Lunes, 20 de junio de 2011 | Hoy
CULTURA › CLAUDIO ZEIGER Y SU ENSAYO EL PARAíSO ARGENTINO
El escritor y editor rescata críticamente a ocho autores –Eduardo Mallea, Beatriz Guido, Marta Lynch, entre otros– cuyos libros a duras penas se encuentran en librerías de viejo. Pero formaron parte del boom de la novela argentina durante los años ’50.
Por Silvina Friera
La chispa de una anécdota harto conocida amortigua el drama de dos protagonistas de la literatura del siglo XX. El sentido del humor permite iluminar un par de contradicciones del pasado, aparentemente difíciles de conciliar. “¿Verdad, Manucho, que vos y yo somos los dos únicos escritores argentinos que vivimos de nuestros libros?”, preguntó Silvina Bullrich. Quizás arraigado para siempre en la iconografía del escritor de mundo, tan criollo como barroco, Manuel Mujica Lainez, habilidoso a la hora de patear la pelota hacia la cancha contraria, le contestó: “Yo no, che. Serás vos. Yo vivo mucho mejor”. Este diálogo, revisitado en un contexto donde se debaten la trama y los cimientos culturales del país, forma parte de un jugoso ensayo, El paraíso argentino (Emecé), de Claudio Zeiger, que se propone rescatar críticamente, sin trastabillar en la nostalgia de lo perdido, a ocho autores cuyos libros a duras penas se encuentran en librerías de viejo. El olvido castigó a quienes escribieron las páginas del boom de la novela argentina durante los años ’50, como Beatriz Guido y Marta Lynch, figuras públicas rutilantes que integraron el imaginario de riqueza, extravagancia y refinamiento; celebridades del campo cultural que agotaron ediciones de sus obras, algunas con más énfasis o pretensiones formales en el manejo del lenguaje y el estilo. Aunque no todos fueron marcados por el nacimiento aristocrático, el público, los lectores, los creían ricos, sofisticados y elegantes.
“Todo paraíso es el vago reflejo del ayer –se lee en las primeras líneas del libro que explora las obras y vidas de Benito Lynch, Ricardo Güiraldes, Eduardo Mallea, Manuel Mujica Lainez, Silvina Bullrich, Oscar Hermes Villordo, Beatriz Guido y Marta Lynch–. Pero, a pesar del pesimismo y la melancolía que genera haber sido y ya no ser, siempre habrá huellas en el paraíso: siempre será posible seguir los pasos de aquellos que lo atravesaron, quizá sin ser del todo conscientes de haber formado parte del cielo.” Zeiger intuye la temeraria consideración de los prejuicios que penden como una espada de Damocles sobre muchos de estos escritores. Si percibe el murmullo indignado de alguna escritora o crítica que se pregunta “¿quién lee hoy a Silvina Bullrich?”, al escritor y editor del suplemento Radar Libros no le importa. El mejor tributo al pensamiento literario es indagar en las peculiaridades de cada uno de esos escritores para rastrear aquellas cuestiones que perduran, pese a las sucesivas oleadas de silencio. Aunque, como lo advierte de entrada, las interpretaciones posteriores sobre las obras estén por colocarlos al borde de la expulsión del canon y del olvido.
El primer núcleo que a Zeiger le interesó es el concepto de paraíso perdido, “sin hacer grandes disquisiciones teóricas”, aclara en la entrevista con Página/12. El asunto empezó cuando leyó que Manucho decidió irse a vivir a Córdoba, hacia fines de los ‘60. Buscando casa en Córdoba, encontró una que se llama “El paraíso”, que le recordó que él había escrito una novela, Invitados en el paraíso, cuyo centro es una especie de quinta o chacra donde se refugian algunos aristócratas venidos a menos. “Eligió esa casa porque decía que estaba profetizada en su propia literatura –repasa Zeiger–. A partir de esta idea de que un escritor cree que estaba destinado a un paraíso, comencé a trabajar con el concepto de ‘paraíso argentino’, que implica una edad de oro del boom de la novela argentina. Esa edad de oro, si es que una vez existió, es un paraíso perdido.”
–¿Y quiénes se quedaron afuera del paraíso de su libro?
–Escribir es seleccionar siempre, ya sea ficción o ensayo. El que más fue y vino fue Ernesto Sabato, que al final no quedó. Había una razón muy concreta para no incluirlo. Cuando estaba escribiendo el libro, Sabato vivía. Pero el motivo principal por el cual no lo incluí fue que no era percibido como un escritor rico o que orbitara en torno de la aristocracia, como el caso de Villordo, que venía de un pueblito perdido, pero que tuvo una relación muy fuerte con Mujica Lainez.
–Quizá sólo Manucho y Villordo sobreviven, se los sigue leyendo. Pero el canon más “aristocrático” se fue perdiendo a medida que ingresaron Rodolfo Walsh, Manuel Puig y Juan José Saer, que no responden al imaginario del escritor aristócrata, ¿no?
–Silvina Bullrich decía con amargura que quizás había que volver a la más rancia tradición de la literatura argentina, que es la de ser rico. La frase es cínica, pero es absolutamente verídica. Estos escritores pertenecieron al canon, pero no en términos de lo que entendemos por canon en estos días. Hoy entendemos el canon como un tipo de consagración que básicamente es académica; pero ellos tenían otra consagración, la de ciertas instituciones de la literatura como el suplemento cultural de La Nación, la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) y finalmente el público lector. El canon siempre se mueve; pero lo curioso es que estos autores, salvo alguna excepción, no entran ni por el canon ni por el anticanon, que consagra mucho en este último tiempo, como sería el caso de (Osvaldo) Lamborghini, que es anticanónico. Bullrich o Marta Lynch no son canónicas, ni anticanónicas: no están en ningún lugar.
–¿Por qué que no están en “ningún lugar”?
–Son escritoras incómodas; yo no pretendo hacer un rescate acrítico, no es una especie de nostalgia por el paraíso perdido. Pero hay que hacerse cargo de episodios incómodos de la literatura argentina. En mi libro recuerdo varios de esos episodios, y creo que los casos de Lynch y Bullrich son los más incómodos por sus posiciones políticas. En el caso de Bullrich, porque hablaba todo el tiempo del dinero y, aunque decía ser pobre, era rica. Los vaivenes políticos de Marta Lynch responden a los vaivenes de las clases medias de los años ’60. Y después está el tema incómodo de la dictadura, tanto con Bullrich como con Lynch. Ahora creo que nosotros no tenemos que ser prejuiciosos y querer que “mi” escritor ideológicamente sea puro. Esta demanda de pureza pasó con estas escritoras y volvió a reeditarse recientemente con Sabato.
–Después de leer el libro, queda rebotando una pregunta: ¿por qué algunos escritores pagan más que otros el haber apoyado a la última dictadura?
–A Sabato no se le perdona todo lo que se le perdonó a Borges, sin duda; los dos fueron almorzar con Videla. La teoría de los dos demonios ya está implícita en Abaddon el exterminador, un libro del ’74. Me da la impresión de que hay en esa novela una visión un poco metafísica de la política y que eso se cuela; lo cual no disculpa que sea una aberración la teoría de los dos demonios. A veces uno piensa que la trascendencia literaria de Sabato no se condice con su obra. No por un tema de calidad sino de cantidad. La trascendencia llegó con Sobre héroes y tumbas; Dar la cara, una novela de David Viñas de la misma época, no tuvo ni por asomo el impacto de la novela de Sabato. Todo esto tiene que ver más con cómo circulan los libros, la relación entre autor, libro y contexto, que con el hecho de pensar que a algunos se los perdona porque son mejores escritores que otros. Si fuera así, sólo se le podrían perdonar cosas a Borges. Si la literatura y la crítica literaria se reducen a juicios y castigos, la verdad es que estamos fritos (risas). Pero, al mismo tiempo, el debate que se generó en torno de (Mario) Vargas Llosa reeditó un problema muy interesante entre el intelectual y lo político. A raíz de la muerte de Sabato se volvió a dar ese debate, esa escisión dramática entre lo que el escritor escribe, su obra y sus intervenciones, que creo que es el debate del presente, un debate profundo sobre la trama cultural que estamos viviendo.
–¿Villordo sería quizás el menos anacrónico de los escritores que incluye en El paraíso argentino?
–Toda la literatura está condenada en un momento a ser anacrónica, aunque no sea realista. El tiempo pasa para cualquier libro. Quizás una literatura es anacrónica cuando en su época ya lo era y eso hace que nosotros después la percibamos como anacrónica. En el caso de Villordo, La brasa en la mano es un testimonio formidable de lo que era esta ciudad en los años ’50. Leí unos cuantos libros de Mallea, al que se acusa de más anacrónico, y lo que percibí es que algunos libros quedaron viejos. Son aquellos libros en los que quería disfrazarse de lo que no era, pretendía ser vanguardista y experimental. Ahí me parece que es donde queda anacrónico, pero una novela como Todo verdor perecerá se puede leer perfectamente. Bullrich era muy despareja, escribió muchos libros, aunque creo que se puede seleccionar un corpus de textos interesantes.
–Quizás estos ensayos estén marcados por un tipo de nostalgia, no tanto por lo aristocratizante o la cuestión de las elites sino por el modo de circulación de las obras, o por poner sobre la mesa algunas discusiones como la del dinero, ¿no?
–El paraíso argentino está atravesado por la nostalgia de una literatura que se permitía no estar tan sujeta a la mesa de examen, que es el gran mal que nos aqueja hoy: que estamos escribiendo todo el tiempo para profesores universitarios. Me incluyo, no me quedo afuera; es un problema de mi generación y de los que vienen después. Hay un modo de escribir, con una actitud de buenos alumnos, que está convirtiendo la literatura argentina en una cosa bastante “intelectualosa” y árida. En el libro hay buenos ejemplos para sacarse tanto prejuicio de encima.
–¿Ese prejuicio sería, por ejemplo, preguntarse quién lee hoy a Silvina Bullrich?
–Hoy nadie lee a Silvina Bullrich, ni quiero obligar a nadie a leerla. Pero quiero llamar la atención sobre un momento en que era la escritora argentina más leída. Hoy, el mal es que todos los escritores están pendientes de cómo los van a leer en la academia. Y esto sucede porque no percibimos un público interesante por afuera de eso. Pero yo creo que no es así, que ese público interesante existe, lo que pasa es que no se llega fácilmente. Los escritores incluidos en mi libro escribían para un público real, un público peligroso y azaroso. Porque hay una anécdota que siempre contaba Marta Lynch: por la calle se le acercaban las mujeres para decirle: “La señora Ordóñez soy yo”. Ese grado de empatía, de mimesis, se daba porque las mujeres se identificaban, la leían como una telenovela; de hecho, La señora Ordóñez fue una telenovela. Pero todo cambió tanto que nos fuimos al otro extremo. Ser un escritor popular hoy es una cosa mal vista; vender muchos libros está mal visto. En el libro hay distintos modelos de escritores populares: Benito Lynch era popular, pero no lo era a la manera de Silvina Bullrich. Ni Mujica Lainez era popular a la manera de Beatriz Guido. Son distintos tipos de escritores que fueron exitosos, que tuvieron fama y dinero. Pero los olvidamos.
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