poeta nunca fue carne de cañón del arrepentimiento. Ha seguido escribiendo y conquistando premios –el Cervantes lo ha coronado como el mejor poeta en lengua española–, encontró a su nieta y ya no le importa que las musas lo abandonen. Nadie –ni esas ingratas muchachas, en caso de dejarlo– podrá amputarle la memoria, ni cortarle la lengua.
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